JAURÍAS CONTRA LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA
Aunque María Jesús Montero no suele dejar indiferente, sus palabras sobre la sentencia del caso Alves han cruzado la frontera innegociable que separa una sociedad civilizada del abismo autoritario. Según la vicepresidenta primera, la presunción de inocencia no puede ir por delante de la declaración de una supuesta víctima, cuando es mujer. La doctrina es conocida: “Hermana, yo sí te creo”. Una verdadera enmienda a la totalidad al derecho penal moderno y democrático.
En el año 2001, cuando el jurado popular comunicó su veredicto para el caso del crimen de la joven Rocío Wanninkhof, cometido dos años antes cerca de Mijas (Málaga), y declaró culpable a Dolores Vázquez, los allí presentes (audiencia pública) aplaudieron con fervor. El letrado de la defensa, Pedro Apalategui, reconocía haber infravalorado la fuerza de los juicios paralelos y de la presión mediática, y afirmaba, con razón, que los aplausos y los vítores le retrotrajeron a la Edad Media, cuando la publicidad del castigo era, junto a la arbitrariedad del proceso, la nota predominante.
Dolores Vázquez fue condenada en uno de los mayores despropósitos investigadores y judiciales de nuestra historia reciente, a pesar de la inexistencia de prueba concluyente alguna, empezando por las de ADN, que descartaban su imputabilidad y que, desde luego, resultaban bastante más objetivas que cualquiera de las endebles suposiciones que condujeron a la condena. Ni siquiera fueron indicios sólidos los que llevaron hasta la conclusión incriminatoria, sino una viscosa mezcla de conjeturas y prejuicios.
Pero lo que resultó verdaderamente clave fue el trasfondo de la condena: la imperiosa necesidad social de ofrecer una víctima propiciatoria para una suerte de ceremonial colectivo que conjurase el dolor y el desgarro de una familia destrozada por un crimen horrendo que conmocionó a todos.
A partir de ahí, el consabido juicio paralelo desplegó todos sus inmundos resortes: se apuntó a la ex pareja de la madre de Rocío, Dolores Vázquez, como una mujer “fría y calculadora” que encajaba a la perfección en el patrón hecho a medida de una turba predispuesta a quemar en la pira simbólica (y no tan simbólica) a la elegida.
Tras 519 días en prisión por un delito que no cometió, y por los que nunca fue indemnizada, lo cual confiere la triste medida de lo poco en serio que nos tomamos el Estado de derecho en España, el sino de Dolores Vázquez cambió radicalmente tras el asesinato de otra joven, Sonia Carabantes, en otro municipio malagueño. Las pruebas de ADN encontradas en las escenas de sendos crímenes coincidían y apuntaban a Tony King, un sujeto con un extenso historial delictivo que cumple condena aún hoy por la autoría de hechos tan atroces. Sin embargo, ya nada volvería ser lo mismo para Dolores, cuya vida fue destrozada con publicidad y con un especial celo inquisitorial repleto de estigmas y prejuicios.
Traigo a colación aquel caso no por sus parecidos sustantivos (ninguno) con la reciente absolución de Dani Alves -la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña nos recuerda aquí que las pruebas practicadas en juicio y que sustentaron el previo fallo condenatorio no permiten superar “los estándares que exige la presunción de inocencia”-, sino porque, a pesar del transcurso del tiempo, permanece inalterable una constante: la existencia de los juicios paralelos, alentados durante décadas por algunos medios de comunicación y estimulados hoy, de forma muy inquietante, por los identitarismos que colonizan el debate público.
Hace décadas, los resquicios de una sociedad teóricamente libre y avanzada, pero aún con profundos prejuicios sociales hacia la homosexualidad y con importantes destellos de misoginia, crearon el caldo de cultivo ideal para destrozar la reputación y la vida de una persona contra la que no existía la menor prueba de cargo, siquiera indiciaria, para su condena. Hoy, el empeño de los voceros de la calumnia es reescribir sentencias judiciales -despreciando el sistema de recursos, que aún puede operar en el caso de Alves- desde sus púlpitos de poder, amplificados por las inercias que el fundamentalismo identitario ha implantado en la sociedad, y de los que tan burdamente se hace eco nuestro Gobierno y sus adláteres supuestamente progresistas.
