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Una reconsideración ineludible; por Fernando Suárez González, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

12/08/2021
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El día 12 de agosto de 2021 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Fernando Suárez González, en el cual el autor opina que resulta ineludible la apertura de un amplio debate nacional sobre las funciones del Estado y de los entes públicos y sobre la esfera que debe mantenerse en el ámbito privado.

UNA RECONSIDERACIÓN INELUDIBLE

Por ahora no nos han recomendado que acudamos a la subasta pública de adquisición de carros de combate, en previsión de un ataque militar del extranjero, de modo que la defensa nacional sigue siendo competencia exclusiva del Estado. No está claro, sin embargo, que esa exclusividad se extienda a otras materias citadas como tales en el artículo 149 de la Constitución, ni desde luego a las muchas que deberían ejercer completamente los poderes públicos de acuerdo con las más clásicas y autorizadas versiones de los mismos. Por poner un ejemplo, es claro el menoscabo de la justicia pública desde que el comité de ministros del Consejo de Europa decidió en 1986 recomendar medidas tendentes a reducir la sobrecarga de trabajo de los tribunales y declaró que el arbitraje podía constituir una alternativa a la acción judicial. Son ya varias las leyes creadoras de instancias arbitrales, de modo que la Administración de Justicia -competencia exclusiva del Estado- ha venido a resultar compatible con esta suerte de justicia privada, que no será gratuita pero que ahorra al Estado el gasto en jueces y tribunales.

Si hablamos de la seguridad pública, es cada día más notorio que quien desee garantizarla a su empresa, a su domicilio o a su persona, debe acudir a las empresas privadas cuya publicidad cuestiona la eficacia de esa seguridad pública, anunciando que han entrado a robar en el piso del vecino o en el chalet de la cuñada. Nada que oponer a la iniciativa privada, en este como en ningún otro terreno, pero sorprende el reconocimiento de que las autoridades no tienen medios bastantes para hacer aquella innecesaria.

Nos anuncian que se va a implantar el peaje en las autovías que se construyeron con nuestros impuestos y los de otros ciudadanos europeos y que son bien distintas de las autopistas en que arriesgó teóricamente su dinero la iniciativa privada. Nos van a cobrar el alquiler de algo de lo que somos propietarios, pero no para dar a todos la oportunidad de usarlas, como en las limitadas calles urbanas, sino pura y sencillamente para que el Estado recaude más dinero y pueda así subvencionar a algunas organizaciones ideológicamente próximas, que de no gubernamentales no tienen más que el nombre.

Tampoco faltan las advertencias sobre la futura insuficiencia de las pensiones prometidas como suficientes en el artículo 50 de la Constitución, con la invitación a fomentar la iniciativa de quienes pueden colaborar con la Seguridad Social. Este es un asunto que lleva ya casi medio siglo discutiéndose, sin que se hayan cumplido las agoreras predicciones que anunciaban su quiebra para estimular lo privado, pero con periódicos y transitorios remedios que evidentemente no pueden perpetuarse.

Todas esas prestaciones que se van parcialmente privatizando -justicia, seguridad, autovías, pensiones- son de carácter material y ninguna influye en la manera de pensar de los ciudadanos. Lo curioso es que, simultáneamente, el Estado y los poderes públicos, con el asidero que les da la Constitución para la programación de la enseñanza y para considerar como deber el servicio de la cultura, van asumiendo funciones decisivas en materias que sí tienen influencia capital en la conformación mental de los españoles.

Es curioso también que un observador objetivo no podría atribuir esa línea de conducta solo a políticos de una determinada orientación. La izquierda, el centro y la derecha vienen incurriendo en esa práctica, aunque con habilidades y resultados bien distintos. El indisimulado afán de los políticos por disponer de las televisiones no está siempre inspirado en el deseo de contribuir a la más elevada educación cívica y cultural de la ciudadanía, sino en proteger su reputación de las críticas independientes y en el de influir en sus criterios políticos y electorales, con la mayor reducción posible del preceptivo pluralismo. Por su parte, la gratuidad obligatoria de la enseñanza ha permitido que el Estado y las CC.AA. sean ahora responsables de la enseñanza pública y de la concertada, reduciendo la propiamente privada a límites testimoniales, y así ha venido a resultar patente que, detrás de la reforma educativa, aparece la indisimulada pretensión del adoctrinamiento. Tampoco podemos ignorar que cada vez son más los ayuntamientos que prefieren patrocinar carnavales, fiestas de juventud y orgullos varios a mantener limpias las aceras.

