EL PSOE ENTREGA ORO A CAMBIO DE CENIZA
Al igual que Nicolás Maduro proclamando, raudo, un triunfo muy difícil de creer, para hacerse así fuerte frente al seguro vendaval de acusaciones que su pucherazo iba a provocar, ERC se ha adelantado a hacer público un acuerdo con el PSOE que, como no podía ser de otra manera, ha puesto en pie de guerra a todos los que se verán perjudicados por ese pacto demencial. Es decir, a la inmensa mayoría de los territorios y de los ciudadanos españoles. Los separatistas, ¡otra vez!, cantan victoria y el Gobierno, ¡de nuevo!, guarda un silencio sepulcral, confiando en que, con algo de suerte, agosto agostará la malísima noticia que no nos quiere dar: que ha pactado con los separatistas de ERC transferir a la Comunidad de Cataluña la recaudación de todos los tributos. El Gobierno y su presidente habían venido rechazando de forma radical que tal cosa pudiese llegar a producirse. También los portavoces del Partido Socialista. Basta, sin embargo, con echar la vista atrás (los indultos a los condenados del procés, la modificación del Código Penal o la amnistía) para concluir que tan insistente negativa preanunciaba la más que probable aprobación del acuerdo con los separatistas. Y así ha sido.
¿Por qué, otra vez, un comportamiento tan ladino? Es sencillo: porque, a la vista de las que serán sus desastrosas consecuencias, estamos ante una de las decisiones más graves adoptadas en España desde la entrada en vigor de la Constitución. Sí, nos encontramos ante un acuerdo que, de hecho, es contrario a lo dispuesto en ella, pues el pacto entre ERC y el PSC (en realidad entre ERC y el Gobierno) arrasa uno de sus principios esenciales: el de solidaridad entre las regiones españolas. Proclamada en el artículo 2.º, en el mismo frontispicio de nuestra ley fundamental, la solidaridad interterritorial -y, en consecuencia, interpersonal, pues sin la primera es imposible la segunda- sufrirá un golpe de muerte si una de las tres Comunidades que, por ser más ricas, contribuyen a hacerla efectiva (Madrid, Cataluña y las Islas Baleares), se sale del sistema, para gozar del privilegio que ya beneficia al País Vasco y a Navarra. Aunque, no lo olvidemos, con dos sobresalientes diferencias: de un lado, que la ventaja fiscal que se ha pactado para Cataluña, lejos de tener la más mínima apoyatura en la Constitución, supone una flagrante violación de lo que en ella se dispone; del otro, que su impacto en la solidaridad fiscal entre españoles será mucho mayor que en el caso de los denominados territorios de régimen especial, como mucho mayor es también la población de Cataluña que la de las comunidades vasca y navarra. Con razón, refiriéndose al acuerdo ERC-PSC, hablan los inspectores de hacienda de “barbarie” y de “terribles consecuencias”.
¿Y, todo ello, para qué? La respuesta es desoladora: para investir a Salvador Illa presidente de la Generalitat de Cataluña. De entre los muchos acuerdos leoninos cerrados desde 1978 por el Estado, o por los partidos que lo gobiernan, con los nacionalistas resulta difícil, sino imposible, encontrar uno más desproporcionado que el que el PSC (repito que, en realidad, el Gobierno) acaba de cerrar con ERC. Pactar con los separatistas la investidura de Illa a cambio de una completa transferencia en la recaudación tributaria equivale a colocar en dos platillos de una balanza oro y ceniza: uno y otro pueden acabar pesando igual, desde luego, pero su valor es sencillamente incomparable. Los socialistas han aceptado que la investidura de Illa deben pagarla, en su calidad de vida, la inmensa mayoría de los españoles. No seré yo quien niegue el derecho del PSC a intentar hacerse con la presidencia de la Generalitat, pero hay precios que, por descabellados, no pueden pagarse. La investidura del presidente catalán afecta a Cataluña, pero el poder que a cambio se le entrega al independentismo recae sobre millones de españoles, que sufrirán las consecuencias de una disminución sustancial de los fondos que se traducen en solidaridad. Todo lo que unos ganarán, lo perderemos, sin duda alguna, los demás.
