¿UN TRIBUNAL PARA LA CONSTITUCIÓN?
Un Tribunal para la Constitución fue el título que eligieron los profesores Miguel Beltrán y Daniel Sarmiento para un documental que dirigieron sobre los orígenes de nuestro Tribunal Constitucional. La tesis que brota a lo largo de una multitud de entrevistas a algunos de los protagonistas de aquel primer tribunal es que este órgano capital se logró ganar la credibilidad como coronación a nuestro recién estrenado Estado constitucional. El intérprete supremo de nuestra Constitución dio vida a la misma y, sentencia a sentencia, consiguió que la Norma Fundamental que nos habíamos dado fuera calando en la comunidad jurídica y en la propia sociedad. Un logro que se alcanzó, en buena medida, gracias a aquella generación de insignes juristas que lo integraron (no sólo como magistrados, sino también en el cuerpo de letrados).
Sin embargo, 45 años después de aquellos orígenes, tengo que situar entre interrogantes aquel título. ¿Es hoy el Constitucional un tribunal a la altura de nuestra Constitución? Mi impresión es que cada vez menos. Si la Constitución española nació como una Constitución integradora, de consenso, que se erigió en garantía jurídica para sostener la convivencia democrática; en la actualidad, el Tribunal Constitucional nos está dejando una Constitución meramente nominal, inerte (que es algo distinto a deferente) frente a las pulsiones de las mayorías políticas coyunturales, y sesgada ideológicamente. Me barrunto si eso que se ha querido llamar lecturas “constructivistas” no servirán más bien a fines de deconstrucción de nuestro modelo constitucional, y si el ideal de Constitución abierta no se está malogrando a fuer de aplicarlo como una suerte de embudo, que achica o agranda el terreno de juego político según interesa al intérprete de nuestra Constitución.
El ejemplo más trágico lo encontramos, seguramente, con la sentencia de la Ley de Amnistía. Como adelantó el profesor Cruz Villalón, presidente emérito de nuestro Tribunal Constitucional, este proceso constitucional iba a poner a prueba la capacidad del tribunal para sustituir “la polarización por la integración”. La prueba, como sabemos, la ha suspendido estrepitosamente. Esta amnistía ha recibido el plácet de un tribunal fragmentado ideológicamente (o, por mejor decir, dividido en dos bloques donde los magistrados se han alineado con las tesis propugnadas por aquellos que los nombraron) y sin que haya habido una auténtica deliberación, como prueba la casi plena asunción de la ponencia original. El decisionismo basado en premisas partidistas parece haber sustituido a la deliberación sobre la base de razones jurídicas, lo que supone un radical alejamiento de aquello que debe ser la justicia constitucional. Porque, como nos enseñó otro magistrado constitucional, en este caso italiano, el profesor Zagrebelsky, el juez constitucional debe encauzar sus decisiones “al consenso sobre la Constitución”, siendo el óptimo que las mismas se alcancen por unanimidad o, cuando menos, por amplias mayorías. Cuando nos encontramos con lo contrario, las consecuencias son demoledoras para el ideal integrador ínsito a toda Constitución democrática, pero especialmente en nuestra Constitución del 78, con la que creíamos haber superado la dialéctica de las dos Españas y nuestra negra tradición de constituciones “de partido”.
Además, esa forma de decidir atendiendo a alineaciones partidistas en asuntos sensibles políticamente, que es cada vez más frecuente en nuestro tribunal, ha terminado por acabar con su credibilidad jurídica, ya que los argumentos que puedan ofrecerse se vislumbran como mero maquillaje del interés político de turno de la facción a la que cada bloque parece representar. La causa de este deterioro podría situarse en la perversión del sistema de nombramiento de nuestros magistrados constitucionales. En Hay Derecho hemos estudiado con datos la creciente politización de los magistrados constitucionales: los magistrados elegidos tienen perfiles cada vez más políticos, con vínculos previos con los partidos que los nombraron. Y, aunque no hemos podido hacer un estudio a fondo de la correlación con la polarización del tribunal, hay signos que parecen acreditar la misma: a mayor politización de sus magistrados, más polarización en sus decisiones.
