EL ‘CASO MONTORO’ Y EL NEGOCIO DEL CONFLICTO DE INTERESES
El último escándalo de corrupción institucional que hemos conocido (por ahora) se refiere a las andanzas del ex ministro de Hacienda Cristóbal Montoro y de la consultora/despacho que fundó después de salir del Gobierno de José María Aznar en 2004 con el nombre de Montoro y Asociados Asesores S. L., del que fue presidente hasta abril de 2008. En 2011, Montoro se incorporó al nuevo Gobierno de Mariano Rajoy, también al frente de Hacienda. El ministro había vendido sus participaciones con anterioridad, en el mismo año 2008, y el despacho pasó a denominarse Equipo Económico. Cabe pensar que esa desvinculación fue más formal que real, a la vista del precio de venta y de las personas (muy próximas) a las que se transmitió la empresa.
En todo caso, como ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro era el jefe de todos los altos cargos de Hacienda con los que su antiguo despacho iba a hacer lobby (según ellos) o tráfico de influencias (según el sentir general) en beneficio de sus clientes, muchas empresas que veían muy razonablemente la enorme capacidad de influencia que tenía un despacho construido con estos mimbres y que estaban dispuestas a pagar generosamente por sus servicios. Y que en muchos casos consiguieron lo que querían: modificaciones normativas que les eran muy favorables.
Pues bien, más allá de la investigación penal en curso -y recordemos que una investigación penal no está más que para investigar la comisión de posibles delitos y no para resolver problemas estructurales de corrupción institucional, dado que la verdad judicial nunca coincide del todo con la verdad-, lo cierto es que esta mera descripción de los hechos ya debería haber hecho saltar algunas alarmas, al menos en el entorno de la Oficina de Conflicto de Intereses. La definición del conflicto de interés se encuentra en el artículo 11 de la Ley 3/2015, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado. No les aburriré con definiciones legales, pero se trata básicamente de no usar un cargo público para conseguir un interés particular en detrimento de los intereses generales. Otra cosa es que este precepto, como tantos otros de nuestras leyes, se cumpla: y es que el negocio del conflicto de interés en España es un gran negocio. Las redes clientelares viven, esencialmente, del conflicto de intereses.
En ese sentido, no es casualidad que el órgano encargado de velar por que no se produzcan (la Oficina de Conflictos de Intereses) sea un órgano infradotado, con poco presupuesto y sin ninguna independencia, dependiente jerárquicamente del ministerio de turno (hoy es el de Transformación Digital y Función Pública). Su directora lleva en el puesto desde la creación de la Oficina. Dada la rotación tradicional de los altos cargos cuando hay cambios de Gobierno, llama la atención tanta estabilidad. Mi opinión personal es que la Oficina sencillamente es irrelevante, pese al esfuerzo de unos pocos funcionarios que intentan hacer bien su trabajo.
Tampoco es casualidad que, pese a los continuos recordatorios de los organismos internacionales especializados en la lucha contra la corrupción (empezando por el ya famoso GRECO, Grupo de Estados Europeos contra la Corrupción), sigamos sin regular el lobby. También la Unión Europea nos lo recuerda periódicamente en sus Informes sobre el Estado de Derecho, en el apartado de lucha contra la corrupción, donde los avances son inexistentes. Pero es que también el negocio del lobby alegal, o mejor dicho salvaje (si me permiten la expresión), es muy lucrativo.
De hecho, es interesante comprobar cómo los anteproyectos o incluso los proyectos para regularlos siempre decaen con las legislaturas y no llegan a salir adelante. Ahora mismo hay uno en el Congreso, con el bonito nombre de Proyecto de ley de transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés. Que, por cierto, encomienda velar por su cumplimiento a sí, lo han adivinado: la Oficina de Conflicto de Intereses. Tampoco les sorprenderá saber que no se consideran grupos de interés los partidos políticos ni las organizaciones sindicales y empresariales en el ejercicio de sus funciones constitucionales. De ahí que, aunque se apruebe, podamos ser razonablemente escépticos acerca de su cumplimiento efectivo y de la mejora que pueda suponer para la lucha contra la corrupción.
Lo que en todo caso interesa destacar es que hasta ahora la prioridad de los grandes partidos no ha sido precisamente la de establecer una regulación que, al menos, dote a la profesión de lobista de una cierta transparencia, en particular en relación con la huella normativa (de dónde proceden las normas, para entendernos), las reuniones y las agendas y, por supuesto, la financiación. La regulación no acabaría con el clientelismo y la corrupción de golpe, pero desde luego algo ayudaría. Y, ya puestos, podría establecerse también algún tipo de limitaciones en relación con las puertas giratorias y, en concreto, con los altos funcionarios a los que no afecta la Ley de Incompatibilidades por no ser altos cargos. Para entendernos, los inspectores de Hacienda, abogados del Estado o técnicos comerciales, que pueden pasar de la noche a la mañana del ministerio a un despacho o a una empresa de lobby.
Mención aparte merecen los altos cargos que tan dóciles se mostraron con las directrices de su ministro y de los miembros de Equipo Económico, algunos de ellos compañeros de Montoro y altos cargos suyos en el Gobierno anterior del PP. Sorprende que funcionarios de carrera, por mucho que hayan sido nombrados por libre designación y puedan ser cesados libremente, se puedan prestar a ciertas conductas que, sean o no delictivas, al menos muy ejemplares no resultan. Incluso se investigan filtraciones de datos de Hacienda al ministro para uso político, que son conductas muy graves en cualquier funcionario de a pie, pero que, al parecer, un alto cargo puede protagonizar sin que salte ni una sola de las alarmas que existen al efecto.
Por último, hay que señalar que, como ocurre en todos los supuestos de corrupción institucional -hay dónde elegir-, no saltó ninguna alarma preventiva en ningún sitio. Como siempre, todo el mundo lo sabía, pero nadie investigó nada ni denunció nada. Por si lo desconocen, hay un Servicio de Auditoría Interna en la Agencia Estatal de la Administración Tributaria. Pero a lo mejor no es buena idea denunciar a los jefes, dado que quien dirige ese servicio es una persona que esos jefes han nombrado.
En conclusión, parece que estamos ante una manifestación más de la patrimonialización de lo público en beneficio político o personal de unos cuantos, en beneficio de redes clientelares que, creadas por políticos o expolíticos, se extienden hasta el corazón de las administraciones públicas. En este caso, nada menos que hasta un buque insignia y supuesto referente del buen hacer profesional, lo que resulta particularmente desalentador.