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Conservar la libertad; por Vicente de la Quintana Díez, abogado

31/01/2022
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El día 31 de enero de 2022 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Vicente de la Quintana Díez, en el cual el autor considera que el Estado garante aspira simplemente a permitir el desarrollo de una sociedad civil con la que no se confunde, desde el respeto de las personas y entidades sociales que gobierna.

CONSERVAR LA LIBERTAD

Nuestro debate público suele incurrir en dos excesos: el demagógico y el técnico. Frecuentemente asistimos a su naufragio, sumergido por invectivas ‘ad hominem’ y cataratas de cifras. Emparedada entre la consigna ideológica y el detallismo tecnocrático, la dimensión política, como tal, parece ausente. Sin embargo, toda propuesta política es consecuencia de una determinada visión de la sociedad. Se disculpará, entonces, que abocetemos, en tres pinceladas, una perspectiva obtenida desde el punto de vista que llamamos ‘centro-derecha’.

Libertad. La izquierda, como interlocutora y antagonista, ya no es lo que era. No vivimos en un mundo bipolar en que al liberalismo le baste con ser anticomunista. Hoy la izquierda disputa la etiqueta ‘liberal’ desde una concepción particular de la libertad. La que consiste en la voluntad de deconstruir todo lo que precede a la elección individual. Libertad como ‘emancipación’ de las ‘estructuras’; y hasta de la biología. Se trata de deshacer patrimonios culturales, familiares, espirituales e incluso naturales. Esta situación ofrece una oportunidad para aclarar los términos del debate. Es bueno exaltar la libertad; es todavía mejor preguntarse por ella.

La libertad política no está al comienzo, sino al final. Es un resultado: el fruto de un orden propicio. No tiene modelo natural al que remitirse. El hombre no nace libre. Se despierta del sueño de la infancia en un tren que ya estaba en marcha, en una cierta dirección. No elige su lugar de nacimiento, ni su fecha de nacimiento, ni su mismo nacimiento. Está obligado a adueñarse de su propia vida, limitado por el poder de ese tirano que llamamos Realidad.

Es un animal social, su comunidad es para él condición de supervivencia. Le proporciona, hasta cierto punto, su libertad; más allá de ese punto, le amenaza. Por falta de orden o por exceso de orden. El verdadero sentido de la libertad implica sentido de sus límites, más allá de los cuales deja de existir. La libertad es un equilibrio.

Algo en nosotros siente el ejercicio de la libertad como una carga onerosa de la que es tentador eximirse. Y por ahí va la izquierda, cuando habla de libertad. En todos los campos, patrocina la atomización individualista; y detrás de la demanda de ‘nuevos derechos’, un concomitante crecimiento del Poder.

Somos herederos antes que acreedores, y por eso nuestra libertad no es inmediata; presupone humildad para reconocer y recibir las raíces que la hacen crecer. La libertad se nutre de una herencia cuya deconstrucción la deja en el aire. La libertad de pensar, de actuar, de juzgar no son productos espontáneos, sino el resultado del paciente trabajo de la cultura.

La dificultad de hoy es que el liberalismo olvide, en los términos de Tocqueville, los cortafuegos culturales que abonan el florecimiento de la libertad. En su ausencia, lo que queda es una sociedad atomizada, pulverizada en individuos desligados, dedicados a maximizar su bienestar material, frente a los que se alza una gigantesca maquinaria burocrática para regular, mediante normas crecientemente minuciosas, la conciliación de sus intereses en conflicto. El hiperindividualismo en la sociedad engendra el intervencionismo del Estado.

Nosotros, la Nación española. Nuestra libertad política resulta de nuestra pertenencia a una sociedad determinada. Tal sociedad la conforman personas vinculadas a un territorio gobernado por instituciones representativas. Reconocer que la libertad tiene raíces y florece en un hábitat concreto no tiene nada que ver con el nacionalismo. Renan escribió que la Revolución Francesa “dejó a un solo gigante, el Estado, dominando a millones de enanos”. Tocqueville lo había dicho antes. Ambos habían anticipado la patología característica de la modernidad. La sociedad como sumatorio de ‘yoes’ que reclaman derechos, olvidando que debe existir alguna contraparte para satisfacerlos.

¿De quién esperan esos millones de yoes el otorgamiento y garantía de sus derechos? Del Estado. ‘Él’ debe garantizar el respeto de los derechos individuales, ‘él’ debe promover la justicia social, ‘él’ debe encargarse de mi buena salud, de la educación de mis hijos. ‘Yo’ y ‘él’, una conjugación empobrecida. ¿Dónde está el ‘nosotros’? Nos falta la noción de lo que Robert Nisbet y Robert Putnam llamaron comunidad. Comunidad, no ‘comunitarismo’. Nisbet analizó los datos del problema en su libro de 1953, ‘The Quest for Community’. Su diagnóstico: la desaparición de las comunidades tradicionales dejó a las personas impotentes frente a un Estado avasallador. Y el vínculo que ha ido desarrollándose entre individuos y Estado se ha convertido en una relación adictiva.

