LOS PODERES PÚBLICOS Y EL DERECHO A LA CULTURA
La cultura se contempla en el artículo 44 de nuestra carta magna como un derecho de la ciudadanía. La función constitucional de los poderes públicos con relación a dicho derecho es promover y tutelar el acceso al mismo por los ciudadanos. Dicho papel de promotor y tutor determina el recíproco de promovido y tutelado. El precepto constitucional no desvela a quien corresponde este último, pero no resulta muy difícil de entender que es un llamamiento a la sociedad misma y, en especial, a los operadores que cuentan con la capacidad de hacer llegar las manifestaciones en las que se materializa el contacto con la cultura a los ciudadanos.
Lo verdaderamente relevante en el reconocimiento del derecho y de las obligaciones públicas vinculadas al mismo es el alcance y sentido de aquel y de estas.
La cultura es un patrimonio que se atesora en el tiempo por una comunidad a la que aporta identidad, perspectiva y proyección futura. La Constitución residencia el derecho sobre este patrimonio en la ciudadanía, pero, considerando que su acceso y disfrute requiere de una intervención especializada de ciertos operadores, atribuye la obligación a los poderes públicos de promover y tutelar los mecanismos para que a través de dichos operadores se materialice la consecución de dicho acceso y disfrute.
La actuación concreta de los poderes públicos con relación a los operadores privados del sector cultural se enmarca en el terreno de las políticas de fomento. Es decir que, mediante subvenciones y estímulos fiscales, favorecerá que se materialice el acceso a la cultura por la ciudadanía a través de la actividad de estos operadores.
La Constitución no confiere otro rol a los poderes públicos que no sea el indicado, con lo cual ni siquiera ha de garantizar el derecho (como, por ejemplo, sucede con la educación) ni ha de tener una intervención que vaya más allá de su labor de promotor y tutor, debiendo de ejercer este mandato con pulcrísima neutralidad.
Sucede, no obstante, que el sector público tiene una muy relevante intervención como operador cultural, por tradición, medios y voluntad. Y esta última razón es la que puede confundir e inquietar. El riesgo de incurrir en un conflicto inaceptable por ser al mismo tiempo tutor y tutelado es manifiesto. La tentación de intervenir como operador de un modo que tiene vetado como promotor es evidente, pero también es rechazable no sólo por la posibilidad de desnaturalizar la obligación, sino por la más grave de invadir el derecho. Los poderes públicos no están para adueñarse de la cultura. No cabe contraprestación alguna (en forma de rédito político, por ejemplo) por el ejercicio de la obligación de promover y tutelar el acceso del derecho a la cultura, ni de contribuir a la materialización de este derecho como operador público. Es un deber que ha de ejercerse con rigurosa neutralidad y sin provecho alguno.