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Diálogo con el campo; por Santiago Araúz de Robles, jurista

18/04/2022
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El día 16 de abril de 2022, se ha publicado en el diario ABC un artículo de Santiago Araúz de Robles, en el cual el autor dice que el único (insiste el maestro en la constructiva simplicidad del problema, que parte del hombre y conduce al humanismo) problema de nuestra política está ahí: que ese pueblecito gris ruin y pardo, inmutable elemento del paisaje milenario, empiece a querer ser algo que no es.

Meses después de escribir el artículo ‘Una España de madriles’, tropiezo con un luminoso texto de don Manuel García Morente. Por azar, sin buscarlo, en una especie de selección de sus ‘raros y olvidados’ prologada por Millán Puelles. Confieso mi adicción al maestro madrileño-jienense: en los más enmarañados asuntos cotidianos ve sus problemas latentes y los ilumina, de manera que te adentras por ellos como por ‘una senda clara’. Se trata de un agnóstico que fue, hasta la República, decano de la facultad de Filosofía de Madrid, y que, en una noche oscura y en su exilio, en soledad vital, en una buhardilla de París situada en los entornos de la ‘gare de Lyon’, tuvo la misma experiencia mística que san Juan de la Cruz o santa Teresa.

En 1935 -la fecha es significativa vista desde hoy en que nos escandaliza de súbito, o casi, el hallazgo de la España vaciada-, firma en el ‘Diario de Madrid’ un ensayo nuclear que titula ‘El pueblecito’. En el diminutivo con que lo califica, sin identificarlo, hay ya una ternura doliente: lo que va a comunicar es la queja callada que lanza a los vientos la pequeña campana de uno más de tantos pueblos mesetarios, desde su espadaña tal vez resquebrajada y aterida en el cielo vacío. Y escribe: “Salir de Madrid -o de cualquier urbe orgullosa de sí misma- y rodar por tierras de Castilla es como sumergirse en plena gleba. Aunque al paso, lento, contemplativo, te sumerjas también en ese campo propicio a los otoños que alguien plantó de chopos algún día de ilusiones ilusas, junto a la escasa acequia en permanente estiaje. Esa acequia que zanja la nava, con humilde osadía, yendo del infinito al infinito, o de la nada a la nada. Acabamos de ver caminando extrarradio, extraciudad, al filósofo que mira la circunstancia en que voluntariamente se ha sumido, para analizarla: es amigo y admirador de Ortega y Gasset y sabe que el entorno social, histórico, es parte de uno mismo, está maclado en mi yo. Así que va por una huella que él aclara, para sí mismo y para los demás, como advierte Machado a propósito de la muerte de Giner de los Ríos: se nos marchó el maestro por una senda clara. Eso es. La sed de luz, más luz. Y escucha la voz rotunda del propio Machado al contemplar a cada campesino que le mira desde los rebordes del camino, todos sentados quietos a las puertas de sus viviendas: envuelto en sus harapos, desprecia cuanto ignora, concluye con amarga solidaridad. Los describe nítidamente:... nos ven -¿nos ven?- pasar por delante de sus casas, esos hombres que ¿qué quieren, qué apetecen, contra qué luchan, a qué aspiran, a qué carta se juegan la vida? Y radiografía su estado de espíritu: pienso que esos hombres inmóviles en el pueblecito eterno, elemento del paisaje inmutable, no aspiran a nada más que a no morir del todo”.

¿Igual hoy? Ha variado -y mucho- el mundo, al que sin embargo no pertenecen del todo: la televisión, por ejemplo, les mantiene a flote en la civilización, es un neumático rodeando su cintura en el desierto salobre de una mar sin contornos. Ya no se reúnen en la taberna, no la hay, para pasarse de mano a mano el rosario de las horas jugando al julepe o al guiñote, es cierto. Pero subsiste la pregunta: ¿en quién confían, y, sobre todo, de quién dependen? ¿Con quién y cómo dialogan?

Han ido perdiendo la historia. Visitando en los años sesenta (hace tres cuartos de siglo, y 25 años antes de ‘El pueblecito’) un prohombre urbanita que mostraba, como cicerone hospitalario, al embajador de Francia el pobre señorío de Malina, le introdujo en la ‘posada de las cuatro esquinas’, reposo de arrieros, y al presentarlo a los huéspedes, uno de ellos, más atrevido, se subió a un poyo, estiró en alto el brazo con el índice enhiesto, y recitó: “Asombró/ a un portugués/ ver que los niños, en Francia,/ desde su más tierna infancia/sabían hablar francés”.

