María Jesús Montero, ministra de Hacienda y maestra de la logomaquia, ha advertido de que el acuerdo entre el PSC y ERC para llevar a Salvador Illa a presidir la Generalidad “no es un Concierto económico”. A tenor de lo que voy a explicar en esta tribuna, la ministra tiene algo de razón. La satisfacción de los intereses de los nacionalistas catalanes -lo que incluye al PSC- no puede transformarse en un concierto a la vasca porque la construcción de esta institución requiere de algo que de momento no posee la mayoría plurinacional: tiempo largo para integrar un mito político en la Constitución. Ese mito se ha ido nutriendo de una interpretación ideológica desde finales del siglo XIX, que ha aprovechado las coyunturas políticas españolas para ir incrustando pacientemente en el ordenamiento jurídico todas las premisas planteadas por el nacionalismo vasco.
Empecemos por el lenguaje. El Real Decreto de 28 de febrero de 1878 que creó el Concierto Económico para las tres provincias vascas utilizó una terminología muy propia de la época -el concierto de las naciones europeas- para que aquellas “entrasen en el concierto económico” de España (exposición de motivos). Es decir, tras el final de la última guerra carlista, se trataba de establecer un periodo de tiempo razonable -ocho años- para que los territorios forales concertasen tributariamente con la Monarquía constitucional, no de crear un régimen especial que perdurase en el tiempo.
Terminados los ocho años de transición, los poderes fácticos de las provincias vascas se las apañaron para que un sistema tributario provisional se hiciera permanente y susceptible de renovación temporal. La duración del Concierto ha variado en los distintos sistemas políticos: el Quinto Concierto de la Restauración (aprobado en 1926) tenía una duración de 25 años, mientras que la Ley de las Cortes Generales de 1981 atribuía al Concierto una vigencia de 20 años. La Ley 12/2002 negociada entre los Gobiernos de José María Aznar y Juan José Ibarretxe dio al Concierto Económico, por fin, una duración indefinida, con el objeto de integrarlo en un marco estable que garantizara su continuidad. Nótese, por tanto, que el Concierto ha sobrevivido a la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera, la II República, el franquismo (solo para la provincia de Álava) y, por supuesto, el régimen constitucional de 1978.
El nacionalismo también ha logrado, con mucho éxito, dotar de una naturaleza pactada al Concierto. Otra ficción convertida en norma y praxis política. Desde 1878 había costumbre de dar audiencia a las provincias vascas, que ejercían la potestad tributaria del Estado a cambio de la cantidad -cupo- que el Gobierno establecía soberanamente para cada uno de los impuestos. Desde 1980, cuando se negoció entre Bilbao y Madrid el primer Concierto de la democracia, las negociaciones se han hecho directamente entre Gobiernos, es decir, de forma intergubernamental. Las Cortes y los grandes partidos aceptaron esta fórmula aprobando las Leyes de Concierto mediante la fórmula de la lectura única en el Congreso y en el Senado, que no permite ni discusión ni enmiendas parlamentarias. La Ley de 2002 incorporó como consecuencia de la aceptación de esta visión pactista una comisión mixta encargada de negociar y acordar las posibles modificaciones del Concierto en el futuro.
Una última cuestión de interés histórico. Desde 1878, las provincias vascas -entonces vascongadas- contribuían en el ámbito tributario por todos los conceptos y en idéntica proporción que las demás provincias. Ello significaba, como ya hemos dicho, que el Gobierno establecía cupos singulares para cada figura tributaria y después se desentendía de la forma en que las diputaciones obtenían los recursos financieros a pagar al Estado. Desde 1981 el cupo que debe aportar el País Vasco no solo es susceptible de renovación temporal -como exige el cambio de circunstancias económicas-, sino que es global, lo que implica que su cálculo no sea técnico, sino político. Lo que se hace no es trasladar objetivamente el peso de las figuras tributarias del Estado a cada impuesto, sino negociar políticamente el valor económico de las competencias que aquél ejerce en la comunidad autónoma vasca. Negocio redondo por la falta de transparencia.
Que yo sepa, en la Transición el Concierto no fue un problema constitucional. El Consejo General Vasco pidió en mayo de 1978 la reintegración del Concierto a Vizcaya y Guipúzcoa, y los Gobiernos de Suárez nunca dudaron de que la fórmula histórica iba a tener continuidad jurídica más allá de lo dispuesto en la propia Constitución. Con posterioridad, el Estatuto y las Cortes Generales asumieron las tesis del nacionalismo vasco y encajaron el sistema tributario singular en la Disposición Adicional 1.ª de la Constitución como derecho histórico. El Tribunal Constitucional ha aceptado esta realidad en su jurisprudencia sin mayor cuestionamiento. Así las cosas, la idea de trasladar la lógica del Concierto Económico, por sus propias características, a un sistema de financiación singular para Cataluña resulta del todo imposible: la narrativa simbólica de la foralidad solo puede asumirse en un proceso constituyente.
Entiende uno, en cualquier caso, la preocupación que el nacionalismo vasco puede tener con respecto al mantenimiento de un privilegio que tiene importantes implicaciones para el principio de justicia distributiva. El coste financiero del cupo para el resto de los españoles solo es asumible por el tamaño del País Vasco y porque hay otras locomotoras económicas regionales que pueden hacerse cargo de la nivelación financiera de los servicios públicos. La salida de Cataluña del régimen común puede implicar una revisión global del modelo de Concierto vasco, por más que la historia tenga un peso relevante en la legitimación del sistema aquí descrito y por más que la sociedad española haya sido muy generosa -recuerden las décadas de terrorismo- con la integración del nacionalismo en el proyecto constitucional iniciado en 1978.
ESA REVISIÓN también puede afectar al principio democrático. Al aceptar acríticamente los mitos del nacionalismo y el foralismo -por ejemplo, el pactismo-, los españoles no establecieron ninguna garantía institucional para que el confederalismo no terminara afectando a la teoría de la decisión en las Cortes Generales. Si las Cortes nada tienen que decir, tal y como hemos explicado, ni en la configuración del Concierto ni en la determinación de la cuantía del cupo, resulta del todo incoherente que los representantes vascos en el Congreso y el Senado decidan, además, la ruptura del régimen de financiación común. Emerge entonces la paradoja de la West Lothian Question. En 1977, un diputado laborista del distrito de West Lothian en Escocia, expuso la siguiente reserva democrática al proyecto de regionalización británico: los diputados escoceses nada tendrían que decir sobre las leyes de Westminster si Westminster nada tiene que decir sobre las leyes que afectan a Escocia.
El Estado autonómico estaba inacabado y la financiación era uno de los elementos a culminar. Ante la falta de iniciativa de los grandes partidos, el dinero ha terminado siendo el banderín de enganche social del soberanismo para poner precio a sus apoyos parlamentarios. Sánchez tratará de engañar a todos mezclando la financiación de Murcia y la resolución del conflicto secesionista, pero la realidad es que Cataluña -aquí no hago distingos- quiere los privilegios económicos que ha conseguido consolidar el nacionalismo vasco. Esto me lleva a realizar dos apuntes finales. El primero, que el sistema de Concierto premia la buena gestión tributaria y de los recursos propios: ¿puede la Generalidad acreditar este bagaje? El segundo, que el PNV quizá empiece a arrepentirse de su apoyo a la moción de censura de 2018, porque la historia y los mitos también tienen sus leyes internas.