LA MÉDULA INSTITUCIONAL Y SU INFECCIÓN POLÍTICA
Llegué a Italia a estudiar mi doctorado allá por enero de 2011 y pronto me enganché al serial que vivía la política de aquel país: los estertores del último Gobierno Berlusconi, que acabó merced a una maniobra del presidente de la República, apodado como il Re [el rey] Giorgio Napolitano, para poner al frente del Ejecutivo a un tecnócrata, Mario Monti, quien pilotó el proceso de intervención económica.
Me tuve que acostumbrar a ver un parlamento desmembrado, lleno de “francotiradores” (allí llaman así a los parlamentarios que votan en contra de sus propios grupos políticos para abatir medidas o gobiernos). Observé el contraste entre el populismo más obsceno y el gris tecnocrático que anestesia la política; legislaturas inacabadas y mayorías gubernamentales promiscuas. Y, aun así, el país seguía funcionando. Lo que me dejó la percepción (muy personal) de que eso era debido, quizá, a dos razones fundamentales. Por un lado, porque había una sociedad civil y empresarial capaz de vivir a pesar de sus políticos, que no necesitan aquello que los constitucionalistas explicamos como la “dirección política”, tomando prestada una expresión italiana. Y, por otro, porque había una médula institucional que no se dejaba penetrar por esa política altisonante, con una alta función pública sólida y con un jefe del Estado que, cuando las cosas se ponían muy feas, estiraba sus prerrogativas para poner algo de orden en el teatro político.
Al mismo tiempo, comprobé que entonces se nos miraba a los españoles con una cierta envidia. Habíamos tenido el 15-M y su “no nos representan”, pero el sistema de partidos aún mantenía una cierta estabilidad y todavía había una cierta confianza en nuestras instituciones, a pesar de que los males de la partitocracia (como la colonización partidista) estaban cada vez más presentes. De hecho, en aquellos días ya hubo un primer partido, UPyD, que enarboló la bandera regeneracionista.
Sin embargo, como decía, aunque algo se cocinaba en nuestra política, esta era observada todavía como una balsa de aceite si la comparábamos con países como Italia o Grecia. Tanto es así que recuerdo cómo en un seminario en la Universidad de Bolonia cuando, con vehemencia juvenil, defendí el ideal de “un hombre, un voto” para criticar nuestra ley electoral, el profesor Barbera (hoy, presidente de la Corte Costituzionale italiana) me respondió: “Si me preguntan los nombres de los presidentes del Gobierno españoles de los últimos 30 años, se los sabría decir; sin embargo, si me pide que le diga los italianos, seguro que me dejo algunos en el tintero. Su ley electoral ha sabido combinar representatividad y gobernabilidad”.
Pues bien, creo que la España política actual se ha italianizado, en el peor de los sentidos. El sistema de partidos se ha dislocado, aunque los grandes partidos tradicionales siguen manteniendo mayorías que ya no se ven en otros países y su disciplina interna se mantiene férrea, sin que aparezcan francotiradores dentro del propio partido. Pero hemos pasado de un bipartidismo imperfecto a un bibloquismo polarizado, preso de las minorías extremistas. Y, sobre todo, hemos sufrido la embestida del populismo iliberal: primero, con los vientos bolivarianos de Podemos; luego, con el grave sarampión del independentismo catalán y su insurgencia, hasta ver ahora cómo crecen el populismo trumpista y la antipolítica digital. Todo lo cual ha llevado, durante los últimos años, a situaciones de grave estrés institucional y a que el discurso político se haya contaminado normalizando mensajes propios de ese populismo iliberal tan nocivo.
Ahora bien, me preocupa especialmente ver cómo esta infección está penetrando cada vez más en la médula de nuestras instituciones. No es solo que nuestros políticos no sepan comportarse y evidencien una absoluta falta de sentido institucional, incluso en momentos de crisis como los vividos recientemente. No es solo que las sedes de los Gobiernos se confundan con las de los partidos. No es solo que las tribunas parlamentarias se hayan convertido en una platea de “payasos, tenores y jabalíes”, en las que campan la chabacanería y los excesos. Es que todo ello está calando poco a poco en el funcionamiento institucional y en los propios servidores públicos.
Durante los últimos tiempos he leído sentencias y escritos procesales redactados por órganos de la Administración con tonos y sesgos impropios de unas instituciones que deben aspirar a consagrar su neutralidad e imparcialidad. Hemos visto tiroteos dentro de la Fiscalía, con enfrentamientos cruzados que han puesto en duda la autonomía de esta institución. Por no hablar de un fiscal general del Estado cuya idoneidad se ha visto seriamente cuestionada por realizar nombramientos revocados judicialmente, constatando incluso “desviación de poder”, y que ha llegado a ser imputado por revelación de secretos.
De igual modo, tenemos un Tribunal Constitucional que ha perdido su credibilidad por culpa de la politización en los nombramientos de sus magistrados, la cual ha derivado en una polarización sistemática cuando resuelve asuntos políticamente sensibles. Las mayorías que van a decidir los casos se adelantan impúdicamente de acuerdo con lógicas políticas, y raro será el jurista que se acerque a las decisiones de nuestro Tribunal de Garantías para buscar en ellas argumentos de calidad, como otrora ocurrió.
También observo con preocupación el “zarandeo en las Cortes” denunciado por el que fuera su letrado mayor, Luis María Cazorla Prieto, con exilio de letrados e informes técnicos que son cada vez más de parte, entrando al juego del filibusterismo parlamentario, lo cual puede terminar dando al traste con el prestigio de un cuerpo como el de los letrados de Cortes. Algo muy grave, porque una “administración parlamentaria profesional” y “competente” resulta imprescindible para la “salud democrática de nuestro sistema político”. La conclusión es extensible a toda la Administración pública.
De hecho, si hay conseguidores que pueden moverse por pasillos ministeriales con descaro, y familiares de políticos pueden prevalerse de su condición para obtener puestos y hacer negocios, es porque tenemos una Administración infectada políticamente, con unos controles muy deficientes y unos funcionarios que, seguramente, no tienen la cobertura ni la autonomía para denunciar estos hechos.
Por lo demás, tampoco los académicos podemos lanzar la primera piedra como si estuviéramos libres de pecado, por lo que deberíamos cuidar nuestro rigor para no caer en panfletismos. Como también los medios de comunicación harían bien en alejarse de sectarismos y de la lógica propagandista de los partidos.
Ante este panorama, aunque en todos lados cuecen habas, miro con envidia a algunos de nuestros países vecinos. En Italia, a pesar de la descomposición política, todavía hay instituciones que gozan de una cierta autoridad moral (empezando por su Corte Costituzionale). Y, sobre todo, nuestros hermanos portugueses nos vienen dando ejemplos que nos suenan a ruso: políticos que dimiten, profesionalización de las administraciones
Lo cierto es que a nosotros, hoy por hoy, nos queda una institución: el Rey, que, con serenidad y aplomo, con su compromiso con los valores que encarna la Constitución de 1978, se ha convertido en un refugio de institucionalidad. No podrá adoptar las intervenciones fuertes de un presidente de una República para poner orden en nuestra política, pero su fuerza simbólica nos recuerda en cada gesto y en cada discurso que tenemos un proyecto colectivo como país, y que existe un orden institucional que debe aspirar a servir con “objetividad a los intereses generales” (así lo ordena la Constitución para las Administraciones en su art. 103), yendo más allá de facciones y de particularismos. Sigamos este ejemplo y recuperemos el sentido institucional que tanto necesitamos para reconducir nuestra vida política actual.