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El futuro del Tribunal Constitucional; por Javier Tajadura Tejada, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU)

19/01/2023
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El día 19 de enero de 2023 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Javier Tajadura Tejada en el cual el autor opina que el futuro del TC, afectado tanto por la colonización partidista del sistema de cuotas como por el modo en que funciona la institución, determinará de una u otra suerte el futuro de nuestro régimen democrático.

EL FUTURO DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

El Tribunal Constitucional (TC) es la clave de bóveda del edificio constitucional. Por ello, la superación de la profunda crisis que atraviesa es fundamental para el futuro de nuestro régimen democrático. La crisis es el resultado de dos factores. El primero, la colonización partidista de la institución como consecuencia de las sucesivas renovaciones merced al perverso sistema de cuotas. El segundo, el modo en que funciona el tribunal. A la lentitud extrema en resolver recursos sobre cuestiones fundamentales se suma el hecho de que el lugar central que debieran ocupar los debates plenarios y las deliberaciones del colegio de magistrados ha sido desplazado por el trabajo de los letrados.

En este contexto, como ha advertido un insigne ex presidente de la institución, el profesor Cruz Villalón, el TC corre el riesgo de caer en la irrelevancia, lo que resultaría fatal para nuestro régimen constitucional porque, como subraya también el citado autor, en España el papel del tribunal es más relevante que en otros. En primer lugar, porque la función estabilizadora e integradora de la Constitución de 1978 es mayor que otras de nuestro entorno, lo que refuerza la necesidad de que cuente con un supremo defensor eficaz. Nuestra Constitución no es sólo la norma suprema del ordenamiento, sino -como recuerda Alfonso Guerra, uno de sus artífices- también el acta de paz que puso fin a la Guerra Civil iniciada en 1936. En segundo lugar, porque ante la imposibilidad práctica (por falta del imprescindible consenso político) de activar los procedimientos de reforma, la doctrina del TC es el único expediente efectivo para adaptar el texto constitucional al cambio histórico, y mediante esa adaptación el tribunal actúa también como defensor de la Constitución.

En la última y accidentada renovación parcial, el Gobierno ha designado a dos personas directamente vinculadas a su Administración (un ex ministro y una ex directora general) como magistrados del cupo que le corresponde designar cada nueve años. Queda todavía por cubrir por el Senado la vacante ocasionada por la dimisión por razones de salud del magistrado Alfredo Montoya. Tras la renovación, el Pleno del TC ha elegido a su presidente y vicepresidenta, y lo ha hecho en ambos casos por una ajustada mayoría.

¿Podrá el TC recuperar la necesaria auctoritas que es imprescindible para que su función estabilizadora sea efectiva? La respuesta dependerá de si es capaz o no de lograr con su actuación una legitimidad de ejercicio que compense los defectos de su legitimidad de origen. Estos defectos son bastante evidentes. En primer lugar, en su composición se ha prescindido del respeto a una serie de reglas no escritas que garantizaban dos cosas. Por un lado, una excelencia profesional en los magistrados procedentes de la judicatura según la cual para llegar al TC se debía ostentar la categoría de magistrado del Tribunal Supremo. Por otro, en razón de sus funciones específicas, un predominio en su composición de magistrados procedentes de la academia. Actualmente ambas reglas han sido incumplidas: ocho de sus 11 magistrados son jueces y sólo tres, profesores; de los ocho jueces, sólo cuatro de ellos son magistrados del Tribunal Supremo.

En segundo lugar, en las renovaciones parciales llevadas a cabo por las Cortes, la exigencia constitucional de que los designados recibieran el respaldo de tres quintos de los diputados o senadores tenía y tiene por finalidad garantizar que se trata de personas que, por su acreditada independencia partidista, son capaces de suscitar un consenso muy amplio sobre su idoneidad. El correcto funcionamiento del sistema presupone el derecho de vetar a cualquier candidato cuya independencia suscite dudas. Los partidos políticos han pervertido el sistema mediante el expediente de las cuotas, que consiste no en elegir a magistrados independientes sino en repartir los puestos entre candidatos afines. Y por lo que se refiere a los nombrados por el Gobierno, nunca hasta ahora éste había designado a miembros de su Administración.

