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Amnistía, el poder y no la verdad; por Daniel Berzosa, profesor de Derecho Constitucional

13/11/2023
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El día 13 de noviembre de 2023 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Daniel Berzosa, en el cual el autor opina que lo que ningún pueblo, lo que ninguna Constitución del mundo puede contemplar es su autodestrucción o su indefensión frente a quien intente destruirlos.

AMNISTÍA, EL PODER Y NO LA VERDAD

El poder y no la verdad puede destruir la democracia; el poder y no la verdad puede acabar con la libertad y la igualdad como reglas básicas de la justificación racional del Estado democrático y la vida de sus ciudadanos. Amnistiar en un Estado constitucional como es España desde 1978 y, al parecer se pretende en la pactada ley de amnistía, es, además de una derogación tácita de la Constitución por un Parlamento autoinvestido en asamblea constituyente y solo por mayoría absoluta (al no alcanzar las mayorías cualificadas superiores a la anterior, ni los ritos exigidos para su reforma), un retroceso a un régimen de clases con sus privilegios. Las castas de quienes aluden a ellas en la actualidad para evitar que la ley se aplique a todos por igual. Es caciquismo en un país occidental en el siglo XXI.

Eso supone conceder una amnistía, con este nombre o con el circunloquio que se busque en esta época de increencia en un sentido propio de las palabras. Amnistiar viene del griego ‘amnestía’, propiamente ‘olvido’. Lo insalvable para un intelecto medio y honrado es que, en el caso en marcha, se trata de olvidar sólo los delitos cometidos por algunos ciudadanos, condenados por los tribunales predeterminados por la Constitución y la ley penal de un Estado de derecho, y, también, los que están sometidos a algún procedimiento o incluso puedan estarlo.

Amnistiar en la España constitucional es impugnar la Constitución de raíz y asumir el relato de sus enemigos internos, que la motejan de instrumento de tortura y represión, que rechazan la existencia de la nación española y su soberanía. Amnistiar a tales condenados significa reconocer ante los ciudadanos y el resto del mundo que España no es un Estado de derecho. Cuando nuestra Constitución ha establecido un régimen de libertades amplísimo, por el que debe aceptarse que fuerzas anticonstitucionales (sea porque anhelan la destrucción de la unidad nacional o porque sus ideologías son incompatibles con la democracia) estén en el juego político que conduce a alcanzar el poder en las distintas instituciones representativas y ejecutivas de España, siempre y cuando desarrollen su acción por medios pacíficos.

Significa reconocer que el Código Penal, pese a haber sido aprobado en 1995, contempla la posibilidad de cometer ‘delitos políticos’. Sin olvidar que también se querría excusar a ciertos condenados por corrupción. Todo ello nos sitúa en una de las infracciones más graves que puede cometer un Estado miembro de la Unión Europea y que, teóricamente, le impide ser miembro de ella. Las normas y la jurisprudencia sobre los derechos y valores de la Unión Europea son elocuentes.

Es un perdón muy exclusivo, solo para ciertos políticos y sujetos envueltos en una de las acciones políticas más denostadas desde los orígenes filosóficojurídicos de Occidente. Los romanos, desde el siglo II a. C., lo consideraban un delito de lesa majestad (‘crimen maiestatis inminutae’ o ‘crimen maiestatis’); pues es un atentado contra la soberanía del pueblo, contra su unidad, contra su existencia. Y la pena que se le aplicaba era la de muerte, conmutable por el exilio para ciertas clases sociales (Tácito, ‘Annales’; Suetonio, ‘De vita duodecim caesarum’).

