LEÓN XIV Y LA LIBERTAD DE PRENSA
“Sólo los pueblos informados pueden tomar decisiones libres”. Esto es lo que dijo el Papa León XIV ante casi 5.000 periodistas reunidos en el aula Pablo VI del Vaticano. En el encuentro, celebrado hace unos días, el Pontífice manifestó la solidaridad de la Iglesia con los “periodistas encarcelados por haber buscado y relatado la verdad”. Al final de su intervención, con la sala en silencio y en un tono claro y sereno, recordó la necesidad de custodiar el valioso bien de la libertad de expresión e hizo una llamada a la conciencia de la comunidad internacional.
Al oír al Santo Padre, bien podría decirse que la libertad de prensa cuenta con la mejor de las “bendiciones” y, aunque cabe temer que su mensaje pueda caer en saco roto, las edificantes palabras de Su Santidad invitan a varias reflexiones.
Una es que en el mundo puede haber -y de hecho las hay- democracias de diferentes calidades, mejores y peores, plenas y raquíticas, pero tan cierto es que sin medios de comunicación libres una democracia vive en permanente riesgo. La libertad de expresión no es un derecho exclusivo de los periodistas. Es, sobre todas las cosas, un derecho humano esencial en el que se asienta. No basta, pues, con la existencia de medios de comunicación diversos e independientes, sino que es preciso que sean la voz de los ciudadanos.
Otra, la segunda, es que hoy, más que nunca, resulta necesario que el periodismo se distancie del poder político, del económico y de las propias tentaciones de dominio, una convicción que lleva a establecer fronteras infranqueables. Nada más peligroso para una democracia que los medios de comunicación se desnaturalicen y sirvan intereses ajenos a su misión de ser vehículos del pensamiento. Porque, a fuerza de ser sinceros, hemos de reconocer que en el ámbito de la política son muchos los que piensan que al periodismo se le puede reducir al silencio, que al periodismo se le puede comprar y vender, que al periodismo se le puede implicar en amorales tejemanejes o chanchullos, que al periodismo se le puede poner una sábana de fantasma y tratársele de marioneta.
Desde hace años, el 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa según proclamó en 1993 la Asamblea General de Naciones Unidas, la Asociación de Medios de Información (AMI) publica un anuncio que lleva por título ‘Creemos en el periodismo’. La frase advierte a los periodistas de que, si quieren que la gente confíe en ellos, han de ser dueños de sí mismos para expresar lo que ven y piensan. Al enunciado se acompañan eslóganes como ‘La verdad es valiente’ o ‘La verdad es incómoda’, dos mensajes que hoy están de rabiosa actualidad ante la obsesión del presidente del Gobierno de acabar con los medios de comunicación que, a su juicio, le son hostiles y que es una señal, otra más, de la degradación de las democracias dispuestas a sacrificar los derechos a expresar y difundir libremente las ideas y opiniones y comunicar o recibir libremente información veraz. Una actitud, la de censurar y atacar a la prensa, que recuerdan la Ley de Defensa de la República de 1931, que castigaba la publicación de noticias que fueran “una agresión contra el nuevo orden”.
Sólo en la sociedad abierta existen periodistas libres. Nunca en una sociedad cerrada se dará un periodismo independiente. En la primera, la contribución más importante del periodista es contar la verdad y luchar contra la mentira. El periodista es, a un tiempo, la vista, los oídos y la boca de la sociedad. Por eso, toda dictadura se ve obligada a cegar sus ojos, a taponar sus oídos y a sellar sus labios. Y, precisamente por eso, en sentido opuesto, es imprescindible que el periodista escriba la verdad según su leal saber y entender.
Siempre me pareció que el periodismo consiste en contar lo que sucede y hacerlo para servir a los demás, lo cual significa que el periodista no puede ponerse al servicio de la nada como sinónimo de estar al servicio del poder, de la esperanza o del miedo, pues, a la larga, es algo que implica la negación del todo. El mesurado Alexis de Tocqueville pensaba que quien busca en la libertad algo que no fuere la libertad misma había nacido para esclavo. En la libertad no caben los espejismos ni los señuelos y no hay mayor siervo que quien se tiene por libre sin serlo. La libertad misma determina la libertad de palabra, aunque para algunos esto de la libertad de expresión, hablada o escrita, es algo así como una úlcera que no es grave, pero sí fastidiosa y que encima no se cura con psicoterapia. “Si tuviera que decidir entre un país con gobierno y sin periódicos y un país con periódicos pero sin gobierno, no vacilaría un momento en optar por la segunda alternativa” es lo que Thomas Jefferson escribió a un amigo en 1787, año que fue aprobada la Constitución de los Estados Unidos, en cuya Primera Enmienda, inspirada en Stuart Mill, se lee que “el Congreso no hará leyes limitando la libertad de expresión”. Éste es el marco desde el que hay que examinar la tarea y la responsabilidad de la prensa: servir a los gobernados, no a los gobernantes. Un periodismo realmente comprometido es aquél que se jura honradez consigo mismo y con sus lectores. La obediencia a quienes mandan no es más que una moneda que paga con otra moneda y no merece más respeto que el que se tiene al mono de circo que actúa con reflejos condicionados.
Porque si hay algo que debe calificar al periodismo es ser leal y honesto, dos adjetivos que, lamentablemente y a marchas forzadas, van perdiendo valor y sentido. Leal quiere decir que guarda a personas o cosas la debida fidelidad. En derecho, vale por legal. Honesto equivale a decente, razonable, justo, honrado. Consciente de la responsabilidad que el periodismo tiene en sus manos y con el espíritu del que Max Weber habla en su obra ‘El político y el científico’, en el trabajo periodístico la diafanidad ha de ir acompañada de la información correctamente establecida, entendida como aquella que propende a la verdad.