El Estado como droga legal consumida sin moderación; pero no sin daños. De aquí la proliferación de los comunitarismos, las ‘políticas de identidad’ y el nacionalismo populista: aportan una respuesta (execrable) a uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: la búsqueda de un ‘nosotros’, de comunidades reales dotadas del calor humano del que carece el Estado, el “más frío de todos los monstruos fríos”, según Nietzsche.

Subsidiariedad. Nuestras sociedades se están convirtiendo en sociedades de expectativas de derechos; los ciudadanos se sienten acreedores. La conexión entre derechos y deberes se ha cortado; los derechos ya no son los mismos para todos: la ‘acción positiva’ hizo su trabajo. Además, estos derechos-privilegios son de contenido material. Puede ser justo que sea así; pero también es necesario que su coste esté en relación con los recursos que lo sufragan. Los derechos materiales están forzosamente condicionados a las posibilidades materiales, no pueden ser absolutos: no existe un derecho a lo imposible. Si un beneficio es debido como un derecho natural, nos corresponde, lo tomamos y no damos las gracias. Si ese beneficio se debe a un título absoluto, nunca será suficiente, será siempre una obligación no cumplida del todo. Ahí aguarda una fuente de resentimiento potencialmente explosivo.

No debe negarse la necesidad de seguridad y asistencia, pero puede cuestionarse que el Estado sea su dispensador único. Los derechos sociales deben ser garantizados, pero no forzosamente distribuidos por el Estado. Se justifican como concreción de los derechos-libertades (la educación obligatoria concreta la libertad de opinión y expresión). El problema es su garantía en una sociedad en la que solo existan Estado e individuo y las instancias intermedias hayan sido laminadas. Se plantea entonces la oportunidad de apelar al principio de subsidiariedad. Negativamente, exige que cualquier individuo o grupo social goce del máximo de iniciativa según sus capacidades. Positivamente, reclama que la instancia pública garantice un mínimo bienestar en caso de que la libre iniciativa se revele insuficiente. Nadie debe verse privado de los bienes que permiten la concreción de sus derechos (vivienda, educación). Pero el Estado solamente es garante de la obtención de estos bienes; no los distribuye sistemáticamente en todos los casos.

La idea de subsidiariedad sugiere la construcción de diques que contengan el desbordamiento socio-económico del Estado, como la Constitución limita su poder político. Es irrelevante contenerlo en el plano institucional si al mismo tiempo se le atribuye en monopolio la dirección de la vida social. El Estado garante aspira simplemente a permitir el desarrollo de una sociedad civil con la que no se confunde, desde el respeto de las personas y entidades sociales que gobierna.

Esta visión de la sociedad puede aglutinar amplios sectores del centro y la derecha. Pero su articulación posible demanda claridad y neto deslinde respecto de cualquier tentación populista. Derecho a la continuidad histórica, preservación de la cultura común, soberanía nacional, sí. Pero sin olvidar que las instituciones del Estado de derecho son intangibles, que la cualificación liberal de la democracia la hace viable, que nuestra pertenencia a la Unión Europea es corolario del interés nacional español y que toda soberanía queda acotada cuando hablamos de gobernar hombres y mujeres libres. Cuidado con los terribles simplificadores, incapaces de distinguir entre pueblo y masa brutalizada. Con o sin cuernos de bisonte.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

Algunas matizaciones "Libertad consiste en la voluntad de deconstruir todo lo que precede a la elección individual" se trata de ser libre porque nadie sea tan poderoso que nos priva de la libertad por exceso de poder.
"Es un animal social, su comunidad es para él condición de supervivencia" Eso no debe ser así; debe ser el medio para ser más libre evitando los abusos de las personas e instituciones excesivamente poderosas.
Sin duda "La dificultad de hoy es que el liberalismo olvide, en los términos de Tocqueville, los cortafuegos culturales que abonan el florecimiento de la libertad", pero lo importante es la aplicación de las leyes del mercado de Adam Smith: no hay óptimo económico si se permite una acumulación del poder económico hasta superar incluso el poder del Estado que es el que está encargado de mantener el equilibrio que ese poder económico desequilibra
"Los derechos sociales deben ser garantizados, pero no forzosamente distribuidos por el Estado." Que los distribuya un particular significa que hay que restarle a esa cuantía todo el beneficio de todo negocio ?10 %, 20 %, 30 %? Todo eso significan pérdidas para el beneficiado social.
El equilibrio del mercado exige acomodar la jornada laboral a la productividad, Esta ha aumentado mucho pero la jornada laboral no se reduce: el resultado es el paro, Hay que hacerle caso a Keynes.

Escrito el 31/01/2022 14:59:18 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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