Lo devastador es que, veinticuatro siglos después y tras las revoluciones de la libertad y la igualdad de 1776, 1789 y 1848, se ha publicitado un acuerdo entre los deseos de los independentistas condenados y las aspiraciones de quienes desean mantenerse en el poder central del Estado por el que se volverá a un régimen de clases sociales a España. Españoles de clase A (los que estén con los proponentes) y españoles de clase B (los que discrepen de los anteriores). Es insostenible racionalmente cualquier intento de justificación de tal clase de desigualdad. En modo alguno, se la puede amparar bajo el concepto de ‘discriminación positiva’, propio de los derechos fundamentales; ni menos en la idea de concordia, pues, al favorecer solo a una alianza política, es seguro que generará discordia.

Muchos y atinados argumentos hemos leído contra la amnistía de notables juristas. Sin ánimo exhaustivo, lo han hecho el querido y recordado Ramón Rodríguez Arribas (quien nos ha dejado recientemente), Aragón, Delgado Barrio, Fernández-Fontecha, Freixes, Gimbernat, Recuerda, Roca, Rodríguez Ramos, Ruiz Robledo, Sala, Silva, Tajadura o Vidal; y, también, Arias, Bermejo, Gil o Simón. Y otros a favor, todos errados o interesados. No importaría, desde la verdad y el Derecho, que fuese al revés. “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero” (Antonio Machado, ‘Juan de Mairena’). El problema acontece porque estamos en un momento hobbesiano; donde no es la Justicia la que hace la espada, sino que es la espada la que dicta lo que es la Justicia.

En palabras de Hobbes, la autoridad (que entiende como poder, fuerza) y no la verdad es la que hace la ley. El genio inglés, tristemente al servicio del absolutismo, padre intelectual del totalitarismo y del populismo materialistas, no solo corrompió el original latino, que reza que la verdad y no la fuerza es la que hace el juicio (‘veritas non auctoritas facit iudicium’), sino que, en una segunda tenebrosa pirueta, mudó el significado de ‘auctoritas’ en ‘imperium’ (poder, fuerza) y no por su verdadero significado de ‘autoridad’.

El más absurdo -jurídicamente considerado- de todos los argumentos a favor de la amnistía es que el que pretende agarrarse al postulado latino ‘permissum videtur id omne quod non prohibitur’ (“lo que no está expresamente prohibido se entiende permitido”). Si se parte de esta premisa, radicalmente errónea en esta materia, se llega a la contradicción lógica de que la Constitución no es democrática, de que España no es una democracia y sus leyes no son las de un Estado social y democrático de derecho, como establece el artículo 1.1 de la Constitución. Dicho con un ejemplo: en ninguna parte de la Constitución se prohíbe la esclavitud; pero todos sabemos que ésta es imposible de restituir en una democracia.

Tiene sentido una amnistía si hay un cambio de régimen dictatorial o autoritario a uno democrático, como sucedió en España en 1977. Es una aberración política y jurídica hacerlo una vez que se aprueba una Constitución como la de 1978, que recoge todos los elementos válidos y vigentes internacionalmente para que un país sea considerado una democracia plena, como son la soberanía en el pueblo, la garantía de los derechos fundamentales, la división de poderes, la libertad de expresión, el derecho de oposición al gobernante, la posibilidad real de alternancia en el poder y la normatividad de la Constitución como elemento supremo jurídico de la voluntad constituyente del pueblo. Y téngase presente que la cuestión de la amnistía se discutió y, por tales fundamentos, se rechazó incluirla en la Constitución.

Lo que ningún pueblo, lo que ninguna Constitución del mundo puede contemplar es su autodestrucción o su indefensión frente a quien intente destruirlos. De hecho, ahí está la severa advertencia de la Unión Europea sobre la amnistía. Lo normal es que se establezcan reglas para su defensa. No hacerlo sería dejarlos inermes, como solitarias hojas bajo el viento.

No es difícil advertir que toda esta concupiscencia por disfrutar del poder en el Estado central y en algunas comunidades autónomas es, desde el punto de vista de la lógica del Estado constitucional, de una democracia plena como es España, un desatino, un ataque y un frenesí políticos, jurídicos y éticos contra la libertad, la igualdad y la democracia de todos los españoles.

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