Y lo perderemos, lo que es fundamental, de forma irreversible. Porque si algo enseña la historia ya significativa de nuestro Estado autonómico es que todos los poderes y competencias que se transfieren del Estado a las comunidades autónomas que lo conforman se entregan sin posibilidad alguna de retorno. La idea de que una mayoría parlamentaria alternativa a la actual podría revertir lo que, a precio de ganga, se regala a los separatistas, resulta de una pasmosa ingenuidad. Por eso, además de por todo lo apuntado, tiene tantísima trascendencia el pacto que han firmado los socialistas con un grado de irresponsabilidad digno de mejor causa. Una vez que Cataluña recaude todos los tributos no habrá mayoría imaginable -por absolutísima que pudiera ser aquella- capaz de afrontar la tarea de recuperar lo que tan frívolamente se ha perdido. Illa pasará, como pasarán las muchas cuitas del angustioso momento que vivimos, pero la solidaridad fiscal de los catalanes con el resto de los españoles, y la mejora de los servicios que de aquella se derivaban, jamás se recuperarán. El precio de un pacto inicuo acaba por ser exorbitante si, además, es para siempre.
Aceptar un trato tan desigual constituye una pavorosa irresponsabilidad. Y ello porque un partido no puede colocar sus intereses, por legítimos que aquellos puedan ser, por encima de los intereses generales. Y, si hay una ocasión en que tan desequilibrado intercambio va a producirse, esa es la que se deriva de un acuerdo que se cierra sin más consideraciones que las derivadas de la ambición de poder de un partido y de los que lo dirigen. ¿Qué sucedería si, mañana, quienes gobiernan en Madrid (la comunidad española que más contribuye a la solidaridad territorial) o las Islas Baleares (que también lo hace) exigiesen la misma exención -pues de eso se trata en realidad- que se le va a otorgar a Cataluña? ¿Sobre la base de qué principios podría negársele a unos territorios lo que por puros intereses partidistas se le ha concedido a otro? ¿Qué presunta singularidad presenta Cataluña para acceder a un privilegio que sería aún mayor y más difícil de admitir si se le denegase, porque sí, a quienes se encuentran en similares condiciones en materia de financiación? Todas esas preguntas tienen solo una respuesta, que es, al cabo, más amarga que los propios interrogantes que la suscitan: la singularidad de la Cataluña gobernada por los separatistas es la deslealtad constitucional e institucional. El acuerdo ERC-PSC es un premio a quienes, en lugar de colaborar, no hacen otra cosa que boicotear el funcionamiento del Estado, que horadar sus cimientos con la vista puesta en lograr que se derrumbe. Y a estos se le premia al precio de castigar a los leales, a quienes no viven solo mirándose al ombligo, pues ven también lo que está a su alrededor. Tan injusta y perversa técnica de Estado resulta insoportable desde hace mucho tiempo, pues ningún país que tenga futuro puede pervivir premiando una y otra vez a los que declaran ser sus abiertos enemigos.
Y es que, con la misma tranquilidad y seguridad en la victoria, con la que ERC ha exigido, y ganado, esta partida, planteará mañana la batalla del supuesto derecho a decidir, sin duda ya su próximo objetivo. Eso es lo que enseña cualquier reflexión sobre el chantaje: que, una vez que el chantajeado ha aceptado seguir el juego al chantajista, está perdido. El entreguismo ha sido ahora para lograr la investidura y mañana lo será para alcanzar las mayorías necesarias a fin de seguir en el gobierno. Nada que no hayamos visto en el pasado. Seguir alimentado el monstruo del chantaje de los pocos sobre todos los demás constituye el camino más seguro hacia el desastre. Pues las inconscientes alegrías del presente no hacen más que anticipar los imperiosos ahogos del futuro.