PRISAS ALEMANAS Y URGENCIAS EUROPEAS
Las urnas alemanas han hablado y sus guarismos no necesitan grandes dotes interpretativas. El Gobierno tripartito saliente ha recibido un varapalo mayúsculo: los liberales desaparecidos del Parlamento, los socialdemócratas descendiendo a las catacumbas bismarckianas (16.4%) y los Verdes manteniendo a duras penas el tipo como cuarta fuerza (11.6%). Los democristianos de Friedrich Merz han logrado una victoria clara, pero con un adarme de amargura, al no convencer ni a uno de cada tres votantes (28.5%). La ultraderecha de Alternativa por Alemania ha cumplido sus expectativas, duplicando sus resultados y alzándose con la segunda posición (20.8%). Finalmente, la extrema izquierda de Die Linke se mantiene en el Parlamento, aunque debilitada por la fuga de votos de la enredante Sahra Wagenknecht. La altísima participación inyecta legitimidad adicional a los resultados.
La sombra de Angela Merkel es alargada. Sus largos años de Gobierno trastocaron, probablemente sin que la propia protagonista así lo anhelara, muchas de las costuras de la sociedad alemana. Los resultados del domingo son consecuencia de aquellas legislaturas. Su reacción, humanamente encomiable, pero políticamente llena de aristas, de abrir las fronteras a los inmigrantes brotados de la crisis siria acabó partiendo al bloque conservador (y también, irónicamente, a la extrema izquierda). Su abandono un tanto atropellado de la energía nuclear tras el accidente de Fukushima profundizó la dependencia energética del gas ruso. Y, entre otras decisiones, su gestión de la crisis del euro puso al límite la paciencia de los alemanes con la construcción europea. Merkel fue una gobernante vertiginosa bajo la apariencia de una tortuga.
Olaf Scholz pasará a la historia como un canciller desvaído. Y probablemente como el especímen de una nueva época en la política alemana: la de los gobiernos parlamentariamente enclenques y políticamente inestables. Su entente tripartita era una novedad en la historia de la república federal y las divergentes querencias políticas (y electorales) de sus integrantes convirtieron la tarea de gobierno en una fiesta constante de incongruencias, zancadillas y desavenencias. No obstante, su desempeño no ha sido tan pésimo como lo pintan. Tuvo que bregar con la invasión de Ucrania que supuso dos piedras lanzadas al estanque de la política alemana: la supuesta domesticación del oso ruso por mor de las carantoñas dispensadas sobre todo por políticos socialdemócratas; y la llegada caudalosa de gas ruso barato sobre la que se sustentó el crecimiento alemán. Scholz tuvo la valentía de encabezar un giro histórico en política de defensa y su Gobierno -con el verde Habeck a la cabeza- consiguió amortiguar los efectos de la crisis.
Pero lo cierto es que Alemania concita en su seno todos los problemas que aquejan a Europa occidental. Una población crecientemente envejecida, que exige transformaciones en los sistemas de salud al tiempo que pone potencialmente en jaque el sistema de pensiones. Unas acrecentadas reticencias hacia la inmigración, espoleadas por los casos de violencia de diversa intensidad cometidos por inmigrantes de las últimas oleadas. Una economía, y sobre todo un sistema industrial, que parece perder capacidad de adaptación, al tiempo que sufre su exposición extrema a los alifafes de una globalización sometida a aranceles y cortapisas al librecomercio. Una actitud geopolítica somnolienta y timorata, que se ha visto zarandeada por el retorno repentino de la geopolítica decimonónica de militarismo, potencias y áreas de influencia.
