A PROPÓSITO DE LA EFICIENCIA JUDICIAL
Ocurre que cuando, como es mi caso, hablas con asiduidad de la Justicia entras en bucle. No es un terreno muy dado a hechos rompedores, a revoluciones. Haberlas, las ha habido, como la de 1870, de cuya herencia vivimos, aunque desde entonces hayamos tenido reformas que han reconfigurado lo que se entiende por “Justicia”. La más notable fue la Constitución y otra la recién estrenada Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, más que por innovadora, por consumadora. Y otra sería -si se diese el paso, léase, que recalase en el BOE- dar la instrucción penal a los fiscales.
Ahora me fijo en esa ley de eficiencia. Responde a una concepción minimalista de la Justicia, ajustada a la impartida por los jueces y cuya seña de identidad es la independencia. Ese minimalismo lo sostuvo un ministro -está en el origen de nuestros males- que entendía la independencia judicial sólo como un “sentimiento personal” del juez. No es poco, cierto, pero limitar la independencia a ese sentimiento puede llevar a una Justicia ineficaz si no se extiende esa idea de independencia a la organización de la Justicia como tal. Pretender esa otra vertiente es, para mí, ya un ejercicio de pura melancolía, algo muy otoñal, como el otoño estrenado con la aplicación de esta ley de eficiencia que ojalá mute en primavera. Mi melancolía empezó allá por 1990 cuando el Tribunal Constitucional erigió esa suerte de castell de la “administración de la Administración de la Justicia”. Administración de Justicia sería Poder Judicial, es decir, el juez revestido de esa independencia como sentimiento personal; y la “administración” de esa Administración, los medios humanos y materiales. La lógica llevaría a que el juez pudiese ordenar ese castell para trepar por él, coronarlo y enarbolar la sentencia como señal de triunfo: ¡gracias a los de abajo he podido dictar sentencia! Pero el Tribunal Constitucional zanjó que esa “administración de la Administración de Justicia” es ajena al juez, no es Poder Judicial, sino administración pura y dura, luego competencia de los gobiernos, central o autonómicos, luego con esa concepción la Justicia dependería de los medios que quisieran darle esos gobiernos, en definitiva, los políticos.
Ese paso lo confirmó en 2003 la reforma que echó al juez de la “oficina judicial”, para entregarla a unos funcionarios ministeriales: los Letrados de la Administración de Justicia, los LAJ. Y este paso lo consuma la ley de eficiencia. El juez queda como “personal resolutor”. Confinado en su despacho, si abre la puerta verá que funcionarios, medios materiales, policía judicial, forenses, fiscales, en fin, todo, absolutamente todo, es de mando ministerial o autonómico. La Constitución quería despojar al Gobierno de sus poderes sobre la Justicia y, lejos de ello, se le reapodera dándole todo lo que hace que la Justicia funcione. Lejos quedó la idea de que esos medios dependiesen del Consejo General del Poder Judicial, erigido en dirección de personal judicial.
Y en esto, como en otras cosas -ahí está el boom de la Justicia interina- los jueces hemos colaborado a base de hablar de la Justicia como “servicio público”. Muchos jueces -buenos penalistas o civilistas- parecen tomar su acepción altruista, olvidando que manejan un concepto jurídico de calado: si concibes la Justicia como un servicio público el protagonismo, su titularidad, se lo das a unos políticos que dirigen a sus funcionarios: administrativizada la Justicia, desdibujado su perfil de Poder del Estado, como juez quedas en personal resolutor inserto en un servicio público gubernamental.
Pero esto ya no tiene vuelta, es lo que hay. La ley de eficiencia opta por una oficina judicial que hace años empezó a pergeñarlo el País Vasco, que yo recuerde. La organización basada en juzgados desaparece, ya no hay un juez con una oficina, y esta se diluye en unidades dirigidas por los LAJ en las que el procedimiento pasa de mano en mano, de unidad en unidad. Apuesta por una gestión de medios más eficiente, pero el juez ni dirige ni controla. El tiempo dirá si funciona en un mundo como el judicial, rico en inercias, inamovilidades e intereses creados, donde todo cambio se tiene como un cataclismo. Fracasará si el político ve un medio para controlar a los jueces o si, intencionadamente o no, acaba en un marasmo que brinde a ciertos colectivos profesionales ofrecerse como lucrativa solución para una Justicia ineficaz. Y fracasará si los LAJ no metabolizan una ley que les atribuye una función que les da un sentido capaz de sacarles de su permanente crisis de identidad, asumiendo una responsabilidad propia y superando el querer ser “como jueces”. Funcionará si no pierden el norte, el sentido de una oficina judicial que debe servir y ser útil para un fin último, instrumental: gestionar una organización ágil, eficiente, que permita al juez hacer Justicia con eficacia.