JURAMENTO Y (DES)HONOR
En las últimas semanas hemos sido espectadores de varios juramentos: el pasado 31 de octubre, S.A.R. la Princesa de Asturias juraba la Constitución española al alcanzar la mayoría de edad y, hace escasos días, el presidente del Gobierno y los ministros juramentaban (o prometían) su cargo. El juramento a la Constitución tiene sus raíces en la idea de compromiso y lealtad hacia los principios y normas fundamentales de todo país. Este tipo de juramentos se originaron como una manera de asegurar la fidelidad de aquellos que ocupan cargos públicos o desempeñan funciones relevantes en la sociedad, reforzando así el respeto y la adhesión a las leyes fundamentales que rigen una nación. En España, el Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, regula la siguiente fórmula de juramento o promesa para la toma de posesión de cargos o funciones públicas: “¿ Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo, con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?”
Si observamos dicha fórmula, resulta obvia la vinculación entre el cumplimiento del juramento y el honor de quien lo presta, ya que la ruptura de un juramento implica (nada más y nada menos) un verdadero deshonor. Y si partimos de considerar que actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, imaginen, a la inversa, lo que supone el deshonor. El honor se basa y fundamenta en una conciencia bien formada, en la que se cultivan otros muchos valores como la integridad, la justicia, la honradez y el respeto a la dignidad propia y ajena. A los cargos públicos, el honor les proporciona el estímulo necesario para cumplir con sus deberes conforme a los preceptos estipulados en las leyes y reglamentos y a la luz de las pautas y reglas éticas o morales socialmente imperantes en la actualidad.
El valor del juramento a la Constitución reside, precisamente, en el compromiso solemnemente expresado por quienes lo hacen. Este acto simboliza la lealtad a los principios fundamentales y normas que guían a una nación y refleja el respeto por el Estado de derecho, la separación de poderes, la democracia y la voluntad de cumplir con las responsabilidades inherentes al cargo o a la ciudadanía. Por eso, cuando un juramento o promesa no va respaldado de ese sentimiento de lealtad y compromiso, se corre el riesgo de perder el honor de servir a la sociedad, y ese honor, una vez perdido, no se recobra jamás. No cumplir un juramento a la sociedad es despojarse de la confianza colectiva; supone perder no solo la integridad personal (que no es poco), sino también la conexión esencial entre el servidor público y la comunidad a la que se debe. En definitiva, no cumplir un juramento a la sociedad no solo es una traición a la confianza depositada, sino también un menoscabo de los cimientos éticos que sostienen la función pública. En ese quiebre, se desvanecen las promesas de servicio, dejando un vacío que erosiona la fe en la institución y socava los pilares fundamentales de nuestra sociedad.
Ya lo dijo Demócrito y da para pensar en estos tiempos: “Los juramentos que hicieron en medio de la necesidad no los observan los mezquinos cuando se han librado de ella”.