GOBERNAR SIN EL PARLAMENTO
Hace años que vengo denunciando la deriva “presidencialista” de nuestro régimen parlamentario. Como dije tiempo atrás en este mismo periódico, el término “parlamentarismo presidencialista” es un oxímoron, pues las dos palabras que contiene son contradictorias. Si un régimen es presidencialista no puede ser al mismo tiempo parlamentario (nota bene: a tener en cuenta por los italianos, respecto de la reforma que de su régimen parlamentario pretende impulsar la señora Meloni).
Pero esta deriva nuestra va incluso más allá, pues a lo que en realidad aspira es al pleno dominio, por el jefe del Ejecutivo, tanto del Gobierno como del poder legislativo, con lo que no sólo se desvirtuaría el parlamentarismo, al destruir la regla que lo sustenta, el control por las cámaras de la actividad gubernamental, sino también el presidencialismo, que sí establece la absorción del poder ejecutivo por el presidente, pero impide que éste domine al poder legislativo. Aparte de que esa deriva resulta incompatible con nuestra Monarquía parlamentaria, ya que el presidencialismo sólo es posible en una república, no en una monarquía.
No obstante, aquella deriva “presidencialista” española podría alcanzar una gravedad mayor si, ante la pérdida de una mayoría parlamentaria suficiente en las cámaras, y por ello de la capacidad de dominarlas, el jefe del poder ejecutivo optase por eludir al propio parlamento, defendiendo la posibilidad de gobernar sin él. Entonces ya no estaríamos sólo ante un caso de falseamiento de la forma de gobierno, el régimen parlamentario, sino, incluso, de falseamiento de la forma de Estado, la democracia constitucional, que, por principio, no puede ser otra cosa que una democracia representativa, esto es, una democracia parlamentaria.
Sin embargo, como en la política española no ganamos para sorpresas, la insólita pretensión de gobernar sin el concurso del Parlamento es, literalmente, lo que acaba de anunciar el presidente del Gobierno. De manera que el ejecutivo podría asumir la totalidad del poder político del Estado, desplazando a la única institución que representa al pueblo soberano.
La trascendencia de esa pretensión es incuestionable, en cuanto que nos situaría fuera del sistema político general al que el nuestro pertenece, pues en cualquier país regido por una Constitución democrática el Parlamento es la pieza fundamental del sistema, y por ello ejerce las competencias políticas más importantes del Estado: hacer las leyes, aprobar los presupuestos y servir de contrapeso al Ejecutivo, cuyo poder está limitado (además de, jurídicamente, por los tribunales de justicia) políticamente gracias a la existencia de tales competencias de las que el Parlamento no puede privarse. Y ello ocurre, de manera no idéntica, pero similar, en el régimen presidencialista (cuyo ejemplo más notorio es el de Estados Unidos) o en el régimen parlamentario (cuyos ejemplos los encontramos en Europa).
La democracia constitucional, o es parlamentaria, o no es democracia, ya que, sin el parlamento, lugar donde se integra no sólo la mayoría sino la diversidad de fuerzas políticas que expresan el pluralismo de la sociedad, no hay representación popular auténtica. Por ello es contrario a la democracia constitucional que el poder político recaiga por entero en el poder ejecutivo. Más aún, sin el concurso de las cámaras, ya sea en los Estados Unidos, república presidencialista, o en España o el Reino Unido, monarquías parlamentarias, o en Italia o Alemania, repúblicas parlamentarias, no se puede gobernar, ya que, sin aquel concurso, el Ejecutivo no podría llevar a cabo sus funciones de dirección de la política interior y exterior del Estado, ni disponer de los fondos públicos necesarios para ello.
Si de esa apreciación general relacionada con la democracia constitucional como forma del Estado, pasamos a fijarnos específicamente en la forma parlamentaria de gobierno, la conclusión no es distinta, pues si bien un Ejecutivo sin mayoría parlamentaria podría mantenerse, siempre que la mayoría que se le oponga sea tan heterogénea que hiciera improbable el triunfo de una moción de censura, lo cierto entonces es que, en tales condiciones, el Ejecutivo seguiría “estando”, pero no, exactamente, “gobernando”.