La evidente expresión cultural que representan el cine y el teatro merece todas las exenciones tributarias posibles, pero ese sería un criterio de cierta igualdad y los gobernantes prefieren el discrecional camino de la subvención. En una sociedad verdaderamente libre, no hay más éxito ni más fracaso que el de la taquilla, pero el hecho cierto es que las versiones cinematográficas de nuestro pasado reciente, al margen de esa relación con la taquilla, son escandalosamente proclives a los intereses presentes de los perdedores de la guerra civil, seguramente porque la tibia derecha no acepta identificarse ni que la identifiquen con los ganadores, pero se ha conseguido que las mentalidades juveniles tengan asumida la idea de que toda la responsabilidad de aquella tragedia es de los sublevados, sin referencia alguna a quienes provocaron la sublevación.

Es, en fin, inaudito, que el Estado, las CC.AA. y los ayuntamientos mantengan en edificios de su propiedad y subvencionen a los sindicatos, a las organizaciones empresariales, a los partidos políticos y a los grupos que representan a estos en las Cortes y en las corporaciones. Este apoyo oficial a lo que deberían ser entidades privadas sostenidas por los pertenecientes a ellas, integra a las organizaciones empresariales y a los sindicatos en el sistema institucional y los convierte en instrumentos condicionados por la voluntad política de quien así les beneficia. Nadie negará que esta práctica impide o al menos dificulta la aparición de sindicatos espontáneos, libres e independientes, sofocados desde su origen por los que han sido consagrados como ‘más representativos’, no por la adhesión de sus afiliados, sino por imperio de una ley que ha configurado nuestra nueva organización sindical.

Con la excepción de los gobernantes, casi todo el mundo está de acuerdo en que nuestro gasto público resulta ya demencial. Estamos trasladando a las futuras generaciones, cuyo problemático empleo va estar acompañado de salarios más bajos para la mayoría, una deuda que supera ya ampliamente el producto interior bruto de todo un año. Así las cosas, resulta ineludible la apertura de un amplio debate nacional sobre las funciones del Estado y de los entes públicos y sobre la esfera que debe mantenerse en el ámbito privado, sin que autoridad alguna traspase sus límites infranqueables. Es imprescindible replantear por completo la entera visión del gasto y delimitar con energía aquello a lo que el Estado y los poderes públicos no deben renunciar de lo que debe dejarse a la iniciativa y a la decisión de cada ciudadano. Un ciudadano que no puede fácilmente reparar los baches de sus calles, pero que está en condiciones de mantener al sindicato o al partido predilecto, o de pasar por taquilla para ver la función o película que prefiera, sin necesidad de que nadie determine una mayor o menor subvención, en virtud de lo que se predique cuando se levante el telón.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

Hace tiempo que un amigo me definió España como el único país del mundo donde "la derecha es malvada y la izquierda imbécil".
He de reconocer que todos estos breves aforismos, con pretensión de universalidad con el que algunas personas zanjan discusiones interminables sobre asuntos ciertamente complejos, gozan de mi más decidido y profundo rechazo.
Nada es tan simple en la vida como para encerrarse en una frase.
Pero, como a muchas otras personas, aunque me cuesta reconocer que estaba equivocado, lo reconozco.
Soy consciente de mi limitación y no me escudo en que seamos muchos los soberbios a los que la soberbia nos enajena. Entono sinceramente mi "mea culpa, mea gradisima culpa". No es un acto de humildad, es un hecho experimental
Hace tiempo que me debato en una inmenesa duda: ¿es más malvada la derecha que imbécil la izquierda o la imbecilidad de la izquierda sobrepasa, y ni la dercha más reaccionaria puede negarse ese mérito a la izquierda, la maldad de la derecha no logra ni acercárse a semejantes cotas de imbecilidad alcanzada?
Creo que la izquierda gana.
¡Y no se si alegrarme porque sea tan imbécil a cambio de no tener que reconocer que la derecha no sea capaz de ser más malvada!

Escrito el 16/08/2021 16:36:22 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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