Más allá, no es sólo el sentido integrador de nuestra Constitución el que se está viendo deteriorado, sino su vocación normativa. De hecho, creo que la mayoría sedicentemente progresista del tribunal que ha apoyado esta sentencia sobre la amnistía ha vaciado de garantías básicas a nuestra Norma Fundamental.
Sin entrar ahora a un análisis de fondo sobre esta sentencia, sí que considero relevante apuntar que admitir una amnistía como esta supone sentar un peligroso precedente en tiempos de populismo iliberal, el cual puede convertir nuestra Constitución en papel mojado. Tengo serias dudas acerca de si el Parlamento tiene facultad para aprobar una Ley de Amnistía sin previsión constitucional. Pero existen razones sólidas e indiscutibles para haber cuestionado la constitucionalidad de esta concreta amnistía. Tal como advirtió la Comisión de Venecia, una decisión de este calado exige una tramitación que responda a unos estándares de calidad democrática con los que esta ley no ha cumplido. Se ha tramitado por vía de urgencia, sin unas amplias mayorías políticas y generando división social Todo ello no son unos vicios procedimentales cualesquiera, sino que determinan la ilegitimidad constitucional de la norma.
Adicionalmente, el Tribunal Constitucional se ha excusado en que la ley responde a un fin legítimo y que no le corresponde al tribunal enjuiciar las motivaciones políticas de sus autores. Un ejercicio de autocontención del tribunal que no puede compartirse. En un proceso constitucional tan singular como éste, el tribunal podía y debería haber entrado a valorar todos aquellos elementos contextuales que permiten apreciar la existencia de una actuación arbitraria del legislador. En concreto, la invocación de que se trata de una autoamnistía incompatible con el Estado de Derecho exige enjuiciar si el legislador incurrió en desviación de poder al alegar un fin legítimo para, en realidad, obtener un beneficio espurio. En este caso, garantizar impunidad a cambio de votos en una investidura. Porque las autoamnistías no son un producto exclusivo de dictaduras, como parece apuntar la sentencia. Lo ha observado con meridiana claridad la Comisión Europea en sus alegaciones ante el Tribunal de Luxemburgo: esta amnistía no responde a un objetivo de interés general y “parece constituir una autoamnistía, por dos motivos. En primer lugar, porque los votos de sus beneficiarios han sido fundamentales para su aprobación en el Parlamento español. En segundo lugar, porque el proyecto de ley es parte de un acuerdo político para lograr la investidura del Gobierno de España. Pues bien, si hay respaldo para considerar que las autoamnistías en las que quien ostenta el poder político pretende blindarse garantizándose su inmunidad jurídica son contrarias al principio del Estado de Derecho, parece que el mismo criterio habría que aplicar cuando quien está en el Gobierno garantiza la impunidad de sus socios a cambio del apoyo parlamentario”.
Añádase que la deferencia que ahora muestra el Tribunal Constitucional hacia el legislador democrático no la ha tenido en recientes sentencias. Así ha ocurrido con sus decisiones sobre el aborto o la eutanasia, donde nuestro Alto Tribunal no sólo ha confirmado la constitucionalidad de estas medidas (lo cual era razonable), sino que ha dado un contenido extensivo a ciertos derechos constitucionales, ignoto en la Constitución y en la jurisprudencia previa, con el que se pretende vedar que, en el futuro, un cambio de correlación de las mayorías políticas pudiera llevar a que se dictaran leyes en sentido contrario. Un ejemplo de activismo judicial donde el carácter abierto de la Constitución queda desdibujado. Lo dicho, un mantra con forma de embudo.
La conclusión, como decía, es que nos encontramos con una Constitución desprotegida y manoseada por quien tendría que ser su ángel custodio. Como antídoto, convendría releer el discurso de don Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, con motivo de su constitución, quien apeló a la “significación integradora” de este órgano, a su sentido en un Estado de Derecho para asegurar la “sumisión de la política al Derecho”, al tiempo que previno frente a “la tentación de hacer del tribunal un órgano político, desvirtuando su auténtica naturaleza”.