EL PESO DE LA CULPA
Vivir con el peso de la culpa es una de las cargas más pesadas que el ser humano puede arrastrar. Hay personas que podrían vivir con paz, pero la tendencia a culpabilizarse les encierra en una fatiga existencial que desgasta la relación consigo mismas, con los demás y con el mundo que las rodea. El problema no radica tanto en la existencia de la culpa como realidad humana -pues surge inevitablemente cuando la conciencia nos recuerda que no hemos actuado como deberíamos-, sino en el modo en que gestionamos esa experiencia interior. No en vano, san Agustín afirmaba que “la culpa es el peso del alma: nos inclina hacia abajo y no nos deja volar”. Dostoievski, por su parte, advertía que “no hay castigo más terrible que una conciencia culpable”, mientras que Camus recordaba que “el hombre culpable se condena dos veces: por el acto y por no saber perdonarse”. Estas tres intuiciones expresan de manera distinta una misma verdad: la culpa, cuando no se maneja bien, se convierte en una cadena que inmoviliza al ser humano.
Cuando la culpa es real, lo razonable no es huir de ella, sino afrontarla con madurez: reconocer el error con serenidad, pedir perdón a quien corresponda (lo que incluye también la reconciliación con uno mismo) y reparar en lo posible el daño causado. Tras ese proceso, no tiene sentido volver una y otra vez sobre el mismo acto, como si uno se complaciera en revivirlo, porque ese círculo no sana, sino que enquista el dolor. Es distinto asumir la responsabilidad que martirizarse indefinidamente. En palabras de Hannah Arendt, “el perdón es la única reacción que no reacciona a la acción, sino que la deshace, y al hacerlo libera tanto al que perdona como al perdonado”. Reconocer la culpa y perdonar, también a uno mismo, no es debilidad: es condición de libertad.
Ahora bien, la culpa tampoco desaparece simplemente con reconocer interiormente el error, si no se asumen las consecuencias. Tratar de borrar la culpa con el silencio o con la indiferencia es ingenuo y, en muchos casos, injusto. Esto resulta especialmente grave en la esfera social y política: cuando quienes ostentan responsabilidades públicas eluden sus errores, aunque no existiera un reproche penal, se genera una injusticia social enorme. No solo por el daño cometido, sino también por la falta de ejemplaridad de quienes, por su posición, deberían mostrar un mayor sentido de justicia y de responsabilidad. La ausencia de disculpa pública ante errores innegables no solo deja heridas abiertas, sino que puede interpretarse como una forma de desprecio hacia la sociedad misma y hacia el bien común que se supone deberían custodiar. En ocasiones, la asunción plena de la responsabilidad debería incluso concretarse en la dimisión del cargo. No basta con reconocer verbalmente el error cuando el daño causado a la sociedad o a las instituciones es grave: mantenerse en el puesto puede agravar la herida, prolongar la desconfianza y transmitir la idea de que el poder está por encima de la justicia. La dimisión, lejos de ser un gesto de debilidad, puede convertirse en un acto de grandeza cívica y en una verdadera reparación simbólica. Solo así se muestra respeto por la sociedad y por el bien común, que merecen ser situados por encima de cualquier interés personal o de partido.
Más complejo es lo que ocurre con la culpa irreal, esa que nace de sucesos completamente ajenos a nuestra voluntad y responsabilidad. En estos casos, la mente fabrica un sentimiento que, aunque falso, pesa más que la culpa auténtica. Nos sentimos responsables de enfermedades, fracasos profesionales o reacciones ajenas que nunca dependieron de nosotros. ¿Cuántos padres se acusan a sí mismos de las malas decisiones de sus hijos adultos, como si estuvieran condenados a cargar siempre con lo que ya no controlan? ¿Cuántas personas se reprochan no haber conseguido un trabajo pese a haber hecho todo lo que estaba en sus manos? Incluso hay quien se siente culpable por el divorcio de sus padres, por haber sufrido un accidente sin responsabilidad alguna, o por no haber podido salvar una relación sentimental pese a haberlo intentado con honestidad. La lista podría alargarse: problemas económicos derivados de una crisis general, reveses de salud imposibles de prever, pérdidas familiares inevitables todas ellas son realidades humanas que, aunque dolorosas, no deben convertirse en cadenas de culpabilización. Como decía Séneca, “lo que nos preocupa anticipadamente es más grave que lo que nos golpea en el presente”: la culpa irreal se alimenta de miedos y de la fantasía de control.
Aquí aparece un fenómeno frecuente y muy dañino: la búsqueda obsesiva del ‘¿por qué?’. En vez de aceptar con serenidad que hay hechos que simplemente ocurren -ya sea por azar o, para quien tiene fe, por un designio de la providencia que no siempre alcanzamos a comprender-, nos perdemos en preguntas sin respuesta. Y cuando ese interrogante se transforma en ‘¿por qué a mí?’, la carga se duplica, pues introduce la sospecha de una culpa inexistente. Kierkegaard observaba que “la angustia es el vértigo de la libertad”: esa pregunta sin respuesta nos sumerge en un abismo que confunde libertad con condena, y responsabilidad con castigo.
Incluso las palabras de los demás pueden alimentar este proceso, a veces sin mala intención. Me sucedió recientemente, al explicar a una persona cercana que estaba convaleciente de una celulitis bacteriana. Su reacción fue: “¿Cómo te ha podido pasar a ti, con lo prudente que eres?”. Detrás de esa frase amable, se escondía un matiz sutil de culpabilización, como si la enfermedad fuese resultado de una imprudencia personal. ¡Qué importante es saber distanciarse de ese tipo de planteamientos y no dejar que germinen en nuestra conciencia! La influencia ajena puede reforzar el esquema mental de la autoacusación, y conviene mantener la lucidez para discernir lo que corresponde y lo que no.
Hay, además, un trasfondo cultural que contribuye a esta tendencia. Vivimos en sociedades que premian el éxito y la autosuficiencia, lo cual favorece la falsa idea de que todo depende de nosotros. Si enfermas, fracasas o sufres un revés, la tentación es pensar que algo has hecho mal. Pero esa lógica es inhumana y falsa. Nadie puede controlar todos los factores de la vida: ni el curso de la biología, ni las decisiones de los demás, ni los giros de la historia. Pensar lo contrario es una forma de soberbia disfrazada de autoexigencia. La sabiduría consiste, más bien, en reconocer los límites de nuestra responsabilidad.
La clave está en aprender a distinguir entre lo que realmente depende de nosotros y lo que no. En lo primero, asumimos la responsabilidad, pedimos perdón y reparamos en lo posible. En lo segundo, reconocemos que no nos corresponde cargar con culpas inventadas y soltamos esa losa mental. Vivir sin el peso de la culpa no significa vivir sin conciencia moral, sino con la serenidad de saber dónde termina nuestra responsabilidad y dónde empieza el simple misterio de la vida, que unas veces atribuimos al azar y otras a la providencia. Viktor Frankl lo expresó con claridad: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. Solo así podemos caminar ligeros, en paz con nosotros mismos y reconciliados con la realidad.