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45 años de la Constitución; por José Luis Martínez López-Muñiz, Catedrático de Derecho Administrativo y profesor emérito de la Universidad de Valladolid

24/10/2023
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El día 22 de octubre de 2023 se ha publicado, en el diario El Imparcial, un artículo de José Luis Martínez López-Muñiz, en el cual el autor opina que los sistemas democráticos más estables y consolidados -que no quiere decir que no tengan problemas- se caracterizan por la longevidad de sus Constituciones.

45 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN

Estamos a pocas fechas de que la Constitución de 1978 que nos rige cumpla 45 años.

Muchos recordamos el referéndum del 6 de diciembre en que participamos como ciudadanos españoles. Para otros muchos eso forma parte ya de la historia que les han contado. Quienes hoy tienen menos de 63 años y no alcanzaban entonces la edad de 18 años, no pudieron participar activamente en aquel memorable referéndum. En otros treinta años serán muy pocos los que queden vivos que lo hicieran. Y, sin embargo, es la norma fundamental del Estado y hay que esperar y desear que lo sea por muchos años más, también cuando hayamos desaparecido cuantos tuvimos la fortuna de participar, de alguna manera, en el procedimiento de su aprobación.

De los 26.632.180 electores censados al inicio del diciembre de 1978, se abstuvieron 8.758.879 (un 32,89 %) y emitimos el voto 17.873.301 (un 67,11%). Votaron en pro de la nueva Constitución 15.706.078 (un 58,97% del total de los electores, un 87,87% de los que votamos), en contra 1.400.505 (el 5,25 % del total del electorado, un 7,83 % de los que votamos), en blanco 632.902 (un 2,37 del total del electorado, un 3,54 de los que votamos), y hubo 133.786 votos nulos.

Se decantaron, pues, a favor expresamente de la Constitución casi tres quintas partes de la ciudadanía con derecho a voto, una mayoría más que suficientemente clara. Es muy significativo además que solamente la rechazara un 5,25 %. El resto, algo más del 35 %, evidenciaron perplejidad, dudas porque tal vez había algo en ella que consideraban importante y no acababa de convencerles, desinterés, falta de información o quizás desconfianza o incluso rechazo general del sistema, siendo difícil identificar en qué proporción lo hicieron por una u otra razón los que sumaron el 32,89 % del electorado que no votó, o incluso el 2,37 que votó, pero en blanco, si bien en estos 632.902 votos en blanco hay que descartar, desde luego, las últimas posibles razones apuntadas.

Junto a estos datos es muy significativo recordar que todas las grandes formaciones políticas de entonces apoyaron el sí a la Constitución. Fueron ellas -de muy contrapuestos planteamientos- quienes la acordaron. De los partidos parlamentarios, salvo excepciones individuales aisladas, solamente se negó al sí, pero sin oponerse sino absteniéndose, el PNV; Alianza Popular -de la que, como se sabe, nacería el actual PP en 1990 bajo el liderazgo de Aznar, sumando a muchos que estaban en la originaria UCD en 1978- recomendó el sí, aunque dio libertad de voto y algunos de sus diputados votaron no o se abstuvieron, y es lógico pensar que algo semejante ocurriera en su electorado en el referéndum. Es muy de destacar que CiU, entonces hegemónica en el nacionalismo catalán, o el Partido Comunista de España, respaldaron sin fisuras la Constitución. Y de los partidos extraparlamentarios, varios hicieron campaña abierta por el no o la abstención, tanto por la derecha como por la izquierda -a la que pertenecían los más-, aunque hubo también quienes respaldaron el sí, como, entre otros, la ORT o el PTE, ambos de conocida ideología marxista-leninista.

Es de notar, por cierto, que en Cataluña el sí a la Constitución fue superior que en el resto de España, pues votó a favor un 61,43 % del total del electorado (casi 2 puntos y medio más que en el conjunto de España), mientras que, en cambio, los electores que la rechazaron allí representaron solamente un 3,13 %, más de dos puntos menos del 5,25% de rechazo que hubo en toda España. En las tres Provincias Vascongadas con la que se formaría la Comunidad del País Vasco, sólo voto a favor un 30,86% del total del electorado, pero en contra únicamente un 1,89 %. El resto, un 67,25%, o se abstuvo o votó en blanco (o su voto fue nulo). Algo menos de la mitad de este porcentaje -en torno a un 30% de los electores- seguramente fue consecuencia de la llamada a la abstención efectuada principalmente por el PNV, aunque pudieron concurrir otras causas. En cualquier caso, si en toda consulta democrática lo determinante son los votos a favor y los votos en contra, es indudable que la Constitución fue también respaldada democráticamente en el País Vasco y por una diferencia muy grande entre el sí y el no, superior a la alcanzada en el conjunto de la nación: el voto de rechazo en España fue un 8,9 % del favorable a la Constitución, mientras que, en el País Vasco, el no fue solo un 6,12% del sí.