Ante el gesto extrañado del embajador, y su pregunta: ¿de qué se trata?, el amical guía le informó, son unos versos de Quevedo, y el señor embajador echándose las manos a la cabeza: ¡oh, la cultura del pueblo español! Aunque eran solo ascuas mortecinas de lo que fue.

El profesor García Morente esparce la mirada: España no es Madrid (aunque Madrid pueda ser su quintaesencia), ni Barcelona, ni Valencia, ni Sevilla, escribe. De manera que ‘la impotencia y el desamparo’, hasta llegar a una especia de ‘suicidio (esa es la palabra límite que emplea) vital’ no es, por desgracia, un hecho local. Ha de tener sus causas. Puede que, entre ellas, la pérdida de la conciencia comunitaria en pequeñas localidades de ‘individuos’. Que fue arrasada, o decayendo, en varios momentos, entre ellos la racional división administrativa en provincias, por obra y gracia de Javier de Burgos, un extraño, un ‘afrancesado’. Se fue agotando el vivero que nutría de ‘advenedizos pueblerinos’ al siglo de oro. Una paradoja por estudiar. O puede que por sordera de ‘la ciudad’.

Y lo hace el maestro. España no es la urbe regidora, dictamina con serenidad. Y pone sobre el tapete de la memoria colectiva sana: ¡cuánta responsabilidad para las generaciones históricas que han puesto y mantenido a esos hombres (a los habitantes de tantos pueblos que hasta perdieron la consciencia de su nombre propio como protagonistas del hacer común) al margen de la vida, en la inacción del alma! En seguida, ahonda en el análisis y propone, porque el diagnóstico no basta, por certero que sea: ahí está nuestro esencial problema: vivificar al español de la gleba. Es decir, al 16 por ciento de la población española que tiene su asiento en el 80 por ciento del territorio. En 1945 no existía la estadística del INE, pero los ojos del alma y de la lógica y de la razón la superan en finura, ¡la trascendencia visionaria de García Morente, que lleva implícita la acción!: no hay recetas taumatúrgicas, solo existe un medio, el único: darles algo que hacer. Permitírselo, más bien: porque Ortega y García Morente coinciden en la apreciación de que en nuestra historia todo lo importante lo hizo el pueblo -persona a persona, en las antípodas de la masa, pues- y lo que él, bien propuesto y regido, no hizo en cada tiempo se quedó sin hacer. Se tratará, por tanto, de reintegrar al español del campo en la autonómica (sin relación alguna, ni posibilidad, por distancia temporal, con las autonomías) dirección de su vida. Que se le escuche con oído fino, y abriéndole cauces.

Si fuera político -ensueña como idea 1, no por tarea cansina-, consideraría como la esencial misión de mi oficio el excogitar y procurar los medios para esa vivificación del mundo rural. Pero no iban, en el clima de 1935, ni van hoy por ahí las cosas: Con dolor veo que nuestros políticos profesionales (y hoy somos testigos mudos de la profesionalización del cargo-carga público) piensan y actúan de modo harto distinto; para ellos, lo esencial consiste en reunir muchos votos, conquistar el poder y desde el puente de mando instituir una legislación nueva conforme a sus ideales (que, desde el poder y en el poder se degradan en ideologías partidistas). Sin que el hombre de los pueblecitos, dispersos por naturaleza y libres como única forma seria de ser sociales, pero sin conciencia de esa su sacrosanta dignidad esencial, les merme votos y poder. Pero ‘en silencio’.

Entramos en el mundo de las utopías en apariencia irrealizables pero que mueven a los verdaderos pueblos, antes de que el concepto fuese sustituido por el de nación, para enfrentarlas entre sí (como ha descubierto horrorizado el siglo XX): el único (insiste el maestro en la constructiva simplicidad del problema, que parte del hombre y conduce al humanismo) problema de nuestra política está ahí: que ese pueblecito gris ruin y pardo, inmutable elemento del paisaje milenario (después de haber florecido en el individualismo asociativo de los Reyes Católicos, y fructificado en el Siglo de Oro), empiece a querer ser algo que no es. Y para ello necesita que se le tome no como receptor de mensajes sino como interlocutor, al par que la ciudad ‘de los políticos’. ¡Como si el campo no fuera también ‘polis’, ciudad cabal!

Mal enfocamos las elecciones municipales y autonómicas, siempre de actualidad, si no partimos de ese sólido pilar: el diálogo con los pueblos. A contracorriente, lo sé con el maestro. Pero no ha de haber soñadores para un pueblo, sino un pueblo de soñadores hacia la deseable realidad.

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