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Demasiados Parlamentos; por José Luis Martínez López-Muñiz, Catedrático de Derecho Administrativo y profesor emérito de la Universidad de Valladolid

15/06/2022
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El día 13 de junio de 2022 se ha publicado, en el diario El Imparcial, un artículo de José Luis Martínez López-Muñiz en el cual el autor opina que el sistema comunitario europeo ha dado pruebas de notable excelencia, aunque pueda necesitar correcciones.

DEMASIADOS PARLAMENTOS

La noción que se ha hecho común de Parlamento propende, de suyo, a la exclusividad, en cuanto representación del pueblo, en principio, soberano, y titular de la potestad legislativa, es decir del poder de establecer las normas jurídicas determinantes o básicas de la sociedad correspondiente, bajo el imperio solo de la Constitución.

El invento federal norteamericano hizo posible, sin embargo, la coexistencia en la misma sociedad, en el mismo territorio, de dos Estados y, por eso, también de dos Asambleas representativas legislativas. Los americanos, con todo, no llamaron Parlamento -que para ellos era por antonomasia el británico, contra el que se habían rebelado- ni a la Asamblea del Estado federal, de los Estados Unidos, al que denominaron Congreso, ni a la de cada uno de los Estados federados, a las que llamaron “Legislaturas”.

En Estados unitarios como el español, en los que se ha reconocido una más o menos amplia autonomía política a sus colectividades territoriales internas de ámbito regional o equiparado, los Poderes públicos organizados en ellas -nuestras Comunidades Autónomas o las Regiones italianas- se han dispuesto con un Ejecutivo o Gobierno y una Asamblea representativa y democrática que lo controle y que además ejerza la correspondiente potestad normativa en su nivel superior, con la que, a imitación de los Estados federales, se ha aceptado que aprueben también formalmente “leyes”. La Constitución Española, que tampoco denomina como Parlamento a las Cortes Generales, sin embargo emplea varias veces el adjetivo parlamentario para referirse a miembros o actos de las Cortes Generales. Pero en ningún momento asigna tal término, ni en sustantivo ni en adjetivo, a lo que denomina, en cambio, posibles Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas. Aunque, luego, en varias Comunidades Autónomas, sus respectivos Estatutos, hayan optado por denominar precisamente Parlamento a su Asamblea Legislativa, y se haya hecho común entender que todas ellas tienen sus respectivos Parlamentos autonómicos.

Por otro lado, como es bien sabido, aunque inicialmente y hasta finales de los años setenta -es decir durante casi 30 años- el control político sobre la Comisión Europea y, solo hasta cierto punto, sobre el Consejo de las Comunidades Europeas, fue ejercido por una Asamblea Parlamentaria, que, como la que sigue existiendo en el Consejo de Europa, estaba formada por representantes de los Parlamentos de los Estados miembros, dicha Asamblea pasó primero a ser elegida directamente por sufragio universal de los ciudadanos de cada uno de los Estados miembros, y, más tarde, con el Acta Única de 1987, pasó a denominarse Parlamento Europeo, acogiendo la denominación por la que la propia institución y no pocos europeístas venían clamando y que utilizaban incluso oficiosamente. Y ahí tenemos a este flamante Parlamento, elegido conforme a las leyes electorales de cada uno de los 27 Estados miembros, que ha ido ampliando sensiblemente sus competencias con los sucesivos tratados de los años noventa y dos mil que, hasta el Tratado de Lisboa de 2007, fueron reformando los tratados de las Comunidades Europeas y transformando el de la Comunidad Europea general en la actual Unidad Europea. Sigue, no obstante, sin tener una potestad legislativa propiamente dicha y es obvio que el peso político de quienes le componen es sensiblemente inferior al de quienes componen y lideran los Parlamentos de los Estados miembros, que es donde sigue en realidad la verdadera fuente del poder político: en ellos y en los Gobiernos nacionales, en los cuarteles generales nacionales de los partidos políticos.

Pero la mera existencia de una Asamblea tenida por Parlamento induce -lo estamos viendo o lo venimos padeciendo, en algunos casos, dramáticamente- a que trate de aproximarse a lo que, como decíamos al principio, propende la idea misma de todo Parlamento: a actuar como representante del “soberano”, y, por tanto, a tratar de incrementar sus competencias -las de la entidad de la que forma parte- y su poder decisorio y político. Lo que genera una tendencial pugna permanente con el Estado y su verdadero Parlamento, que favorece poco a la deseable estabilidad y buen funcionamiento de las instituciones, y corre el riesgo de distraer permanentemente, cuanto menos, a las Asambleas correspondientes, de la atenta y responsable dedicación a las funciones que les corresponden, aunque sean subordinadas.

El Parlamento Europeo, en su actual configuración, es toda una cuña en el sistema comunitario de la integración europea, lograda por los federalistas europeos, que varias veces ya han querido culminar su afán de convertir a la Comunidad Europea o a la Unión Europea en un Estado federal europeo, de modo que el centro del poder político deje de estar en las capitales de los Estados miembros y pase a Bruselas -por decirlo plásticamente. El último intento -más hecho de apariencias que de realidades determinantes- fue el fracasado Tratado de la Constitución europea de 2004, del que, sin embargo, el Tratado de Lisboa logró trasladar a los actuales tratados de la Unión no pocas expresiones y cambios impulsados por los federalistas. Desde finales de 2009, cuando el Tratado de Lisboa entró en vigor, hemos disfrutado préacticamente de más de una docena de años sin propuestas de nuevos cambios en los Tratados, quizás porque la Unión salió bastante escaldada del fallido intento de 2004, pero también porque no hubo más remedio que dedicarse a los problemas reales de la crisis de 2008-2014, el Brexit y luego la pandemia. Pero ahora, en medio de la grave situación generada por la invasión rusa de Ucrania, “vuelve la burra al trigo”. Como era de suponer, el magno proceso -con supuesta amplia participación ciudadana, que ha tratado de promoverse- sobre el futuro de Europa, ha dado nueva ocasión a los federalistas para replantear su objetivo, hasta ahora reiteradamente fracasado desde los años cincuenta, aunque siempre han conseguido reformas parciales que han ido aceptando los “comunitaristas”. Y, claro, el Parlamento Europeo no ha tardado en intentar ponerse a la cabeza de tal planteamiento, por más que a veces parezca ignorar que no hay reforma posible de los Tratados de la Unión sin unanimidad de los 27 Estados que hoy por hoy la conforman.

Y, en fin, ¿de verdad ganaría la democracia -y la eficacia del gobierno- con la mayor centralización europea del poder político que preconiza el federalismo? ¿No se incrementa con ello el espacio a activos grupúsculos que se abren más fácilmente camino en instituciones inevitablemente lejanas del control real de la opinión pública y de la ciudadanía? ¿Aguantaría la tenue solidaridad europea las continuas tensiones que podrían derivar de decisiones legislativas centralizadas que no ponderasen suficientemente la gran diversidad de sensibilidades, criterios, intereses y preferencias que, con frecuencia, se vinculan a los distintos y tan diversos territorios comprendidos en la Unión? La organización política mejor no es la idealizada en despachos o círculos teóricos. El sistema comunitario europeo ha dado pruebas de notable excelencia, aunque pueda necesitar correcciones, que, probablemente además, deban ir en línea de mayor coherencia con sus principios, depurándolo quizás de cuñas federalizantes inapropiadas para la compleja realidad de un conjunto tan heterogéneo como el que forma la Unión Europea.

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