LAS TRES MONARQUÍAS DEL SIGLO XX
El Gobierno de Sánchez ha decidido conmemorar el quincuagésimo aniversario de la muerte del dictador Franco con una serie de eventos bajo el lema España en libertad. Tanto desde un punto de vista histórico-político como desde una perspectiva jurídico-constitucional, la identificación del año 1975 con una España en libertad no es correcta. El fallecimiento de Franco en un hospital de Madrid en noviembre de 1975 no supuso el establecimiento de un régimen constitucional de libertades. El denominado eufemísticamente “hecho biológico” que tuvo lugar a finales de 1975 no implicó per se ningún cambio en el sistema legal franquista.
El 22 de noviembre de 1975, don Juan Carlos I fue proclamado Rey de España, y sucedió a Franco en la jefatura del Estado heredando la plenitud de poderes del dictador. Este acontecimiento es tergiversado por quienes quieren deslegitimar la Monarquía parlamentaria actualmente vigente, alegando que es una Monarquía de origen franquista. Esta afirmación es absolutamente falsa y requiere ser refutada con toda claridad y contundencia.
En el siglo XX se sucedieron en España tres monarquías completamente diferentes en cuanto a sus presupuestos políticos e ideológicos: la Monarquía constitucional-liberal, la Monarquía del 18 de julio, y la Monarquía parlamentaria-democrática. Se trató de tres monarquías de naturaleza muy distinta y fundamentadas cada una en principios de legitimidad no solo distintos sino realmente incompatibles. Por ello carece completamente de sentido el empleo del término restauración para referirse a cualquiera de las dos últimas.
Desde 1876 y hasta 1931, bajo la vigencia de la Constitución canovista de 1876, España tuvo una Monarquía constitucional liberal homologable a otras europeas de su época. El principio de legitimidad de aquella monarquía residía en la historia. España tenía una constitución histórica (o interna) según la cual la soberanía correspondía al Rey y a las Cortes. El régimen se llamó acertadamente de la Restauración porque, tras el paréntesis y el fracaso del sexenio revolucionario, la Corona recayó en el hijo de Isabel II (quien había sido expulsada de España en 1868); y porque era sustancialmente idéntica en sus presupuestos a la establecida en la Constitución de 1845. Esta Monarquía, que tuvo sus luces y sus sombras, fue incapaz de evolucionar en un sentido plenamente parlamentario y democrático (como lo hizo la británica o la belga, por ejemplo) y concluyó el 14 de abril de 1931, con la marcha al exilio de Alfonso XIII. Se desvaneció como el humo y lo hizo de forma definitiva.
Durante 16 años, España dejó de estar constituida como Reino. Los ocho primeros (1931-1939) por la vigencia de la Constitución de la II República y los ocho siguientes (1939-1947) por la indefinición del régimen alumbrado por los vencedores de la Guerra Civil que incluían desde acérrimos adversarios de cualquier tipo de monarquía, hasta carlistas, pasando por partidarios de una segunda restauración de la Monarquía en la persona del hijo de Alfonso XIII, don Juan de Borbón.
El régimen surgido del 18 de julio se configuró, desde su hora fundacional, como un poder de hecho cuyo principio político fundamental residió hasta su último día en la atribución de un “poder constituyente permanente” al general Franco que concentró en su persona la titularidad de la soberanía y de todos los poderes del Estado. En ejercicio de este poder absoluto, Franco no restauró ni pretendió hacerlo nunca la Monarquía constitucional liberal. Esta encarnaba principios y valores incompatibles con su ideario político. Lo que hizo fue alumbrar un nuevo tipo de Monarquía, una auténtica Monarquía absoluta, que denominó Monarquía del 18 de julio y cuya legitimidad -como expresamente advirtió ante las Cortes en 1969- no residía ni en la tradición ni en la historia: “El Reino que nosotros, con asentimiento de la Nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendental que no admite pactos ni condiciones”. Y por si alguna duda quedaba, Franco reiteraba que “se trata, pues de una instauración, no de una restauración”. Esta Monarquía fue establecida en 1947 en la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado que definió nuevamente a España como reino y, tras consagrar el carácter vitalicio de la jefatura del Estado en la persona de Franco, atribuyó a este la facultad de designar a su sucesor a título de Rey. No es por ello exagerado afirmar que, en 1947, Franco fue hacedor de reinos y, veinte años después, cuando en 1969 nombró al entonces Príncipe Juan Carlos sucesor, hacedor de Reyes. Esa Monarquía del 18 de julio, legalmente definida como “católica, tradicional, social y representativa” era realmente una monarquía absoluta y estuvo vigente en España hasta 1978. En la medida en que nada debía al pasado y era una creación de Franco, no cabe establecer ninguna conexión entre aquella y la monarquía extinguida en 1931. Su legitimidad ya no residía en la historia sino exclusivamente en la victoria de la guerra civil.
El 22 de noviembre de 1975, don Juan Carlos fue proclamado Rey tras jurar los principios del Movimiento y, a partir de entonces, utilizó sus amplios poderes para acabar con la Monarquía (y el régimen) del 18 de julio. La aprobación en 1976 de la Ley para la Reforma Política fue el instrumento jurídico que hizo posible el cambio político. Cambio que supuso la sustitución, en 1978, de la Monarquía del 18 de julio por otro tipo de Monarquía radicalmente opuesta a la anterior en sus principios y valores inspiradores: la Monarquía parlamentaria. En la primera, el Rey ostentaba la soberanía (art. 6 de la Ley Orgánica del Estado de 1967); en la segunda, la titularidad de la soberanía se atribuye al pueblo español (art. 1. 2 de la Constitución de 1978). El proceso de democratización del Estado consistió básicamente en la renuncia del Rey a esa soberanía y en su correlativa atribución al pueblo español.
De esta forma, en 1978, fue alumbrada una tercera forma de monarquía, radicalmente distinta de la franquista y que tampoco guardaba conexión con la canovista-alfonsina. Se trataba de una monarquía nueva por democrática. Una monarquía que, a diferencia de la del 18 de julio no fue creada por Franco, sino establecida democráticamente por el pueblo español en un doble ejercicio de autodeterminación colectiva (15 de junio de 1977 y 6 de diciembre de 1978). De la misma forma que Franco, el constituyente de 1978 tampoco tuvo nunca intención restauradora alguna. El establecimiento en España de una Monarquía parlamentaria no puede ser calificado como una segunda restauración monárquica (como pretenden los legitimistas monárquicos) sino como una segunda instauración, la segunda del siglo XX. El acto de renuncia de Don Juan de Borbón a sus “derechos dinásticos” tuvo una naturaleza estrictamente privada y carece de efectos jurídico-constitucionales porque la legitimidad de la monarquía democrática no es histórica. La Monarquía parlamentaria goza de una triple legitimidad: constitucional, democrática y funcional. La Corona es un elemento esencial de la Constitución de 1978, fue refrendada abrumadoramente en el referéndum de 1978 y ha sido y es un órgano fundamental para el establecimiento, consolidación y preservación de la democracia.
El hecho de que el titular de la Corona fuese la misma persona en la Monarquía del 18 de julio y en la Monarquía democrática no puede hacernos olvidar la radical incompatibilidad entre ambas. Don Juan Carlos I fue, durante tres años, el Rey de la Monarquía del 18 de julio, e impulsó la sustitución de esta en 1978 por la Monarquía democrática.
El decisivo papel de la figura de Don Juan Carlos en el proceso democratizador y su impagable contribución al completo desmantelamiento del régimen franquista explica que el constituyente de 1978 dispusiera su continuidad como Rey de la nueva Monarquía democrática.