Diario del Derecho. Edición de 11/08/2025
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El altar y el trono; por Germán M. Teruel Lozano, profesor de Derecho Constitucional

11/08/2025
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El día 11 de agosto de 2025 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Germán M. Teruel Lozano en el cual el autor opina que en una democracia aconfesional no puede apelarse a una identidad vinculada a un concreto credo que deba ser especialmente tutelado por los poderes públicos, lo que supone una discriminación indirecta para los demás y una suerte de “estatalización” de aquella religión señalada como nacional o propia.

EL ALTAR Y EL TRONO

Se prohibirán aquellas conmemoraciones “ajenas a nuestras tradiciones, por tratarse de prácticas incompatibles con la identidad y usos y costumbres de la nación” y se impedirá “la consolidación de prácticas culturales foráneas que no forman parte de la tradición [] y que inciden sobre la cohesión social, generando tensiones y conflictos internos, desarraigo y erosión de la identidad nacional”. Estos fragmentos podrían ser extractos de una de las arengas de Putin a la nación rusa, cuya identidad basada en la tradición, la familia y la religión ortodoxa se dice amenazada por los perversos valores de las democracias liberales. O podrían ser parte de una prédica del presidente turco Erdogan en su afán por reconstruir Turquía sobre la base de un nacionalismo religioso alejado del secularismo sobre el que Atatürk fundó hace más de un siglo el Estado turco moderno. Incluso, podríamos buscar estos pasajes en alguna de las soflamas de los Apostólicos que recogió Galdós en los Episodios Nacionales.

Sin embargo, aunque las citas con las que he comenzado guardan notable similitud con cualquiera de estos ejemplos, su origen es mucho más cercano en el tiempo y en el espacio. Se trata de extractos de la moción presentada por Vox en el Ayuntamiento del municipio murciano de Jumilla con título: “Sobre la defensa de los usos y costumbres del pueblo español frente a las prácticas culturales foráneas, como la Fiesta del Cordero”. Su aprobación, tras una sustancial enmienda propuesta por el Partido Popular, ha dado lugar a una importante polémica con relevancia constitucional sobre la relación entre poder público y religión, que encuentra como telón de fondo el intento de situar como fuente de legitimidad política una idea de identidad nacional fundada en la tradición y en la propia religión. Serían, por ello, varios los niveles de análisis que conviene abordar.

En primer lugar, el puramente constitucional. No cabe duda de que la moción planteada por Vox resultaba a todas luces inconstitucional. La Constitución española en su artículo 16 reconoce la libertad religiosa y de culto y, al mismo tiempo, establece la aconfesionalidad del Estado. Ahora bien, no incurre en un laicismo beligerante, sino todo lo contrario, predica que los poderes públicos deberán tener en cuenta “las creencias religiosas de la sociedad española” y, en consecuencia, colaborarán con las distintas confesiones, con mención particular a la Iglesia Católica, habida cuenta de su singular arraigo. Por tanto, supone una discriminación intolerable constitucionalmente instar a prohibir manifestaciones religiosas por considerarlas foráneas. Incluso, la versión edulcorada finalmente aprobada con el voto de PP y de Vox que se limita a promover “actividades, campañas y propuestas culturales que defiendan nuestra identidad y protejan los valores y manifestaciones religiosas tradicionales en nuestro país” también plantea a mi juicio problemas desde el prisma constitucional. En una democracia aconfesional no puede apelarse a una identidad vinculada a un concreto credo que deba ser especialmente tutelado por los poderes públicos, lo que supone una discriminación indirecta para los demás y una suerte de “estatalización” de aquella religión señalada como nacional o propia. De hecho, lo que deben hacer los poderes públicos es colaborar con todas las confesiones para facilitar el ejercicio de la libertad de culto de los individuos, olvidándonos de esencias patrias o, como invoca la exposición de motivos de la moción, de tradiciones que configuran “el ethos del pueblo”.

Es cierto que el problema podría parecer menor en tanto en cuanto estamos ante una mera declaración política que a priori no tiene efectos jurídicos. Algo que, todo sea dicho, durante el procés no evitó que el Tribunal Constitucional anulara mociones del Parlamento catalán también carentes de eficacia normativa. La única cuestión que podría tener trascendencia normativa es la segunda parte de la moción, que propone restringir los espacios deportivos a ese exclusivo uso, excluyendo otras actividades sociales, culturales o religiosas. Aquí no hay ninguna objeción constitucional, aunque cabe plantearse si tiene sentido limitar drásticamente el uso de estos espacios que normalmente cumplen con funciones polivalentes, sobre todo en pequeños municipios.

En cualquier caso, lo grave de la cuestión no se encuentra tanto en la trascendencia jurídica del hecho como en su significación política. Venimos de un verano donde una concreta agresión cometida por un inmigrante, que merecerá el correspondiente castigo penal, fue usada políticamente para alimentar la xenofobia, con discursos que invocaban una suerte de guerra de civilizaciones y llamaban a una especie de Reconquista 2.0. Ahora, una celebración que transcurre con normalidad en miles de pueblos de nuestro país, como es la Fiesta del Cordero, se presenta como una fuente de “tensiones y de conflictos”. Lo que hay detrás de esta moción no son exigencias lógicas de salubridad o de respeto al bienestar animal, sino un discurso excluyente puramente identitario que es el que en realidad envenena, generando un clima de hostilidad incompatible para la convivencia pacífica.

Porque, en democracia, es “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás” aquello que constituye el “fundamento del orden político y de la paz social”, como reza el art. 10 de nuestra Constitución. Nuestra identidad como españoles y como europeos se expresa en los valores que encontramos en el art. 2 del Tratado de la Unión Europea o en el art. 1 de la Constitución que invocan los ideales de libertad, igualdad y no discriminación, justicia, tolerancia, solidaridad, pluralismo No en tradiciones ni en credos religiosos por mucho arraigo que tengan y por mucho que los estimemos como un patrimonio cultural que nos enriquece.

De ahí que, en un segundo nivel de análisis de índole político-democrática, esta anécdota local deje algo muy claro: Vox y los partidos que integran su familia política de Patriotas por Europa tienen un programa con propuestas antisistema, contrarias al orden democrático liberal de convivencia. Como otrora hiciera el Podemos más radical, hoy estos partidos ya apelan directamente al “reseteo” de Europa y de la democracia del 78 y cada vez es más común escuchar en la órbita de los mismos menosprecios a la Constitución por no preservar la constitución interna o histórica de España.

Tempranamente lo advirtió el profesor Víctor Vázquez: estamos ante un partido “nacionalista anti-nacional”. Es decir, un partido cuyo discurso propugna un nacionalismo de esencias y tradiciones, invocando unas “verdades madre” para sustentar la estabilidad social y configurar la identidad nacional, secuela de un reaccionarismo histórico que se enfrenta al ideal de nación constitucional construida sobre una comunidad de individuos libres e iguales.

En definitiva, observamos cómo vuelve la dialéctica del altar y el trono y aquellos que permanecemos fieles a la democracia del 78, parafraseando a Galdós, seríamos “más masones que Caifás y más liberales que Caín”. Una realidad que, como tuve ocasión de exponer en estas páginas, debería prevenir de cualquier connivencia política con estos partidos populistas e iliberales, sean del color que sean.

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