Estos graves vicios en cuanto a la composición del tribunal han dado lugar a una división en dos bloques (denominados progresistas y conservadores) que ha destruido la imagen de independencia del mismo. A esto se añade un segundo factor distorsionador: la tardanza en resolver los asuntos que se le plantean. Baste recordar el recurso contra la Ley del Aborto, que lleva más de diez años pendiente. En muchas ocasiones, como ocurrió con las sentencias que resolvieron los recursos planteados con motivo de las sucesivas declaraciones del estado de alarma por el Covid-19, aquellas se dictaron cuando los estados de alarma ya habían decaído. Con carácter general, el retraso en la resolución de asuntos tan relevantes como los referidos a la Ley de Educación, a la Ley de Eutanasia o al juramento o promesa de los parlamentarios, por citar sólo algunos, devalúa la protección que el tribunal debe dispensar a la supremacía normativa de la Constitución.

El TC solo podrá recuperar su prestigio y auctoritas si es capaz de superar el bloquismo y de ponerse al día en los asuntos, resolviéndolos con una doctrina rigurosa fundada en Derecho y alejada de criterios de oportunidad política; con fallos consensuados y apoyados por la mayoría de los magistrados. Es preciso que el tribunal vuelva a trabajar como lo hizo en sus horas fundacionales. Los letrados deben colaborar y asistir a los magistrados, pero no pueden suplir su trabajo. Para ello, el papel de la presidencia es clave: en cuanto fija el orden del día, debe evitar la demora injustificada de la resolución de los asuntos que entren; y, en cuanto preside las deliberaciones, debe esforzarse por que en ellas el cruce de argumentos, el intercambio de razonamientos y la formulación de las discrepancias se orienten siempre a la búsqueda de acuerdos lo más amplios posibles y basados en fundamentaciones sólidas que pueda compartir la mayoría. No se trata de la búsqueda -muchas veces imposible- de la unanimidad, pero sí es indispensable abandonar las votaciones por bloques en los asuntos política e ideológicamente más controvertidos y de mayor repercusión pública.

LA PRIMERA actuación del tribunal tras su renovación parcial no resulta esperanzadora. A diferencia de lo ocurrido en 1980, cuando los magistrados se negaron a nombrar presidente del tribunal al candidato sugerido por el Gobierno de Suárez, resulta evidente que esta vez el elegido ha sido el preferido por Moncloa. El tribunal inicia así su andadura bajo la sospecha de falta de independencia. Con ello se confirma, además, la profunda erosión que sufre el principio de división de poderes en España y la acusada presidencialización del régimen que ha denunciado en estas páginas el profesor Aragón.

El presidente del Gobierno es quien de facto ha nombrado a la presidenta del Congreso, al presidente del Senado y ahora al del TC. Esta concentración de poder es peligrosa. Trae causa de la deriva cesarista de los partidos políticos que, merced al antidemocrático procedimiento de primarias, han consagrado una legitimidad plebiscitaria en la que han desaparecido los órganos de control y de rendición de cuentas. En este escenario, el TC, como institución contramayoritaria, es un contrapeso necesario para limitar el poder del Gobierno que se convierte en inútil si éste se hace con su control a través del nombramiento de magistrados constitucionales afines.

No es exagerado afirmar que el futuro del TC determinará de una u otra suerte el futuro de nuestro régimen democrático. Al fin y al cabo, fue su primer presidente, D. Manuel García Pelayo, quien nos advirtió de que ningún sistema político puede sobrevivir sin la existencia de instituciones dotadas de lo que los romanos denominaron auctoritas (poder moral no vinculante basado en el reconocimiento social). Y el Tribunal Constitucional es -junto al Jefe del Estado- la institución fundamental en que debe residenciarse aquella.

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