De ahí la conveniencia de recordar que el régimen parlamentario se sustenta, además de en unas reglas jurídicas, en unas reglas políticas que igualmente deben cumplirse. La más general de éstas es la de que el Gobierno habría de cesar si carece de la confianza del parlamento. El objetivo del régimen parlamentario no se reduce a dotar de mera estabilidad al Gobierno, sino que también se extiende, necesariamente, a garantizar que ese Gobierno pueda gobernar, lo que resulta imposible si carece de capacidad para conseguir la emanación de leyes y la aprobación de los presupuestos.
Cuando esa situación se da, lo que el régimen parlamentario exige no es otra cosa que la dimisión del Gobierno y la convocatoria de elecciones. Es lo que sucedió en España cuando Pujol le impidió aprobar los presupuestos al presidente González. Un buen ejemplo que no siempre, después, se ha seguido. La prórroga automática de los presupuestos generales es una previsión excepcional que no puede convertirse en una fórmula de ordinaria utilización.
En realidad, la apelación a gobernar sin el Parlamento descansa en un entendimiento erróneo de la función de las cámaras, palmariamente expresado por nuestro presidente del Gobierno en su declaración de hace unos días al decir que el Parlamento está para colaborar con el Ejecutivo y no para restringir sus tareas. Un entendimiento que parece desconocer que una de las principales funciones del parlamento (como dispone el art. 66 de nuestra Constitución) es la de controlar al Gobierno.
Es claro que cuando existe una coincidencia política entre el Gobierno y la mayoría parlamentaria el control pierde intensidad, aunque no por ello desaparece. Pero también lo es que, cuando esa coincidencia no se da, el Parlamento no puede, en modo alguno, renunciar a su función de control, al contrario, esa función adquiere entonces su más intenso significado: la “facultad de impedir”, por utilizar la clásica expresión de Montesquieu.
En el fondo, el problema del que se está tratando deriva de que tenemos un Gobierno de coalición en minoría, que descansa en los apoyos que le han venido prestando en el Congreso determinadas fuerzas políticas escasamente (o nulamente) comprometidas con la defensa de la Constitución y de los intereses generales. En ausencia de acuerdos estables de legislatura, ello ha conducido a que el Ejecutivo, con la pretensión de perpetuarse, haya acudido a la fórmula de celebrar, en cada momento que lo necesitara, acuerdos bilaterales con algunas de esas fuerzas políticas a cambio de su apoyo. “Hacer de esa necesidad virtud” no parece aceptable si esa necesidad es simplemente la de mantenerse en el poder a cualquier precio.
Creo que ha llegado el momento de hacer política en serio, de huir de embelecos y de recobrar el suelo firme que nuestra vida pública requiere, que no es otra cosa que volver a un consenso entre centro-derecha y centro-izquierda que dio sus frutos en la Transición política, en la elaboración y aprobación de la Constitución y en el desarrollo de la misma y que en los últimos decenios, salvo contadas excepciones, se ha abandonado. Algo muy lamentable porque para los asuntos fundamentales que el Estado debe resolver no basta con la democracia de mayoría, sino que se requiere de la democracia de consenso. Olvidar esta exigencia nos ha llevado a la penosa situación política del presente, caracterizada por el sectarismo y la extrema polarización.
Esa exigencia debe cumplirse, por supuesto, en lo que se refiere al funcionamiento general del Estado, pero también si descendemos al ámbito concreto de la gobernabilidad, de modo que, cuando un partido no obtuviese la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados que le permitiera formar Gobierno en solitario, la solución no debiera ser otra que la de pactar con fuerzas políticas leales a la Constitución, no con fuerzas políticas contrarias a ella.
Recuperar el consenso y, con ello, el valor de la Constitución, respetando su letra y su espíritu, es el único camino para remontar la situación de deterioro institucional en la que estamos y para llevar a cabo, con éxito, las reformas que fueran necesarias de nuestro Estado de derecho, social, democrático y autonómico. También para lograr que en nuestra sociedad desaparezca o disminuya sustancialmente la tendencia, hoy tan extendida, de someterse a la “servidumbre voluntaria”, que es, probablemente, la enfermedad de fondo de la que el deterioro institucional (incluida la “ocurrencia” de gobernar sin el Parlamento) quizás sea, también probablemente, sólo un síntoma.