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Filibusterismo y Justicia; por Luisa María Gómez Garrido, presidenta de la Sala de lo Social del TSJ de Castilla-La Mancha y doctora en Filosofía del Derecho

27/07/2022
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El día 27 de julio de 2022, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Luisa María Gómez Garrido, en el cual la autora alerta de que la resistencia de los partidos a renovar el CGPJ puede afectar la percepción que hay en la ciudadanía sobre la separación de poderes y también desacreditar el prestigio de la democracia en España.

El diccionario panhispánico del español jurídico define el filibusterismo como “la modalidad de obstruccionismo parlamentario que toma su nombre de los piratas o bucaneros que utilizaban técnicas de impedimento de la navegación fluida”. Aunque algunos autores remontan la práctica hasta la Grecia clásica, la expresión más canónica del filibusterismo se refiere de manera convencional a la mecánica de la previous question y el cloture en el Senado de los Estados Unidos. Cuando un grupo del Congreso quiere bloquear un proyecto de ley que inicialmente puede aprobarse por mayoría simple, fuerza un debate ilimitado en el tiempo provocando así que la iniciativa legislativa decaiga por superación de los plazos reglamentarios. Sólo puede evitarse ese efecto mediante la decisión de tres quintos de la Cámara, de forma tal que el requisito previo de una mayoría simple para aprobar la ley se convierte en la exigencia de una mayoría absoluta adelantada para evitar que un fraude reglamentario haga fracasar la iniciativa. Partiendo de estos antecedentes y por extensión, se entiende por filibusterismo cualquier estratagema utilizada para impedir, retrasar o condicionar la actividad institucional encaminada a adoptar decisiones legislativas, nombrar a las altas magistraturas del Estado o aplicar los controles propios de la división de poderes.

Lamentablemente, España se enfrenta a un descarnado ejercicio de filibusterismo desde hace ya tres años y medio, que tiene literalmente secuestrado al órgano de gobierno de los jueces cuya renovación se encuentra bloqueada, creando serias dificultades en algunos aspectos de la organización judicial y, muy particularmente, en el funcionamiento del Tribunal Supremo.

Todos han incurrido en prácticas reprochables. Lo ha hecho el PSOE cuando, planteado el veto del PP a dos de los candidatos propuestos, se negó a atenderlo. Esta afirmación requiere de una explicación para los menos avezados. La atribución del nombramiento de todos los vocales del Consejo General del Poder Judicial a las Cortes fue declarado constitucional por la STC 108/1986, pero con una clara advertencia: la constitucionalidad solo podría predicarse si las Cámaras realizaban los nombramientos fuera de la “lucha de partidos”, esto es, de forma consensuada, evitando distribuir “los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos”, es decir, por el sistema de cuotas. Pues bien, resulta que uno de los instrumentos del consenso es el veto. Si alguno de los candidatos parece inasumible para uno de los negociadores, el otro debe retirarlo; y viceversa. La obligación de los negociadores es proponer candidatos con un perfil institucional asumible para todos ellos, y no blandir, de un lado, candidatos con backgrounds más polémicos o militantes y, de otro, el veto ejercido contra estos, como si se tratara de una pelea de patio de colegio, en lugar de una delicada operación precisada de responsabilidad y respeto mutuos.

También apostó el PP por una práctica indebida cuando anunció que no participaría en ninguna negociación hasta que se cambiara la forma de elección de los vocales del CGPJ. El actual sistema puede tener inconsistencias y debilidades, y quizás merezca algún retoque a la luz de los criterios de la UE en la materia, pero de ningún modo puede supeditarse la normal renovación del Consejo a que se modifique previamente la ley que la disciplina. Por el contrario, el Consejo debe renovarse y, hecho esto, las fuerzas políticas podrían afrontar un debate tan amplio como fuera necesario sobre cuál debe ser nuestro modelo de gobierno judicial, dentro de un marco institucional que es mucho más técnico y complejo de lo que se transmite a la sociedad. Sostener que debe abordarse primero una reforma de tal calado, dejando mientras tanto en el limbo al Consejo, es de lo más irresponsable que quepa imaginar.

