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Martín Villa y la muerte de Manolete; por Juan Antonio Lascuraín, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid y Jesús Santos es abogado de Baker Mckenzie

17/11/2021
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El día 17 de noviembre de 2021 se ha publicado, en el diario El Mundo, un artículo de Juan Antonio Lascuraín y Jesús Santos en el cual los autores analizan la pretensión de la judicatura peronista de encausar a Martín Villa.

MARTÍN VILLA Y LA MUERTE DE MANOLETE

No solo produce monstruos el sueño de la razón: también cierta manera de cocinar los conceptos jurídicos. Como nos enseñan los concursos culinarios, los mejores ingredientes mal elegidos y peor combinados pueden deparar el peor de los platos, como el que ahora tenemos en la mesa. ¿Cómo puede ser que hayan procesado en Argentina a Rodolfo Martín Villa nada menos que como autor de nada menos que cuatro asesinatos cometidos por agentes de Policía nada menos que hace más de 40 años y que conformarían nada menos que un delito de lesa humanidad? Nada menos.

La sorpresa comienza con los hechos que se atribuyen a Martín Villa. La instructora considera que ordenó los letales disparos policiales. No le arredra el pequeño inconveniente de que no concurre absolutamente ninguna prueba al respecto y de que, bien al contrario, son abrumadores los indicios de que es imposible que así fuera. No es que no haya una prueba mínimamente sólida del hecho, que es lo que exige el derecho fundamental a la presunción de inocencia, es que consta en la causa prueba convincente del no-hecho, de que es inimaginable el soporte fáctico de tan tardía y extravagante imputación -que Martín Villa controlaba el aparato represor franquista y lo dirigía violenta y sistemáticamente contra el sector de la población que reclamaba un sistema democrático-. Están en la causa, por ejemplo, los testimonios de los cuatro ex presidentes vivos de nuestros gobiernos democráticos, expresivos de su sorpresa por tan falsa visión de nuestra historia reciente. Felipe González afirma que “el comportamiento de Martín Villa al frente del Ministerio de Gobernación -el más complicado del momento- fue impecable y fuertemente comprometido con el respeto al Estado de derecho, su preservación y su desarrollo”; para Rodríguez Zapatero, el ahora procesado es una de las figuras que “como el propio Adolfo Suárez, con más convicción y eficacia contribuyeron, en un contexto político nada fácil, a afianzar el nacimiento de la democracia de España”.

Más difícil todavía, valga la expresión circense, es tratar de justificar que, incluso en la imaginativa hipótesis fáctica de la resolución de procesamiento, pueden los órganos judiciales argentinos enjuiciar estos hechos tantos años después, amnistía y prescripción mediante. Hagamos para ello ingeniería penal, aunque arrasemos garantías democráticas. Para la responsabilidad penal de Martín Villa necesitamos, por lo pronto, que sea autor de los crímenes y que estos sean de lesa humanidad. Y necesitamos también sostener que ese delito estaba tipificado como tal en el momento de los supuestos hechos; y que es inamnistiable, y que es retroactivamente imprescriptible.

Estos Everest del Estado de derecho no disuaden a la juez instructora. Para escalar el primero afirma que el imputado fue un “autor mediato”: que fue la mano de detrás que utilizó a otros como meros instrumentos de los homicidios. Como esta categoría no es aplicable cuando la mano de delante es autónoma -no es el niño al que el padre ordena en la playa que coja el móvil de un bañista ausente-, el auto acude a una excepción creada por el insigne penalista alemán Claus Roxin para la persecución de los crímenes nazis: la autoría mediata por la utilización de un aparato organizado de poder -que aquí sería el aparato represor franquista-. Que la realidad no nos estropee una buena noticia para la acusación: los primeros asesinatos fueron cometidos en marzo de 1976, en plena Transición que no en vano calificamos como “democrática”, y en un momento en el que Martín Villa carecía de todo mando policial, pues era ministro de Relaciones Sindicales. Sí lo tuvo poco después, en julio de 1976, como titular de Gobernación, cargo desde el que impulsó la Ley de la Policía, vigente hasta 1986, y, con sus compañeros de Gobierno, las leyes para la reforma política, de legalización de partidos políticos, de amnistía y de supresión del Tribunal de Orden Público. Y sí era ministro del Interior en el momento del último asesinato, en julio de 1978 en Pamplona, a las puertas de la Constitución, con un Parlamento elegido en las urnas y con fuerte presencia, por ejemplo, del Partido Socialista y del Partido Comunista. Consta en el Diario de Sesiones de la Comisión de Interior del Congreso (18 de julio de 1978) que Santiago Carrillo alabó su rápida gestión de información y sanción en relación con tan execrables excesos policiales.

Puestos a no parar mientes, cataloguemos además lo supuestamente sucedido como delito de lesa humanidad, lo que abriría su enjuiciamiento actual y por el ordenamiento penal argentino si se es capaz de tragar algunos sapos jurídicos más: que este delito existía a finales de los 70 en virtud de vaporosos “principios internacionales”, que es retroactivamente imprescriptible y que es inamnistiable -o inamnistiable por la ley española de 1977-, presentada entre otros diputados por los de los mencionados Partidos Socialista y Comunista y aprobada por más del 93 por ciento del Congreso.

El delito de lesa humanidad, por lo demás, exige un ataque generalizado o sistemático contra la población civil o contra una parte de la misma. Aquí su identificación vendría de nuevo de la mano del aparato franquista (¡en 1978!) y su represión del sector social que reclamaba democracia y, por cierto, amnistía. Qué mal debió hacer esto Martín Villa, quien como colaborador estrecho de Adolfo Suárez ha terminado pasando a la historia como adalid del sistema que supuestamente combatía.

El procesamiento argentino de Martín Villa da la razón a Felipe González cuando dijo aquello de que nadie hay más poderoso que un juez de instrucción, y nos enseña cuán invasiva, antidemocrática y arbitraria puede ser la utilización de ese poder. En este caso, además, un púlpito para impugnar in totum la Transición española. Y para revelar por fin quién fue el responsable de la muerte de Manolete.

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