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La Constitución y el “Estado de partidos”; por Gonzalo Rubio Hernández-Sampelayo, abogado

19/03/2025
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El día 19 de marzo de 2025 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Gonzalo Rubio Hernández-Sampelayo en el que el autor considera que la única dueña del sistema político es la sociedad civil y los partidos están al servicio de este dominio.

LA CONSTITUCIÓN Y EL “ESTADO DE PARTIDOS”

¿Cómo es posible que los partidos políticos sean condición ‘si ne qua non’ para la democracia y, a la vez, la clase política sea su elemento más criticado? Esta pregunta entronca con la polémica que enfrentó a Triepel y Kelsen. El primero sostuvo en ‘La Constitución y los partidos políticos’ (1927) que la democracia no podía significar un “Estado de partidos” porque el carácter no imperativo del mandato parlamentario exige la independencia de los representantes del pueblo respecto de sus formaciones. En la segunda edición de ‘De la esencia y valor de la democracia’ (1929), Kelsen criticó este planteamiento afirmando que sólo podía ser democrático un sistema basado en la omnipresencia de los partidos políticos, en tanto que la importancia de éstos “debe ser tanto mayor cuando más intensamente se realiza el principio democrático”.

La tesis de Kelsen se impuso tras la Segunda Guerra Mundial por una razón entonces inobjetable: los horrores más execrables fueron cometidos por el nazismo y el bolchevismo valiéndose de Estados de partido único. Ahora bien, una vez la democracia se ha consolidado es momento de valorar los desmanes del “Estado de partidos”.

Los principales excesos son tres. Primero, los partidos han canibalizado el parlamento: nuestros diputados actúan como altavoces de sus formaciones, los debates parlamentarios están dirigidos por la oligarquía política y las leyes son el resultado no del esfuerzo de integrar a la minoría, sino de acuerdos puntuales basados en el sistema ‘do ut des’ (doy para que des). Segundo, el Gobierno se confunde con el partido que lo apoya hasta el punto de actuar como un solo cuerpo. Y tercero, las formaciones se han adueñado del debate público, convirtiendo en “políticos” todos los asuntos e incluso atreviéndose a tachar de antidemocrático cualquier hecho u opinión contrarios a sus intereses, lo que, además de suponer una evidente falacia ‘iusnaturalista’, ignora que la democracia es la “institucionalización de la discrepancia” (García de Enterría).

La reversión de estos defectos no puede pasar por abolir el pluralismo político. ¿Es posible? La respuesta está en nuestra Constitución. Primero, las Cortes Generales no representan a los partidos, sino al pueblo español (artículo 66), siendo sus miembros independientes gracias al carácter no imperativo del mandato parlamentario (artículo 67.2); es obligación de nuestros representantes actuar en interés del pueblo soberano y hacer política netamente parlamentaria.

Segundo, el Gobierno no puede estar manejado por la oligarquía política, pues está situado en la cúspide de la Administración (artículo 97) y su actividad debe regirse por el interés general y la legalidad ( artículo 103); el Gobierno no es de un partido, sino de la Nación.

Tercero, cuando la Constitución define a los partidos como el “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6) no está atribuyéndoles el dominio de las instituciones sino, al decir de Triepel, la función de servir como medio de autoorganización de la democracia de masas; los ciudadanos nos dotamos de las formaciones para participar en los asuntos públicos y no para entregárselos.

Este planteamiento podría ser tachado de irrealizable por depender de la voluntad de los partidos. No es así: la única dueña del sistema político es la sociedad civil y los partidos están al servicio de este dominio. El futuro de la democracia debe ser protagonizado por los partidos políticos, lo que no impide modular el actual “Estado de partidos”.

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