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Mal negocio esta amnistía; por Juan Antonio Lascuraín, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid

27/05/2024
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El día 27 de mayo de 2024 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Juan Antonio Lascuraín en el cual el autor opina que la concordia o es consenso o es Constitución y no parece que esta medida de gracia vaya a abonar ninguna de ellas

MAL NEGOCIO ESTA AMNISTÍA

Le preguntaron a Michel Foucault en 1977 si la revolución era posible. Habían pasado unos pocos y desilusionantes años desde mayo del 68 y la Unión Soviética estaba en su apogeo. El filósofo corrigió al periodista: la cuestión era si la revolución era deseable. Algo parecido sucede con la Ley de Amnistía que ahora se propone. Nos hemos embarrado en la respuesta a su posibilidad, a su constitucionalidad, y hemos debatido poco sobre su oportunidad, sobre si su aprobación nos hará mejores como sociedad.

El pecado no es solo de omisión, sino que lo es sobre todo de confusión, de fraude de respuestas. Existe una absurda tendencia a asociar el sí de la constitucionalidad de una ley al sí de su bondad; a entender que lo que no es pésimo es bueno. Recuerden, por ejemplo, que el Partido Popular impugnó ante el Tribunal Constitucional la ley que despenalizaba el aborto a través de un sistema de plazos, pero que no tocó esa ley, horrible a su parecer, cuando gozó de mayoría absoluta. Tan horrible como era la prisión permanente revisable para los grupos parlamentarios mayoritarios de esta y de la pasada legislatura. Rogar su anulación al Constitucional fue compatible con su tan campante mantenimiento, incluso con algún coqueteo de ampliación.

No creo que esta Ley de Amnistía sea inconstitucional, pero sí que es un muy mal negocio en moneda de valores constitucionales: es mucho más lo que perdemos con ella que lo que ganamos, y por eso pienso que será una muy mala ley. Hagamos cuentas, empezando por sus beneficios.

Hasta nueve veces, nueve, menciona el preámbulo de la ley la finalidad de la convivencia, concepto este abstracto y glamuroso como los de paz y democracia. Es tan difícil disentir de ellos como utilizarlos para resolver nuestros problemas prácticos de organización social. Son musas de las que es complicado llegar al teatro y cuyo encanto puede resultar engañoso, no vaya a ser que oculten fines menos subyugantes.

A la convivencia como beneficio de paja, testaférrico, apunta el devenir temporal de los acontecimientos. Si el origen del resquebrajamiento de la concordia se sitúa en la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo, llama la atención que la preocupación por la convivencia y por su fortalecimiento con medidas radicales de exención penal surja casi cuatro años más tarde y más de dos años después de los indultos, y justo cuando acaecen la inestabilidad parlamentaria y la necesidad del apoyo de los grupos independentistas catalanes.

Para disipar esta sospecha habremos de adentrarnos en las preguntas de qué es la convivencia y cómo la facilita la amnistía. Por de pronto habrá que convenir que la convivencia deseada por esta ley estatal no puede ser solo la de Cataluña, sino que habrá de tomarse también en cuenta para reconocerla o para medirla la convivencia en el resto de España. Y, por de pronto, cabría también estar de acuerdo con una perspectiva formal que se conformara con el consenso. Valga la reiteración: la amnistía refuerza la convivencia si hay amplio acuerdo con que la amnistía refuerza la convivencia. Recuerden que la amnistía del 77 fue aprobada por el 93% de los diputados, en paralelo, con el apoyo social de la medida.

Ahora las cosas van, como sabemos, bastante más justas de apoyo popular en Cataluña, a decir de las encuestas, que señalan también el escepticismo de los catalanes sobre la aportación positiva de la amnistía a la convivencia (solo lo cree el 38%, según el CIS, en pregunta previa a una campaña electoral catalana en la que la amnistía jugó un sorprendente papel secundario). Y las cosas no van en el resto de España, a decir también de las encuestas y de la Comisión de Venecia, ese docto opinador imparcial que tanto interés ha suscitado y que ve que la proposición de ley “ha ahondado una profunda y virulenta división en la clase política, en las instituciones, en el poder judicial, en el mundo académico y en la sociedad española” (punto 127). No parece ajeno a esa asimetría entre representantes y representados en un tema tan conocido y sensible el hecho de que el partido proponente de la amnistía no solo no hubiera incluido esta medida en su reciente programa electoral, sino que hubiera afirmado urbi et orbi que era más que una mala medida, que era una medida intolerable, inconstitucional.

