LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE EUROPA
El 75.º aniversario de la Declaración Schuman se celebra en un contexto extraordinariamente crítico en el que la Unión Europea se enfrenta a amenazas existenciales inéditas. Al expansionismo criminal ruso se suma el abandono por parte de Estados Unidos de los principios del orden internacional liberal. En este peligroso escenario resulta oportuno, por un lado, hacer un balance del indiscutible éxito que ha supuesto el proceso de integración supranacional europea y, por otro, advertir la necesidad de dar un salto cualitativo para poder preservar los logros alcanzados.
La integración europea arrancó en 1950 con la puesta en marcha de la primera de las Comunidades Europeas. El 9 de mayo de ese año, el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Robert Schuman propuso a Alemania, su secular enemigo, y al resto de países europeos interesados, la puesta en común de sus producciones de carbón y acero como primer paso para la creación de “una federación europea imprescindible para la preservación de la paz”, ya que la experiencia mostraba que “no hubo Europa y tuvimos la guerra”. La Declaración Schuman sentó las bases del método comunitario, esto es la utilización progresiva de instrumentos de integración económica para obtener logros políticos. Fue así como nació en 1951 mediante el Tratado de París, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA).
Pocos años después, en 1957, en la Sala de los Horacios y Curiacios del Palacio de los Conservadores, erigido en la Plaza que Miguel Ángel diseñara en 1536 sobre la colina del Capitolio -un lugar de singular trascendencia para la civilización occidental- tuvo lugar la firma del Tratado de Roma. Nacía así la Comunidad Económica Europea (CEE), hoy Unión Europea. Se iniciaba una nueva etapa en la Historia de Europa. Las guerras civiles europeas que habían ensangrentado el continente quedaban atrás. Constituiría un formidable ejercicio de falsificación de la realidad y de la historia el pretender negar que las siete décadas transcurridas desde esa fecha fundacional han sido un éxito en términos de paz, libertad y cohesión económica y social.
Los Tratados se configuraron como los primeros pasos de un proceso de largo alcance cuyo objetivo último era la unidad política de Europa. Se trataba de un proyecto único en la historia. En el pasado todos los intentos de lograr la unidad continental se habían basado en la fuerza. A diferencia de aquellos, el proceso iniciado en 1950 pretendía lograr la unidad de forma pacífica y a través del Derecho. Entroncando con la idea kelseniana de “la paz a través del derecho”, el Derecho iba a ser el medio para lograr la paz en Europa, que se configura ante todo como una “comunidad de Derecho”. El mercado común y el comercio son los otros medios para lograr la unidad.
El Derecho era el instrumento para forjar la unidad, pero hacía falta una técnica. La técnica la encontraron los padres fundadores en el federalismo. Una técnica que permitía a partir de entidades estatales construir una unidad más amplia. Ahora bien, el federalismo era la última fase o etapa del proyecto. Su consecución debía llevarse a cabo a través de una política de pequeños pasos (funcionalismo). De lo que se trataba -en términos jurídico-políticos- era de ir transfiriendo a las instituciones europeas competencias estatales sobre diversas materias, y de esta forma limitar la soberanía de los estados. El objetivo último era alumbrar una comunidad política supranacional.
En este sentido conviene recordar que los tres dirigentes de los Estados fundadores más importantes de las Comunidades Europeas (Francia, Alemania e Italia) presentaban tres características comunes que no siempre han sido suficientemente destacadas. Generacionalmente, habían vivido dos guerras mundiales. Geográficamente, pertenecían a las regiones limítrofes de sus respectivos países: Konrad Adenauer era de Renania y Robert Schuman, de la Lorena incorporada en 1871 al Imperio Alemán. Alcide de Gasperi del Trentino (al nordeste de Italia), nació y pasó parte de su vida adulta en el Imperio austrohúngaro. Políticamente, los tres se alineaban con la democracia cristiana. Estas tres notas explican y definen el significado último del proceso de integración europea del que son padres fundadores. La experiencia vital de la guerra, así como su procedencia territorial de regiones limítrofes con identidades múltiples y fronteras mutables y, finalmente, su catolicismo (cuyo universalismo trasciende los moldes nacionales), les permitió renunciar tanto a la “ideología de la nación” como a su corolario dogmático: el “principio de soberanía nacional” y alumbrar una nueva forma de comunidad política supranacional. El objetivo último de estos grandes estadistas era la preservación de la civilización europea como tal. Ahora bien, de la misma forma que la otra gran conquista civilizatoria de aquella época -el Estado social- el proyecto europeo debía sustentarse en una base social y política mucho más amplia. Por ello junto a las fuerzas políticas identificadas con la democracia cristiana, los partidos socialdemócratas han constituido el otro pilar político-ideológico fundamental del proceso de integración. La socialdemocracia por su naturaleza internacionalista y su identificación con los ideales cosmopolitas de la Ilustración hizo suyo también este gran proyecto civilizatorio, y a ella pertenecen algunos de los políticos europeístas más destacados (desde Felipe González hasta Jacques Delors pasando por Helmut Schmidt).
En definitiva, la integración europea no es un proyecto meramente mercantilista y burocrático -como falsamente denuncian sus detractores-, sino un proyecto eminentemente político que se fundamenta en los principios y valores del constitucionalismo (libertad, democracia y Estado de derecho). La Unión Europea resulta hoy imprescindible no solo para que los Estados puedan hacer frente a la globalización, sino también para garantizar la supervivencia de la democracia en el continente. Ningún Estado europeo está en condiciones de hacer frente por sí solo a los desafíos de un mundo globalizado (control de los mercados financieros, prevención y lucha contra el terrorismo y crimen organizado, cambio climático, ciberseguridad, envejecimiento demográfico, inmigración, etc.). Y tampoco ningún país de forma aislada podrá garantizar su libertad y preservar su democracia ante el riesgo existencial que supone el expansionismo ruso y la marea populista iliberal impulsada por Putin y por Trump (con la complicidad de pujantes fuerzas de extrema derecha y extrema izquierda en varios países europeos).
Ahora bien, el estadio en que se encuentra el proceso de integración resulta insuficiente y disfuncional para afrontar los desafíos actuales. Es urgente realizar un avance sustancial en el ámbito de la política exterior y de defensa. La exigencia de toma de decisiones por unanimidad en estos campos condena a la Unión a la parálisis. La fragmentación de las industrias de defensa y de las Fuerzas Armadas dificulta la creación de una potencia militar capaz de disuadir ulteriores agresiones rusas. En ese contexto, resulta imprescindible retomar la creación de una Comunidad Europea de Defensa (abortada por Francia en 1954) con competencia para desarrollar una política industrial militar común, e impulsar una política defensiva también común, y en la que las decisiones se adopten por mayoría, se establezca un mando militar operativo único, y se garantice la interoperabilidad de las fuerzas armadas nacionales. La cesión de las competencias en materia de defensa supondrá por parte de los Estados la renuncia a una soberanía meramente formal para lograr una verdadera soberanía material -como ocurrió con la creación del euro- que nos permita a los europeos seguir siendo dueños de nuestro destino colectivo.
La configuración de este gran espacio europeo de decisión (Carl Schmitt) es la única posibilidad realmente existente de preservar nuestra civilización, esto es, la libertad. Es la hora de la decisión. La inercia conduce al suicidio.