Cuando voy al cine los martes, que es cuando un multicines cercano pone películas en versión original, suelo encontrarme con muchas personas con aspecto de estar jubiladas. Y resulta que lo están: ese día ellos pagan dos euros por la entrada que a mí me cuesta nueve. Si hablásemos de jubilados empobrecidos, el descuento tendría sentido. Pero los datos dicen otra cosa: confirmado ya que las pensiones subirán un 2,8% en el año 2025, se prevé que la prestación máxima alcance los 3.267 euros brutos mensuales. Por su parte, el salario medio estaba en 2.273 euros brutos el año pasado; solo un 30% de los trabajadores ingresa más de 2.500 y el 40% no llega a los 1.500. Así que la anécdota es categoría: pagar un precio irrisorio por una entrada de cine solo es la minúscula punta de un gran iceberg.
Nada habría que objetar si los recursos fueran ilimitados y pudiera garantizarse que quienes hoy trabajan recibirán una pensión similar en el futuro. ¡Ancha es Castilla! Pero los números dicen otra cosa. Y mal podremos debatir sobre asuntos de justicia distributiva -como las pensiones- si ignoramos que lo deseable está condicionado por lo realizable. Por eso conviene también hacer comparaciones: la OCDE ha calculado que España tiene uno de los sistemas de pensiones más generosos del mundo; la tasa de sustitución del salario bruto medio asciende entre nosotros al 80%, frente al 60% de la media europea. Se dice pronto.
La trayectoria del sistema no se entiende sin la convergencia reciente de tres factores: el envejecimiento de la población, la mayor cuantía media de las abundantes pensiones nuevas y la reforma diseñada por José Luis Escrivá. De manera que cada vez hay más pensionistas y el importe de su pensión es cada vez mayor; la factura prevista para 2025 se sitúa en unos 7.100 millones de euros, de los que 5.950 se corresponden con la revalorización de las pensiones contributivas. En ese sentido, las apelaciones a la “justicia social” de la ministra de Seguridad Social ocultan más que revelan: el jubilado de última generación no es una anciana desvalida, sino un empleado de banca prejubilado que tiene dos casas en propiedad o una profesora de colegio que deja las aulas a los 65 años y vivirá hasta los 95.
¿Y cómo se financia la abultada factura del sistema? No son pocos los pensionistas que creen recibir cada mes lo que ellos mismos pusieron en la hucha mientras trabajaban; un prejuicio alimentado por los representantes políticos que desean mantener intacta su base electoral. Obviamente, no es el caso: ponemos mucho menos de lo que percibimos. La diferencia se salva con la transferencia de fondos públicos: la factura de las pensiones está en los 170.000 millones anuales y ha pasado del 6,3% del PIB en 2008 al 14,1% en 2023. Ese dinero deja de dedicarse a otros fines: las partidas destinadas a vivienda han pasado del 1,1% al 0,5% del PIB en ese periodo; solo el gasto en pensiones del mes de noviembre, que incluye el abono de la paga extra, equivale al gasto público anual en infraestructuras y defensa.
Ocurre que la reforma de Escrivá se sacó de la manga una “solución” insólita llamada a evitar el colapso del sistema: el llamado Mecanismo de Equidad Intergeneracional (MEI). Se trata de una cotización adicional del 0,6% inicial sobre la base de las contingencias comunes de cada trabajador; empezó a aplicarse el año pasado e irá creciendo hasta alcanzar el 1,2% en 2029. Por otro lado, los trabajadores con los salarios más altos pagarán un “coeficiente de solidaridad” que será mayor cuanto más ganen. O sea: dado que no se contempla congelar ni reducir las pensiones, su coste creciente recae sobre empresas y trabajadores en activo.
