ESTADO DE ALARMA, O CÓMO SUSPENDER DERECHOS SIN PERMISO
De la popular expresión “no importa tanto lo que digas, sino cómo lo digas” hizo gala el Gobierno de España en marzo de 2020 para privar -que no limitar- a la ciudadanía de uno de sus derechos fundamentales más primario: la libertad deambulatoria. Esta injerencia de “altísima intensidad”, como la califica el Tribunal Constitucional en su sentencia, se disfrazó así de una suerte de limitación puntual de derechos, nada serio.
Los mensajes se pueden maquillar (sobre todos los malos, que son los más feos), todos los seres humanos lo hacemos, pero los hechos no. Y su intención, tampoco. La afirmación de que la prohibición de salir de nuestras casas suponga la limitación de un derecho fundamental y no su suspensión, no soporta ni la crítica más leve desde la perspectiva de la racionalidad y la lógica más elemental.
De ser así, entraríamos en terreno pantanoso, pues si extendemos tal paradigma al mundo de las leyes, estaríamos admitiendo que cualquier texto normativo podría ser interpretado (cuando interesa) como algo distinto a lo que evidencia su propia literalidad. Nos cargamos de un plumazo el principio de taxatividad de las normas y hacemos de la seguridad jurídica el nuevo brindis al sol.
El Gobierno está dolido por la decisión del Tribunal Constitucional, y su triquiñuela para salir airoso de este error de semejante calado es decir que se optó por la vía rápida en defensa de la vida, el bien jurídico de mayor rango axiológico -como si tal cosa fuera discutida por el máximo intérprete de nuestra norma fundamental-, atreviéndose a cifrar incluso en 450.000 las vidas que habrían salvado con el recurso al estado de alarma. Sin embargo, los juristas no podemos arrinconar ni el texto ni la esencia de las leyes, ni siquiera en situaciones tan extravagantes como la vivida. Y el texto de la ley nos chiva, entre otras cosas, que la cobertura jurídica seleccionada otorgaba el poder de mando al Gobierno, mientras que la figura legal que era oportuna a la vista de las circunstancias recaía en el Congreso de los Diputados.
Celebro honestamente que al ponente de nuestro Tribunal Constitucional no le haya temblado el pulso al redactar una sentencia que declara inconstitucional el real decreto por el que se instauró el estado de alarma, utilizado por el Gobierno como vehículo (averiado) para suspender derechos personalísimos, pues aun cuando considero inoponible que las medidas eran necesarias por la extrema gravedad que alcanzaba la crisis sanitaria, es precisamente en estas situaciones límite cuando hay que estar a la altura. Y estos mimbres de “hecha la ley, hecha la trampa” se han encargado de recordarnos que el sofisma del Gobierno no levanta los pies del suelo.