Caldeados los ánimos y bloqueado cualquier espacio de encuentro y consenso, se volvió a incurrir en una irresponsabilidad al reformar la LOPJ en marzo de 2021 para dejar al Consejo con funciones limitadas de gestión, evitando así que pudiera realizar los nombramientos que le atribuye la ley, incluidos los judiciales. Sobre esto debe hacerse una observación. Que se deje al Consejo sin la posibilidad de nombrar a las presidencias de las diferentes Salas puede tener una relevancia menor, en cuanto los presidentes prorrogan automáticamente sus cargos y, si cesan por otra causa -por ejemplo, por jubilación-, sus funciones son asumidas provisionalmente por el magistrado más antiguo del órgano judicial. Pero con el TS las cosas funcionan de manera distinta. Si un magistrado cesa, su plaza queda vacante hasta un nuevo nombramiento. De este modo, el Supremo ha ido sufriendo por distintas causas un goteo de bajas que le han dejado al borde del colapso, con graves déficits en algunas salas.

Esta dramática situación no ha conmovido lo más mínimo al poder político, que sólo se ha auto enmendado cuando se ha visto apremiado por sus propias necesidades. Visto que el Consejo no podía proponer a los magistrados del Tribunal Constitucional que debían acompañar a los otros dos propuestos por el Gobierno, se ha iniciado una reforma exprés para devolver la correspondiente competencia al Consejo, con la advertencia sobrevenida de que podría establecerse un plazo para realizar la propuesta. Error sobre error, porque, requiriéndose el voto de 3/5 de los vocales del Consejo, si se hiciera imposible alcanzar dicha mayoría en plazo, se provocaría un choque institucional inédito.

Entremedias, desde algunos ámbitos no políticos se han realizado sugerencias que no parecen contribuir al sosiego. De este modo, se ha abogado por una reforma del sistema de elección, al menos parcial, entre tanto pende la actual renovación, asumiendo en cierta medida la tesis del PP, y contribuyendo a transmitir la idea de que la falta de nombramientos desde hace ya años pudiera tener una justificación técnica ajena al recriminable bloqueo. O se ha insistido en la idea de que los vocales del actual Consejo deberían dimitir todos ellos para forzar su renovación, con la finalidad, se dice, de adecuar su actual composición a la distribución de fuerzas del Congreso, proponiendo así el mismo tipo de trasunto político e inconstitucional que reprochó preventivamente el TC, trasladando al Consejo el resultado del previo fracaso de las fuerzas políticas, y dando a entender que sus funciones son de dignidad o importancia disminuidas y admiten su hibernación.

EN FIN, se ha olvidado que existe una forma constitucional de hacer las cosas en el marco normativo vigente, renunciando por ello a exigirla, con la consecuencia de permitir que en la opinión pública se mezclen y confundan dos cosas distintas: cuál debe ser el modelo de nombramiento de los vocales del Consejo, que seguramente no tendría la carga polémica que presenta hoy si las cosas se hubieran hecho de otra forma; y el reproche severo e incondicional que merece la actual situación de bloqueo, y que ya ha motivado repetidas llamadas de atención por parte de la Comisión Europea.

Las fuerzas políticas se han acostumbrado a hacer dejación de sus obligaciones en este ámbito, quizás porque estén convencidos de que la ciudadanía no identifica en ello un problema de entidad suficiente como para repercutir en sus vidas de manera inmediata y constituir una preocupación, particularmente en medio de las situaciones de emergencia que nos está tocando vivir. En consecuencia, los políticos no esperan ser interpelados por esta causa mediante el reproche cívico que puede ejercerse con los votos. Y, ya se sabe, lo que no se percibe mediante la demoscopia no está en el mundo. Pero la situación es de emergencia, en cuanto supone una carga de profundidad en los cimientos del sistema, corroe la percepción ciudadana de la división de poderes y empaña el prestigio de la democracia. Es de tal gravedad que bien podría sugerirse la asunción por el Rey del papel atribuido en la Constitución para arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, si es que aún se le reconocen tales facultades. Por si acaso, recuerden todos que aquello que no depara la calidad natural, debe proporcionarlo la prudencia, y el que carece de una y otra tiene un problema. Quien permite la degradación de los instrumentos de garantía que le estorbaban en su trayectoria, puede encontrase al final del camino con un muro, darse la vuelta, y comprobar que está solo y tras de sí tiene al diablo.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

1984 es una novela clave para entender el fraude que cometen los políticos fraudlentos: el neologismo. Lo que en EEUU se llama filibuste4rismo en España se lllama fraude de ley y lo tipifica el art. 6.4 CC.
Y más aun, el art. 7.2 CC establece el procedimiento para evitar que el fraude de ley que cometen los políticos progrese cuando esos políticos, con la desvergüenza que caracteriza a algunos, incumple el art. 7.1 CC.
Por qué no nos tomamos en serio el cumpliento de las leyes? Es lo que, si no lo recuerdo mal,

Escrito el 28/07/2022 16:11:24 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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