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Ni cooperar ni competir; por Josu de Miguel Bárcena, profesor titular de Derecho constitucional en la Universidad de Cantabria

03/10/2022
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El día 3 de octubre de 2022 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Josu de Miguel Bárcena, en el cual el autor opina que llevamos dos décadas de retraso en la definitiva culminación de la constitucionalización del modelo autonómico.

NI COOPERAR NI COMPETIR

La decisión del Gobierno de Juanma Moreno de bonificar el 100% del impuesto sobre el patrimonio en Andalucía supuso la semana pasada un gran revuelo político y mediático. El eje del revuelo se centró en la política impositiva, como era de esperar: proclamada la era de la desigualdad, los partidos de izquierda hacen caja programática en su eterna lucha contra los ricos, la banca y ahora las energéticas. El caso es que unos días después, Ximo Puig ha anunciado que pretende rebajas fiscales a las rentas de menos de 60.000 abriéndose la puerta a disminuciones significativas en el tramo autonómico del IRPF en otras comunidades donde también gobierna la izquierda: Navarra, Aragón y Extremadura. Conclusión inicial: vivimos en un Estado descentralizado donde las regiones hacen uso de su autonomía fiscal.

Siendo ello así, las tensiones ideológicas de la política tributaria no parecen ser una amenaza -como vienen señalando algunos- para la estabilidad de la financiación de las comunidades autónomas. Fíjense si esa financiación es estable que se estableció en el año 2009 y sigue vigente hoy en día, pese a que tendría que haberse renovado en 2014. Es decir, llevamos ocho años de retraso en la búsqueda y concreción de un consenso político para que el Estado y las comunidades autónomas dispongan un nuevo sistema de financiación para hacer frente a unos servicios públicos con evidentes signos de deterioro después del derrumbe financiero, la crisis económica y el apocalipsis pandémico (dejemos de lado el espejismo de los ingentes ingresos producidos por la actual inflación).

Pero el problema va más allá de lo financiero: llevamos dos décadas de retraso en la definitiva culminación de la constitucionalización del modelo autonómico. No queremos, no sabemos ni podemos acordar un modelo de descentralización más o menos racionalizado, con reglas competenciales claras y una distribución de recursos que tenga en cuenta los graves problemas a los que se enfrenta la sociedad española (por ejemplo, el envejecimiento, la despoblación o el declive medioambiental). Esto implica, por supuesto, ser honestos y abordar con valentía el conflicto nacionalista, que tras dos olas soberanistas en veinte años -Ibarretxe y el infausto procés- ha puesto de manifiesto que cada vez resultará más difícil mantener un autonomismo homogéneo y simétrico para intentar equilibrar el Estado desde el punto de vista territorial.

A comienzos de la década de 2000, al igual que estaba sucediendo en Italia o Alemania, en España pudimos acometer y acordar una reforma constitucional para ajustar los límites del poder entre el Estado y las comunidades, en el marco de los cambios provocados por la incidencia de la globalización social y económica y las importantes mutaciones jurídicas del proceso de integración europea. Nada de esto se hizo y se prefirió reformar el Estado autonómico a partir de las modificaciones profundas y parciales de los estatutos de autonomía. La casa por el tejado. Los estatutos de Cataluña y Comunidad Valenciana emergieron como paradigma de un nuevo derecho público territorial que viraba hacia lo identitario, parcelaba la gestión de lo común y, sobre todo, invitaba a competir a las comunidades por una riqueza que, en tiempos de la burbuja inmobiliaria, parecía infinita.