Así lo ha pontificado, con su cerrilidad habitual, Irene Montero: la ley del sólo sí es sí es la garantía contra lo que ha ocurrido. ¿Y frente a qué es garantía semejante esperpento legislativo? Al parecer, frente a los cimientos más básicos del Estado de derecho, en el que una condena penal reside en un acervo probatorio suficiente para enervar la presunción de inocencia del acusado, no en monsergas proferidas desde ningún púlpito, ni en sumos pontífices de las esencias identitarias que determinan, a priori y según los atributos de cada uno, quién miente y quién dice la verdad, quién es inocente y quién culpable.
Es triste reconocer lo que algunos han querido hacer con el feminismo. Queda la duda de si, verdaderamente, lo han terminado por conseguir. El feminismo es una tradición emancipadora que, lejos de negar la biología, aspiraba a que esta no determinase ninguna condición de privilegio social en perjuicio de las mujeres, como históricamente ha ocurrido y aún ocurre en demasiados contextos sociales y políticos. De ese afán igualitario hemos pasado a un verdadero fundamentalismo identitario, el que cristaliza en la fórmula del “hermana, yo sí te creo”. El paradigma identitario es tan aberrante como aquel otro de corte medieval en el que la pertenencia a un estamento o grupo social permitía conocer de antemano la suerte o el infortunio que iba a correr el justiciable. Con publicidad en el castigo. Sin proporcionalidad. Sin garantías. Sin resquicio para esgrimir respuesta alguna frente a la turba inquisitorial.
Las piras en la plaza pública ahora cuentan con altavoz digital. Eso es, de nuevo, lo que ha sucedido en el caso de Dani Alves. Un sujeto que, dicho de paso, me despierta la misma simpatía que cualquiera de los nuevos inquisidores, esos que muestran una oscura aversión a los tribunales de justicia y exhiben su arrogante pretensión de hacer de la arbitrariedad y del prejuicio normas supremas. Pero esto no va de simpatías o antipatías sobre el justiciable de turno, sino de la valoración de pruebas que corresponde necesariamente a jueces y magistrados (juezas, en este caso, a pesar de la matraca de la “justicia patriarcal” a la que siguen aferrados los prebostes de la secta), en un complejo sistema de garantías procesales que debe impedir la conculcación de los derechos fundamentales de las personas.
Esta ha sido y sigue siendo la mejor forma para proteger también a las víctimas: la de un derecho penal garantista en el que la presunción de inocencia, al contrario de lo que María Jesús Montero pregona en un ejercicio clamorosamente antidemocrático, no es un estorbo, sino el pilar más esencial de una sociedad democrática. La fórmula de Blackstone: “Es mejor que diez personas culpables escapen a que una inocente sufra”.
Si, como pretenden María Jesús e Irene Montero, el entierro de William Blackstone termina por producirse y se procura su sustitución por los linchamientos inquisitoriales que auspician las diversas jaurías identitarias, quedará definitivamente abierta la sima del despotismo y la violencia. La imposibilidad de condenar a una persona cuando exista una prueba endeble e incompleta que no permita ir más allá de cualquier duda razonable será sustituida por unos tribunales (neo)inquisitoriales por los que abogan todas las sectas identitarias de moda -la de género hoy; mañana, quizás, esa otra que apunta al origen y la nacionalidad del justiciable, como anhelan fundamentalistas de signo contrario pero idéntico fervor autoritario-. Tribunales que dictarán resoluciones contrarias a las garantías de una sociedad democrática, institucionalizando las pasiones intestinas y las peores pulsiones tribales del ser humano. A mitad de camino entre el medievo y el fascismo. Jaurías.