De ahí que los retos que se le plantean al futuro Gobierno de Friedrich Merz tengan los colmillos largos. El más relevante, pues de él dependerá el freno al ascenso de Alternativa para Alemania, atañe obviamente a la inmigración. Encontrar el punto virtuoso entre, por un lado, una política estricta de control de fronteras y repatriaciones de inmigrantes, y, por otro, un respeto a los acuerdos de Schengen, la pulcritud jurídica de los derechos civiles y las necesidades de la industria de mano de obra cualificada se antoja tarea espinosa. Por su parte, la activación de la economía demandará esfuerzos notables. Las bajadas de impuestos han sido prometidas, pero los ingresos son indispensables para sanear unas infraestructuras que, tras años de parcas inversiones se tambalean (metafórica y literalmente, dado el derrumbe de puentes en grandes ciudades). Otro tanto vale para la inversión en un sistema educativo que ha de hacer frente a la falta de docentes y a los retos tecnológicos para la enseñanza. Ingresos harán falta asimismo para inversiones en Defensa, con una Bundeswehr que se ha convertido en motivo de ludibrio general. Por si fuera poco, resituar geopolíticamente a Alemania en el nuevo desorden mundial exige dotes de clarividencia y liderazgo notables, pues a las amenazas rusas y las bravuconadas trumpianas se une una Unión Europea que ha sufrido del poco empuje de Olaf Scholz como canciller.
Por si fuera poco el tiempo apremia. La formación de los últimos gobiernos, tanto de Angela Merkel como de Olaf Scholz, requirieron varios meses de infractuosas negociaciones entre los partidos de la coalición. Pero ese estilo cachazudo de encarar la formación de Gobierno es incompatible con la actual situación del país y de la Unión Europea. El propio Merz ha repetido hasta la saciedad su pretensión de que su Gobierno esté operativo a la menor brevedad posible.
Lo que nos catapulta a la pregunta central: ¿con quién gobernará Merz? El probable futuro canciller ha rechazado vehementemente un Gobierno con Alternativa para Alemania (la misma vehemencia, ha de saber el lector español, que han practicado siempre los socialdemócratas en no coaligarse con la extrema izquierda). Sus concomitancias son consistentes en algunos aspectos de política económica (bajada de impuestos) y tenues en otras (la inmigración). Pero sus diferencias son también extraordinarias, sobre todo en lo referente a la política europea e internacional.
Hay indicios de que Merz hubiera preferido un gobierno de coalición con los Verdes, ahora imposible. Es aquí donde se barrunta la coalición más probable: democristianos junto con socialdemócratas. Peliagudo y sintomático de la transformación del sistema de partidos en Alemania, a la par que el europeo, es que ni siquiera esta otrora llamada gran coalición pasa hoy de una magra coalición. CDU/CSU y SPD tendrían una mayoría muy exigua en el Bundestag. Existen coincidencias sustanciales entre los dos partidos en lo que atañe a su concepción de la democracia liberal, al papel de Alemania en Europa y el mundo o, incluso, al gasto militar. Sus diferencias han sido también ventiladas con estridencia durante la campaña. La actitud más o menos laxa ante la inmigración, la gestión y concepción de las ayudas contra el desempleo y las situaciones de necesidad y, sobrevolando todo ello y como la gran manzana de la discordia, la relajación o el mantenimiento de la cláusula de cero endeudamiento. Las negociaciones se enfrentan por añadidura a las posibles reticencias de los socialdemócratas a asumir de nuevo responsabilidades de Gobierno como socio menor de su rival más directo (y algunos ya han recordado que los militantes tendrían la última palabra). Sin olvidar que el voto de los ciudadanos ha expresado una clara voluntad de giro político que no será fácil construir con los socialdemócratas en el Gobierno.
Hace 20 años, en el ocaso del Gobierno de Gerhard Schröder, Alemania era también el enfermo de Europa, paralizado por una reunificación más indigesta de lo que Helmut Kohl había prometido. Merz puede convertirse en una nueva Merkel y conseguir reflotar el país o en un nuevo Scholz. De momento sabemos que es un político preparado y experimentado, emanado de uno de los dos grandes partidos de la Alemania post-Guerra Mundial, hoy carcomidos por las dificultades que viven las coaliciones. Al final, una vez más, la sombra de Merkel.