Precisamente, los modelos federales suelen considerarse a través del prisma de la competencia o la cooperación. La cooperación surge cuando se supera el dualismo confederal decimonónico y el Estado en su conjunto tiene que abordar tareas decisivas para hacer efectiva la reproducción económica. El New Deal en Estados Unidos o las políticas del bienestar alemanas mostraron un cambio de paradigma notable: se hacía necesaria la participación de los estados y los länder en la formación de las políticas nacionales destinadas a la procura existencial de los ciudadanos, dado que los entes territoriales se terminarían convirtiendo en meros ejecutores de las normas de la federación. En este federalismo ejecutivo la lealtad es un principio que brilla con luz propia a la hora de desplegar políticas públicas, pues de lo contrario se corre el peligro de frustrar la capacidad del centro para resolver los problemas colectivos.

Siempre se ha dicho -véase el famoso libro de Thomas Darnstädt- que este modelo de descentralización es especialmente farragoso, tendente al consenso y, por lo tanto, poco adecuado para satisfacer la responsabilidad política. En España esta realidad es muy acusada: con la excepción de los territorios forales, el resto de las comunidades cuenta con un sistema de financiación muy poco transparente donde el grueso de los recursos proviene de las transferencias del Estado a los fondos correspondientes, que después se reparten de acuerdo con unos parámetros acordados previamente (básicamente la población). El resultado es una fórmula en la que los gobiernos autonómicos responden por unos servicios cuya financiación no piden directamente a sus ciudadanos, pues los impuestos propios y aquellos estatales en los que participan, suponen una escasa cuantía desde el punto de vista del gasto total de cada región.

La idea de federalismo competitivo, más teórico que práctico, vendría así a ajustar el diseño territorial con la democracia: el autogobierno implica ofrecer políticas públicas pidiendo impuestos a unos ciudadanos que, además, podrían “votar con los pies” en caso de insatisfacción con su administración. Las críticas a la competencia institucional parecen razonables: la bajada de impuestos generalizada de todos los entes territoriales conduciría a servicios esclerotizados o a más deuda. Ahora bien, como nos ha mostrado Eva Sáenz Royo en sus luminosos trabajos, este problema puede resolverse -si miramos el caso norteamericano- permitiendo que sea el Estado o Gobierno federal quien asuma desde el punto de vista de la legislación y ejecución aquellas competencias que no se quieran ejercer porque el coste político de su despliegue es demasiado grande (por ejemplo, la sanidad, la educación o la inversión en investigación o infraestructuras).

DESDE HACE años sostengo que el Estado autonómico español ya no va a ningún lado: ni coopera de forma decidida ni compite de forma genuina. Estamos ante un federalismo castizo, desarrollado por la derecha y la izquierda, cuyos fundamentos se deciden de forma contingente en las Cortes Generales de acuerdo con las mayorías que el Gobierno de turno necesita para aprobar leyes o presupuestos. Ni siquiera el aldabonazo independentista ha roto esta dinámica: los nacionalistas catalanes, como los vascos, son hoy también los principales beneficiarios de un autonomismo líquido que se reconstruye semanalmente en el Congreso ajeno a unas reglas políticas de fondo más o menos neutrales que garanticen cómo debe repartirse un poder territorial cuya conflictividad ya no puede resolver un Tribunal Constitucional falto de cualquier tipo de auctoritas.

Ante esta situación desestructurada y decadente, lo de Juanma Moreno y Ximo Puig solo es una anécdota más en un contexto mucho más amplio y complicado que casi nadie quiere abordar con serenidad y determinación. El actual Gobierno conformado por el PSOE y Unidas Podemos lamenta unas políticas impositivas neoliberales del PP que responden a la autonomía fiscal garantizada constitucionalmente, pero pacta con el PNV y Bildu transferencias de competencias a una comunidad cuyo concierto económico no se ajusta a principio de justicia distributiva alguno. Por lo visto, se trata de cabalgar contradicciones y que Dios reparta suerte en el contexto de la democracia simulativa. Mientras tanto, los límites de la legislación básica, la renovación del sistema de financiación o el cierre del mapa autonómico esperan reformas legales y constitucionales de calado que necesitan un consenso y un nivel de compromiso absolutamente ausentes en el actual panorama político y partidista español.

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