MÉRITOS, MENTIRAS Y CARGOS PÚBLICOS EN ESPAÑA
El curso político cierra con escenas poco comunes en la política española: en 10 días dimiten tres cargos por adornar en exceso el currículo, algo que hasta hace poco se consideraba una minucia. Noelia Núñez (PP), por atribuirse estudios universitarios no concluidos; José María Ángel Batalla (PSPV-PSOE), por un título bajo investigación por posible falsedad documental, e Ignacio Higuero de Juan (anteriormente de Vox), por adjudicarse una licenciatura en Marketing fechada en 1993, cuando esa titulación no existía. Que en política se mienta no sorprende a nadie; lo preocupante es que durante años hayamos tolerado falsedades sobre el mérito para ejercerla. Veremos si continúa la racha y recordamos este verano como el del fact checking de los currículos de nuestros gobernantes. Quizá todo acabe en ajustes menores -“licenciados” que pasan a ser “tiene estudios en”-, pero será, al menos, un paso hacia la restauración de la verdad, sin la cual no puede haber meritocracia.
En los últimos años, parte de la izquierda ha arremetido contra el ideal meritocrático, al que presenta como una coartada ideológica que perpetúa desigualdades. Pero en política es difícil defender un criterio distinto al que exige que los cargos públicos estén ocupados por los mejor preparados para desempeñarlos. Apartarse de este principio tiene riesgos. Cuando hospitales o servicios de emergencia están a cargo de gestores colocados únicamente por conveniencia, cuota o fidelidad al partido, la falta de credenciales puede acabar en listas de espera interminables, accionistas arruinados y, en el peor de los casos, muertes evitables.
La política española está lejos de ser meritocrática. De entrada, no hay una idea clara de qué debe considerarse un mérito en política ni cómo identificarlo de forma fiable. Deberían contar la experiencia institucional y la capacidad de gestión, como las de Angela Merkel; y también la estrategia y la intuición, como las de Tony Blair, aunque sean más difíciles de objetivar. Lo que resulta evidente es que el sistema de selección de los partidos, basado en lógicas de fidelidad, jerarquía y escasa competencia, no filtra tanto el mérito como la obediencia y la capacidad de encajar sin hacer sombra. ¡Ni siquiera se molestan en verificar los currículos! En Singapur seguramente se hayan pasado de frenada: buena parte de su élite política procede del funcionariado, tras superar procesos de selección tan exigentes que recuerdan a aquellos exámenes imperiales chinos en los que los aspirantes debían memorizar miles de caracteres del corpus de Confucio. No se trata, claro, de importar esa meritocracia caligráfica. Pero debería haber un punto intermedio entre ese rigor extremo y el bochorno de ver a una ministra de Universidades restar importancia a los títulos académicos, como si no dirigiera el mismo ministerio que les otorga validez, y a un paso de decir que lo importante es lo aprendido en la universidad de la vida. El mérito no puede ser lo que el partido decide que es en cada momento para salvar a quien toque.
Luego está la premisa incómoda pero funcional del ideal meritocrático: está justificado pagar más a los más capaces, aunque genere desigualdades, porque ello redunda en beneficios colectivos; en política: una gestión más eficaz de lo público. En el caso español, esta lógica se tambalea. De entrada, se cobra poco. El presidente del Gobierno gana unos 90.000 euros brutos al año; un consejero delegado del Ibex, una media de 4,5 millones. En esencia, un directivo del sector privado gana en una semana lo que el jefe del Ejecutivo -el directivo más importante del país- en todo un año. La diferencia con otros líderes vecinos también es llamativa: Olaf Scholz cobra unos 362.000 euros; Emmanuel Macron, 142.000. Aquello de bajarse el sueldo, tan celebrado en tiempos de la nueva política, tiene un efecto perverso: espanta a quienes tienen opciones mejor remuneradas y deja vía libre a perfiles más bajos dependientes del aparato. El dinero importa. Una obviedad que un estudio sobre alcaldías en Italia pudo cuantificar: subir un 30% el sueldo atrajo a candidatos con más formación y experiencia. Pero los sueldos de élite no son para gestiones de tercera. Y ahí entra el bucle español: se paga poco, se atrae poco talento, se gobierna regular y, con esos resultados, nadie quiere pagar más. Y así, otra legislatura. Y otra.
La política debería ser una vía de ascenso social para el talento con vocación pública, no un refugio para apparátchiks sin plan B. Alguien dirá que la democracia consiste en que cualquiera pueda gobernar, también ellos. Pero eso solo evidencia la tensión entre la democracia, que busca incluir, y la meritocracia, que aspira a seleccionar. Al amparo del principio de un hombre, un voto, han llegado al poder líderes tan poco meritorios como Silvio Berlusconi o Rodrigo Duterte, y otros tantos sin las credenciales técnicas, institucionales o éticas que exige un gobierno responsable. Es una tensión difícil de resolver, pero puede atenuarse si entre quienes optan al poder están también los mejor preparados, si el sistema no los expulsa y si ellos aún ven la política como lo que debería ser: un oficio noble al servicio de los demás.