Fracasada la vía formal del consenso para afirmar la convivencia, intentemos rascar en la vía material. Y aquí el punto de llegada no puede ser otro que el ordenamiento jurídico democrático, que es nuestra vía pacífica e igualitaria de resolución de conflictos, y esencialmente su Ley Fundamental. La pregunta entonces es: ¿refuerza la amnistía la Constitución como punto básico de encuentro (también como punto básico para cambiar el punto básico o para lograr, por ejemplo, la secesión de un territorio a través de su reforma)? Hay que ser optimista para afirmarlo. Los amnistiados, o buena parte de ellos, dicen que volverían a recurrir a vías no constitucionales para alcanzar sus por lo demás legítimos fines políticos, como revela la popularidad del lema Ho tornarem a fer. De hecho, a la vez que acuerdan la amnistía con una mano, impulsan con la otra en el Parlamento de Cataluña leyes frontalmente anticonstitucionales, como la iniciativa popular para la declaración de la independencia de Cataluña. En fin, si de lo que se trata es de la concordia constitucional hay algo de paradójico en su búsqueda a través de la gracia respecto de los que atentaron gravemente contra ella y no renuncian a esa vía.

Los beneficios de una ley pueden ser pobres o poco probables, pero al fin y al cabo merecer la pena si la norma no acarrea costes relevantes. No es, desde luego, el caso de la amnistía, de cualquier amnistía, cuya mochila de piedras constitucionales es siempre pesada. Recuerden que amnistiar no es derogar una norma penal porque carezca de sentido, sino inaplicarla a ciertos casos aunque sigamos creyendo en ella. Y con ello la primera víctima de la amnistía será el derecho a la igualdad de los ciudadanos ante la ley (art. 14 CE): ¿Por qué mi malversación sí se castiga? Está después obviamente la protección de los esenciales bienes individuales y colectivos que protegen las normas penales al final inaplicadas. Y queda, en fin, el derecho a la tutela judicial efectiva de las potenciales víctimas del delito (art. 24.1 CE), cuando estas existen, que comprende la legítima expectativa de que el posible delito se persiga y de que se haga con la seriedad propia de un procedimiento penal. Esto vale tanto para el manifestante lesionado por la Policía como para el policía apedreado por el manifestante. En la amnistía, en toda amnistía, habitan la desigualdad, la inseguridad jurídica y la desprotección de la sociedad.

La actual proposición acentúa alguno de estos costes. No es menor el que tiene para la Hacienda Pública. No serán penados las autoridades y funcionarios que desviaron fondos públicos para cosa distinta a su destino democrático y tan poco pública que era antipública, que era un delito. Como olvidar la pena de autoridades malversadoras poco arrepentidas es bastante sonrojante, la ley trata de paliar ese rubor con una distinción. No vamos a amnistiar cuando “haya existido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial” (arts. 1.1.a y 1.4), como si fuera relevante para el daño social cuál sea ese destino final, si el bolsillo propio, el regalo al amigo, la financiación del partido o la donación a Manos Unidas.

Para mayor inri, resulta que quienes cometieron esas malversaciones no tendrán que devolver ese dinero que -disculpen que me ponga populista- faltó para las escuelas, el alumbrado o los hospitales. No hay responsabilidad contable ni civil frente a los no particulares (art. 8), lo que es triplemente sorprendente: porque lo propone la izquierda, porque se decide proteger menos el patrimonio público que el privado y porque el lenitivo clásico de las amnistías pasa por la verdad y la reparación. Este acento en la desprotección de lo público queda en negrita si se contempla la razonable exclusión de la amnistía de los delitos que “afecten a los intereses financieros de la Unión Europea” (art. 2.e). Qué envidia dan los euros públicos europeos.

En fin: esta amnistía será quizás posible, pero es muy indeseable por sus severos e incuestionables costes frente a sus dudosos beneficios. La concordia o es consenso o es Constitución. Y no parece que la amnistía vaya a abonar ninguna de ellas.

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