TRUMP V. CASA: LAS COMPLEJIDADES DEL SISTEMA JURÍDICO NORTEAMERICANO
A pesar del atractivo ejercido por todo lo norteamericano y en particular su sistema jurídico, desde hace especialmente algunos años, sobre las más recientes generaciones europeas -y, desde luego, las españolas-, con no poca frecuencia se evidencian las tosquedades y deficiencias que persisten en el Derecho norteamericano frente a soluciones asentadas ya en el Derecho continental europeo -o en varias de sus realidades nacionales-, aunque, desde luego, no todo en este sea perfecto precisamente, y menos en algunas de sus derivas de los últimos decenios.
Viene a cuento esta consideración tras la lectura de la reciente sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, del pasado 27 de junio, que estima el recurso interpuesto ante él por el Gobierno del Presidente Trump contra varias decisiones de tribunales federales de distrito y de los correspondientes tribunales de apelación, que habían ordenado la suspensión de la aplicación de la famosa “Orden ejecutiva” -una norma reglamentaria- del Presidente, la 14160, dictada para “Proteger el Significado y Valor de la Ciudadanía Americana”, con la que se ha querido imponer el no reconocimiento de la nacionalidad americana de los nacidos en suelo americano pero de padres no americanos que se encuentren ilegalmente en Estados Unidos -dicho sea sucintamente y sin entrar en las particularidades de los supuestos contemplados-, para hacerlo objeto de las mismas medidas de expulsión que a sus padres. Los representantes de varios afectados acudieron a diversos tribunales de distrito (de primera instancia) y estos, entendiendo que la medida era inconstitucional, por ir contra la cláusula de la ciudadanía de la enmienda XIV (1868), y contraria a la Ley sobre la nacionalidad, de 1940, ordenaron su inaplicación, pero no solo a los concretos litigantes, sino en toda la nación, con una universal injunction.
El Supremo se ha ceñido, estrictamente -como, en principio, ha de hacer cualquier órgano judicial- al alcance del recurso interpuesto por el Gobierno del Presidente, que no impugnó formalmente las decisiones de los tribunales inferiores por entender injustificada su acusación de inconstitucional e ilegal a la Orden ejecutiva en cuestión y ni siquiera por estimar ilegal su suspensión con respecto a los litigantes, sino solamente porque dichos tribunales se habrían excedido en las funciones que les otorga la Ley Judicial de 1789 y la tradición de la “jurisdicción de equidad” que éste les asigna, al extender los efectos de sus decisiones a todos y a todo Estados Unidos, sin limitarlos a los que se hubieran personado como partes en los correspondientes procesos. Y, juzgando esta sola cuestión, 6 de los magistrados del alto Tribunal han resuelto revocar las decisiones judiciales inferiores impugnadas por el Gobierno -siguiendo la “opinión” redactada por la jueza Barret, pero añadiendo también algunos otras opiniones concurrentes para salvaguardar aspectos que consideraban importantes-, mientras que los otros 3 -las otras tres magistradas del Tribunal- han votado en contra, redactando votos particulares (opiniones disidentes), de una lado, la Jueza Sotomayor, a la que se adhirieron en realidad las otras dos, y la Jueza Jackson. Han tratado estas de que el Supremo se saltara los límites de la cuestión que se le había planteado, para, en definitiva, declarar inconstitucional e ilegal la Orden ejecutiva en cuestión, suspenderla y eliminarla, obviamente, a todos los efectos frente a cualquiera.
Todo ello resulta chocante para lo que ya son modos consolidados entre nosotros de combatir la ilegalidad o inconstitucionalidad de medidas normativas del Gobierno.
Si incurren en infracción del ordenamiento jurídico, por ir contra las leyes, la Constitución, los tratados o los principios generales, se puede impugnar tales medidas directamente -ya, con algunas condiciones que más tarde desaparecerían, desde finales de ¡1956! (sí, a mitad de la etapa franquista)-, pero solo ante el Tribunal Supremo, quien, naturalmente, puede hacerlas objeto de suspensión cautelar y luego, en su caso, anularlas frente a todos. También se puede instar ante cualquier tribunal inferior su inaplicación cuando sean relevantes para el caso, o incluso basar un recurso contencioso-administrativo contra un acto de aplicación exclusivamente en la impugnación de su conformidad a Derecho, pero los tribunales distintos del Supremo no pueden en España anularlas, ni tampoco suspenderlas cautelarmente para todos. Esto es algo reservado, como decíamos, al Supremo, con bastante buena lógica.
Y si la razón de considerar contrarias a Derecho a esas disposiciones normativas del Gobierno fuera que se basan en una ley de al menos dudosa constitucionalidad, entonces solo el Tribunal Constitucional podría en España decidir si es así y anularlas en su caso, al tiempo que anulase la norma legislativa inconstitucional correspondiente. En el sistema de control constitucional concentrado en ese especial Tribunal que es el Constitucional, que es el común en los países continentales europeos, no puede ocurrir lo que en Estados Unidos: que cualquier tribunal puede declarar inconstitucional una ley, aunque con limitados efectos para los litigantes porque no puede anularla frente a todos, si no es el Supremo. Ni está previsto en los Estados Unidos que se pueda impugnar directamente una ley por inconstitucional, con independencia de un conflicto en un caso concreto de su aplicación.
No bastan, desde luego, la buena Constitución y las buenas leyes. Hace falta luego que los jueces las hagan cumplir juiciosamente, honradamente, lealmente. Pero, al menos en cuanto a los aspectos aludidos, no podemos quejarnos de la superior racionalidad de nuestro sistema jurídico. Aunque no deja de ser altamente admirable la rigurosa lógica y sólida fundamentación de que hacen gala decisiones del Supremo americano como la que nos ha dado pie a este comentario, y las responsables opiniones, especialmente de las concurrentes que la acompañan. A partir -claro es- de los datos positivos del ordenamiento actual e histórico americano. En el caso comentado llama la atención además el cuidado con el que la opinión de Barret, vocera de la mayoría, replica las alegaciones contrarias de las juezas disidentes, cuyas opiniones -alguna particularmente extensa y apasionadamente política-, se esfuerzan, en cambio, por llevar la cuestión a donde no quiso llevarla precisamente quien instó la decisión del Tribunal, determinando su posible alcance. “Nadie discute que el Ejecutivo está obligado a seguir la ley -ha dicho el Tribunal por la mayoría en este caso - pero el Judicial carece de una autoridad desenfrenada para hacer cumplir esta obligación”, como ya habría evidenciado la mismísima mítica sentencia Marbury v. Madison de 1803. “Observar los límites de la autoridad judicial -incluidos, en lo que aquí importa, los marcados por la Ley Judicial de 1789- viene exigido por el juramento del juez de seguir el Derecho (the law)”. No se puede sino estar plenamente de acuerdo. El problema está en si el diseño del sistema jurídico y judicial no debería evitar algunas serias inconsecuencias, como no deja de apuntarse en la opinión concurrente del juez Kavanaugh en este mismo asunto.