“Una prensa libre y responsable es el mejor instrumento para educar la mente del hombre y mejorarla como ser racional, moral y social”, rubricó el Pontífice su reunión con los periodistas. O sea, lo mismo que pensaba su dilecto san Agustín cuando decía aquello (Sermones 344, 4) de que la verdadera libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana, sino en hacer lo que debemos hacer porque nos da la gana. Se trata de un dogma incontestable. No hay norma que obligue a un periodista a depender de nadie.
Y lo mismo, también, que el Rey Felipe VI afirmó el 18 de noviembre de 2020 en la entrega del premio Francisco Cerecedo al periodista Vicente Vallés, al preguntarse “qué quedaría de la libertad y de la democracia si los medios dejarán de cumplir su función” y resaltar como cualidades básicas del buen periodista la independencia, la reflexión, la mesura, la profundidad, el espíritu crítico y la capacidad de incomodar desde la neutralidad.
León XIV, que cumplirá 70 años el próximo 14 de septiembre, es un Papa joven. La juventud no reside en las arterias, sino en el espíritu. Después de leer las palabras pronunciadas en el primer encuentro con periodistas, conocer parte de su biografía y escuchar la homilía que ofreció en la misa de su coronación, me atrevo a escribir que el suyo se corresponde con ese estado de vida que le hace un Papa prudente y cabal en quien confiar porque, con él, la Iglesia católica se identifica con las ideas básicas de libertad, justicia e igualdad.
El ciudadano de una democracia occidental mínimamente operativa cuenta con suficientes criterios de valoración para juzgar el estado de su país y sacar sus conclusiones. La libertad de prensa, la participación política y el debate social permiten la creación de una opinión pública que, ante todo, es un signo de identidad de la democracia, entendida como un mecanismo de control y juicio sobre el ejercicio de los poderes constitucionales. Desde esta perspectiva, puede decirse que la opinión de los españoles, recogida en un macroestudio de GAD3 ofrecido por ABC a sus lectores durante este fin de semana, refleja el estado de una legislatura completamente agotada.
Solo la inercia de unos apoyos mercantilizados de los socios nacionalistas mantiene a Pedro Sánchez en el poder, sometido el presidente del Gobierno de España a una debilidad evidente de manera que los aliados parlamentarios tiran y aflojan de la cuerda que le mantiene maniatado. Van para un centenar las derrotas parlamentarias que los socialistas vienen cosechando en el Congreso. Fuera de este resultado meramente aritmético, los españoles muestran preocupación y hastío, pero también una capacidad de discernimiento sobre las responsabilidades políticas y lo que esperan del Ejecutivo y de la oposición.
Ahora bien, entre los numerosos y detallados datos del estudio de GAD3, destaca un juicio ciudadano muy crítico con el balance de los últimos cinco años de gobierno, porque los grandes parámetros de la confianza ciudadana han empeorado significativamente. La percepción de los españoles que refleja el barómetro sobre vivienda, empleo, servicios públicos, seguridad ciudadana, transparencia y lucha contra la corrupción, imagen exterior y situación política es muy negativa. La situación económica tampoco se libra de un juicio mayoritariamente adverso, si bien no recibe la peor de las valoraciones ciudadanas, sea fruto de la política de subvenciones o de un sentimiento real de mejora, que no resultaría muy coherente con la preocupación muy extendida por el empleo, donde España sigue encabezando el paro de manera destacada entre los Veintisiete.
Ese discernimiento ciudadano, que descalifica los análisis simplistas sobre la evolución de la opinión pública, se muestra claramente en el capítulo de responsabilidades políticas. Los encuestados no dudan en responsabilizar al Gobierno central por la gestión de los fallos en la red ferroviaria, de la situación en el aeropuerto de Barajas o de los escándalos de corrupción, pero en el caso de la dana señalan con igual contundencia al Ejecutivo valenciano de Carlos Mazón. Por su parte, Sánchez no tiene la comprensión de los ciudadanos, quienes no dudan, por abrumadora mayoría, de que conocía las irregularidades en la contratación de su hermano por la Diputación de Badajoz. El reproche al PSOE y al Gobierno se mantiene por el aforamiento del extremeño Miguel Ángel Gallardo (maniobra sospechosa de ser un fraude de ley), por las críticas a los jueces vertidas por ministros y diputados del Grupo Socialista y, últimamente, por el caso de la ‘fontanera’ Leire Díez, que urdía operaciones contra la unidad de la Guardia Civil que, con mandato judicial, investiga al entorno de Sánchez y a pilares fundamentales del sanchismo, como es el caso del exministro José Luis Ábalos. La conclusión es que el 86 por ciento de los ciudadanos reclaman responsabilidades políticas por los escándalos de corrupción que cercan a Ferraz y Moncloa. Para un Gobierno que nació bajo el eslogan de la regeneración ética frente a la corrupción del Partido Popular, este veredicto ciudadanos es una condena política.
La consecuencia de este conjunto de valoraciones es que la polarización de bloques está asentada en la sociedad española y que se ha consolidado una clara mayoría por el cambio político, en la medida en que el sondeo señala que la suma de Partido Popular, Vox y Unión del Pueblo Navarro alcanzaría los 194 diputados, frente a los 171 de hace dos años, mientras la de PSOE, Sumar y Podemos quedaría en 126, por los 152 de las últimas elecciones generales, que unidos a los de los socios nacionalistas le facilitaron entonces a Sánchez un nuevo mandato en La Moncloa. Una diferencia de 42 escaños que, a estas alturas del mandato y con un horizonte aún peor para el Gobierno, parece difícilmente reversible.