Claro que, como comenzábamos diciendo, muchos de los protagonistas de este referéndum ya no están entre nosotros y en unos cuantos años más no quedaremos ninguno. Y, obviamente, las posiciones de quienes van pasando a ser ciudadanos de España con el transcurso de años pueden cambiar y de hecho cambian, aunque en las más diversas direcciones. Pero las Constituciones se hacen para que duren: son leyes supremas que establecen el marco general de una comunidad política soberana, sobre la base de criterios de ordenación jurídica fundamentales ampliamente compartidos, cuya modificación o complemento requiere un alto grado de consenso social, precisamente porque toda norma constitucional, por su fundamentalidad, se establece con vocación de una muy larga perdurabilidad.

La vigencia de una norma jurídica más allá de la permanencia en el poder o incluso de la vida de los que la establecen es cosa ordinaria. Nuestro ordenamiento y el de cualquier país tiene no pocas leyes y reglamentos que tienen más de cincuenta años o incluso más de un siglo. Esto no les despoja necesariamente de racionalidad, utilidad y obligatoriedad actuales, aunque, ciertamente, se vayan modificando en una u otra medida a medida que resulta necesario, o simplemente por más o menos discutibles cambios de percepción de los legisladores o de quienes ejercen la potestad reglamentaria, no siempre atinados. A medida que la norma es menos fundamental y se ocupa más de detalles o particularidades, más o menos contingentes o cambiantes, lógicamente es más fácilmente sustituible o reformable: se cambia más fácilmente un reglamento que una ley, una ley ordinaria que otra orgánica.

El cambio de la Constitución son palabras mayores y es lógico que, en todas partes, requiera, como decíamos, un más elevado grado de consenso político en la sociedad para ello, y las debidas garantías.

No haber participado en la aprobación de un reglamento, una ley o una Constitución, ni directa ni indirectamente, no es razón para rechazarlas o cambiarlas o para no estar sujetos a ellas.

La sociedad no cambia tanto como para que haya que cambiar de Constitución como se cambia de ley o de reglamentos. La mayor parte de los cambios sociales no cuestionan para nada ni el sistema organizativo básico del Poder público ni lo que son o deben ser los derechos y libertades fundamentales, que es de lo que se ocupa una Constitución.

Los sistemas democráticos más estables y consolidados -que no quiere decir que no tengan problemas- se caracterizan por la longevidad de sus Constituciones, sin perjuicio de sus enmiendas o modificaciones, cuando se ha estimado necesario. Es bien sabido que el país que implantó la Constitución, tal y como la entendemos hoy, Estados Unidos, sigue bajo la misma Constitución con la que se constituyó como el Estado Federal que es desde entonces, en 1787, aunque la hayan ido complementando con algunas pocas enmiendas adoptadas conforme a las previsiones del texto originario. Hubieron de padecer incluso una dura guerra civil en los años sesenta del siglo XIX para mantenerla.

La Constitución Española de 1978 no es aún la que más nos ha durado en España, pero lleva camino de lograrlo. No es la menor de las razones para desearlo recordar lo sucedido cuando la de 1876 dejó de aplicarse, prácticamente desde 1923 y colapsó definitivamente en 1931, y todo lo que vino a seguido. Resulta, en fin, insensato cuestionar la conveniente permanencia de la Constitución vigente o tratar de minarla.

Como ocurre en Estados Unidos y, de manera análoga, en tantos otros países, la adhesión implícita a la Constitución de las generaciones que se suceden no tiene menor valor que el voto de los que pudieron emitirlo para su aprobación. Sus previsiones para su revisión o reforma ahí están para que puedan ser utilizadas si hay mayorías suficientes para ello, libremente configuradas. Si no se usan es, sin duda, porque no se avista la conformación de una mayoría suficiente que lo quiera, porque sigue habiendo una parte muy considerable de la ciudadanía -y de sus líderes y representantes políticos- que considera preferible mantener lo establecido por la amplia mayoría que lo respaldó en la etapa constituyente, luego aceptado extensamente por las generaciones siguientes. Es verdad que la Constitución requiere primero mayorías cualificadas de hasta dos tercios en el Senado y en el Congreso -que no son inferiores a las que de hecho se alcanzaron en ambas Cámaras en 1978 para la actual Constitución-, necesariamente respaldadas incluso en nuevas elecciones que han de convocarse al efecto, cuando se trata de modificar las partes tenidas por más esenciales. Podría haber, entonces, una mayoría incluso absoluta de la ciudadanía -y de sus representantes- que no podría operar determinadas reformas deseadas por ella, lo que puede parecer contrario al principio democrático. Pero, cuando de la Constitución se trata, cuenta desde luego la voluntad ciudadana en cada momento, mas integrada de manera diacrónica con la que ha persistido en el pasado y la que pueda existir en el futuro. Se exige en cada momento una mayoría altamente cualificada para que haya seguridad de que los trascendentales cambios que puedan propiciarse en la Constitución no van a depender de cambios coyunturales de la opinión mayoritaria. Ahí está la clave de la consistencia y supremacía de la Constitución en la que descansa la posibilidad efectiva de la justicia, la libertad, la seguridad y el bien de cuantos integran la Nación, que, como comienza diciendo el Preámbulo de la nuestra, es precisamente su razón de ser.

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