Si eso bastará, o no, está por verse. Pero sería un error preguntarse únicamente por la sostenibilidad del sistema; habida cuenta de que los recursos son limitados, lo que procede es interrogarse por la justicia de nuestro sistema de pensiones. Nótese que este último puede ser injusto y mantenerse en pie: ninguna formación política se atreve a desafiar a los 10 millones de pensionistas y los ciudadanos suelen opinar al respecto sin disponer de la información necesaria ni dejar a un lado sus intereses personales. Decir que hay un consenso social sobre las bondades del sistema vigente, en consecuencia, es mucho decir.
Seguimos: la pregunta por la justicia del sistema de pensiones es legítima en tanto que no recibimos lo que aportamos; nuestro sistema combina la lógica contributiva con la lógica distributiva. Y reza el artículo 50 de la Constitución: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Bien, pero ¿a cuánto debe ascender la prestación destinada a garantizar esa “suficiencia económica”? ¿Se trata de asegurar que el jubilado vivirá sin privaciones materiales, o de convertir a los pensionistas en el grupo social que disfruta de mayor renta disponible? ¿Y cuánto ha de durar la “tercera edad” en una de las sociedades más longevas del mundo? Tal como ha señalado el economista José Ignacio Conde-Ruiz, el aumento imparable de la población receptora de ayudas exige de suyo una mayor inversión en la generación jubilada, lo que produce severas desigualdades intergeneracionales.
Resolver este problema incrementando la contribución de las personas laboralmente activas resulta más que cuestionable; ninguna teoría de la justicia, de hecho, avala semejante fórmula. Ni siquiera el prioritarianismo de corte rawlsiano, que da prioridad a quienes menos tienen incluso si ya tienen suficiente, nos sirve: los pensionistas contributivos cuya prestación de jubilación se sitúa por encima del salario medio no se ven desfavorecidos aquí de ninguna manera. Eso podrá decirse de los pensionistas no contributivos que se encuentren en una situación personal desfavorable; o de los trabajadores autónomos que no han sabido o podido ahorrar para complementar su modesta pensión. Incluso en ese caso, con todo, habrá que comparar: no es lo mismo ingresar 1.500 euros con una casa en propiedad que enfrentarse con esa cantidad a un mercado del alquiler muy encarecido. Del mismo modo, la comparación entre mayores y jóvenes debe hacerse teniendo en cuenta que lo natural es la desigualdad: los mayores han amasado un patrimonio a lo largo de su carrera y los jóvenes están empezando. Pero una cosa es amasar un patrimonio y otra, recibir una pensión de cuantía superior a muchos salarios de rango medio. A cambio, la comparación entre generaciones entra en juego cuando el sistema de pensiones vincula a los distintos grupos -trabajadores, pensionistas, jóvenes- mediante el reparto desigual de cargas y beneficios.
en suma: dado que los sistemas de reparto permiten distribuir el riesgo entre generaciones, puede decirse que los trabajadores españoles -sobre todo los más jóvenes- asumen un riesgo muy superior al de sus mayores justo cuando tratan de abrirse camino en la vida. La pregunta que hemos de hacernos es si una sociedad que se quiere justa debe primar el bienestar de las clases pasivas cuando eso supone mermar las oportunidades de las clases activas. En realidad, no parece que tenga mucho sentido hablar de oportunidades cuando nos referimos a los pensionistas; hacerlo de capacidades parece más apropiado. Para los jóvenes, en cambio, las oportunidades lo son todo. Y nuestro sistema de pensiones no solo prima el bienestar de las clases pasivas, asignándoles recursos que podrían tener otro destino, sino que lo hace a costa de las clases activas: aumentando su contribución al sistema en todos los niveles salariales.
Solo cabe deducir que el sistema de pensiones español no reparte de manera justa las cargas intergeneracionales, sino todo lo contrario: beneficia a los más aventajados, condiciona el destino del gasto público y merma las oportunidades de quienes hoy se encuentran en activo. Y así seguiremos, justificando lo injustificable, hasta que sea demasiado tarde. ¡Que siga la fiesta!