UN PLAN PREOCUPANTE
Tras analizarlo con detenimiento puede decirse que el llamado Plan de Acción por la Democracia lanzado desde el Consejo de Ministros es contrario a la finalidad que inspiró la necesidad del Reglamento Europeo en la que dice basarse, pues en realidad lo que pretende es controlar los contenidos editoriales de los medios de comunicación.
El plan restringe de una forma clara los derechos a la libertad de expresión e información, y no solo la de los medios y profesionales, sino la de los ciudadanos, a los que parece excluir de su legítima participación en el debate público a través de la creación de medios de comunicación, sea cual sea su formato, al señalar, de forma desafortunada, que solo serán considerados medios aquellos que sean creados por periodistas. Un marco del que surgen preguntas obligadas: ¿no tendrán derecho a crear medios de comunicación aquellos ciudadanos que carezcan de la carrera de periodismo? ¿Y quién debe ser considerado periodista? Sean cuales sean las respuestas, se trata de un mal principio rector de la actividad legislativa, porque recorta derechos constitucionales de los ciudadanos y, con ello, la sana y necesaria pluralidad informativa.
Por un lado, la creación de un registro de medios de comunicación plantea la incógnita del recorrido que pueda tener la norma. El asunto no suscitaría mayores problemas si la finalidad que se persigue fuera la prevista en el mencionado plan: conocer el accionariado del medio y el importe de la publicidad institucional “en sentido amplio” que cada uno de ellos recibe de las instituciones públicas, para evaluar así de forma efectiva si se cumplen los loables principios de reparto que serán objeto de regulación.
Si, en realidad, se trata de impulsar otro tipo de medidas, nos encontraríamos ante nuevas restricciones de los derechos constitucionales de los ciudadanos, que atentarían además contra principios básicos del libre mercado. Así ocurría si se dotara a ese registro público de la potestad para excluir del mercado a quien, bajo no se sabe qué criterios, se considere que no merece la condición de medio de comunicación; si para formar parte de él se exigiera la forma de sociedad mercantil; si el registro fuera la antesala o paso previo para poder beneficiarse o ser tributario de aquella publicidad institucional; si se establecieran principios de reparto de publicidad institucional que no sean los de la audiencia real del medio; o, finalmente, si se exigiera a los medios así registrados que concretaran sus anunciantes privados y los importes que puedan invertir en la publicidad de sus productos.
La vinculación entre publicidad y línea editorial es cuando menos errónea. La línea editorial la decide el editor desde la fundación del medio y sus contenidos diarios son escogidos por su director o responsable editorial, que dispone de un derecho de rango fundamental como el de la cláusula de conciencia, que impide la imposición del contenido editorial al director.
Otro tanto ocurre con la supuesta necesidad de modificar la Ley Orgánica reguladora del derecho de rectificación 2/1984 y la Ley Orgánica 1/1982. Resulta incomprensible comprobar que el objetivo alegado para esta supuesta necesidad es el de evitar las noticias falsas, junto con la anunciada positivación de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto al ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Una pretensión legislativa de todo punto preocupante para la pervivencia del derecho a la libertad de expresión e información.
En primer lugar, el derecho de rectificación como ha sido desarrollado por nuestros tribunales, en aplicación de la Ley Orgánica 2/1984, no tiene -ni en su origen ni en su desarrollo jurisprudencial- la finalidad de corregir noticias falsas. Para eso ya hay remedios mucho más expeditivos y eficaces en nuestro ordenamiento jurídico.
El derecho de rectificación no presupone error informativo alguno por parte del autor de la información, sino que concede al ciudadano aludido la posibilidad de dar una versión distinta de los hechos publicados, que tampoco tiene que coincidir con la realidad.
Por tanto, como vemos, asociar el derecho de rectificación al necesario combate contra las llamadas noticas falsas es un error. Lo único que conseguirá es pervertir el debate público a partir de la necesidad de deslegitimar informaciones, considerándolas indebidamente como falsas cuando, insistimos, ni el derecho de rectificación presenta tal finalidad, ni el procedimiento judicial rápido y sumario previsto al efecto podrá entrar en la valoración de la falsedad o no de una información, y menos aún de las valoraciones o enfoques que de los hechos ciertos puedan transmitir los medios de comunicación.
El plan del Gobierno no parte de la concepción real de las llamadas noticias falsas; ni tan siquiera las aborda: lo que subyace no es su combate, sino dotar de armas legislativas al aludido para ganar el relato. Persigue contrarrestar la interpretación y/o enfoque que los distintos medios de comunicación puedan dar a los hechos ciertos y veraces en la pluralidad informativa. Esta visión indebida del derecho de rectificación queda patente en el plan cuando los términos “información falsa” (referida a hechos) se anudan a publicaciones “manifiestamente tendenciosas” (referidas a interpretaciones subjetivas de los mismos).
La lucha contra las llamadas noticias falsas exigirá, primero, determinar el concepto de noticia falsa o bulo. Con mayor razón cuando, de un tiempo a esta parte, a estos términos se les otorga desde distintos ámbitos un significado erróneo, dirigido a tachar las interpretaciones que puedan surgir de los hechos veraces en las que se apoyan.
Las noticias falsas lo son per se, lo son en su integridad, empezando por el supuesto medio que las difunde (medio inexistente), pasando por el supuesto autor que las escribe (inexistente o anónimo, amparado en el anonimato que permiten determinadas plataformas digitales) y terminando por los hechos que describen (falsos en cuanto a su misma existencia).
Lo demás podrán ser inexactitudes, e incluso errores informativos, que como tales ya tienen una clara respuesta judicial y normativa, y cuya inexistencia conllevaría necesariamente la desaparición del derecho a la libertad de información, como no se han cansado de señalar el Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional: las inexactitudes o incluso errores informativos son inevitables en el debate público. Como lo son los errores médicos, los errores técnicos o los errores judiciales, y no por ello se deben constreñir los diagnósticos, las operaciones quirúrgicas ni las facultades judiciales de juzgar y ejecutar lo juzgado.
Más preocupante aún es el hecho de comprobar cómo desde determinados sectores se aboga por la creación de una normativa que regule y, por tanto, “encorsete” el legítimo ejercicio del derecho a la libertad de información y el legítimo ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Frente a ello no cabe sino poner en valor cómo nuestros tribunales de justicia, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han desarrollado un cuerpo de doctrina y jurisprudencia absolutamente ejemplar, que aborda el análisis de todos los casos sometidos a enjuiciamiento de forma pormenorizada y casuística, sin incurrir en posiciones apriorísticas limitativas para ninguno de los derechos en liza.
Una concepción fluida, adaptada a las circunstancias concretas de cada caso, que ha permitido que, hoy en día, los contornos para el ejercicio de dichas libertades dentro del marco constitucional sean fruto de la aplicación de la norma en el tiempo en la que aquella debe ser aplicada, incluyendo el estado de la tecnología en cada momento histórico, siendo un ejemplo a seguir para países de nuestro entorno.
Si a ello se une la anunciada creación de un sistema administrativo de supuesto control en el ámbito digital y de los medios de comunicación encomendando a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, sin que a la vez se descarte expresamente la atribución de competencias propias de los órganos judiciales, “el Plan” no transita por la senda constitucional esperada.
En definitiva, el anunciado por el Gobierno es un plan, que dependiendo de su concreción posterior, podrá servir al derecho a la libertad de información y a la libertad de expresión y, con ello, al ciudadano; o bien servir de justificación para restringir de forma notable esos derechos en perjuicio de una sociedad sana y libremente informada. Veremos.