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Veracidad v. Verdad. Información v. Desinformación. Algunas reflexiones al hilo del “Procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado el 6 de octubre de 2020; por Matilde Carlón Ruiz, Catedrática de Derecho Administrativo de la UCM

19/11/2020
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En este trabajo la autora reflexiona sobre la polémica desatada tras la publicación de la la Orden del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, por la que se dispone la publicación “para general conocimiento” del “Procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre de 2020.

SUMARIO: I.- El “Procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre de 2020. II.- La desinformación secundum la Unión Europea: contexto y mecanismos de reacción en el reino del algoritmo y el Bigdata. III.- La veracidad de la información en la era de la desinformación: el papel –necesariamente contenido- de los poderes públicos. IV.- Colofón

En el BOE del pasado 5 de noviembre apareció una Orden del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, por la que se dispone la publicación “para general conocimiento” del “Procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre de 2020. Con ello se ha desatado una fuerte polémica, en el entendimiento de que tal Procedimiento vendría a posibilitar una suerte de censura previa imponiendo un filtrado de las informaciones susceptibles de ser difundidas por los medios.

La polémica está alimentada desde el propio título del nuevo Procedimiento, que apela a concepto tan equívoco como el de “desinformación”. Extraña expresión, sin duda, que ha encontrado cabida en nuestro Diccionario de la Real Academia de la Lengua, desde la ya lejana fecha de 1992 –conviene advertirlo-, por referencia a la acción o efecto de “dar información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines” o, en segunda acepción, “dar información insuficiente u omitirla”(1).

Tal definición entronca con la que manejan las instituciones europeas en los documentos que han ido publicando al respecto durante el último quinquenio: el último de los cuales –de 10 de junio de 2020- se adopta en el contexto de la crisis del coronavirus. En ellos la UE expresa una profunda preocupación por un fenómeno cuyas claves se apuntan a los efectos de diseñar distintos mecanismos de reacción, en los que se vendría a incardinar el nuevo Procedimiento si nos atenemos a su apartado 1.

La cuestión suscitada es, sin duda, de capital importancia. Incide en el núcleo más íntimo de los principios democráticos que sustentan nuestro Estado de Derecho, reeditando, bajo un nuevo paradigma, las cuestiones más clásicas que describen las tensiones entre libertad y poder. Merece, por ello, algunas reflexiones que, partiendo de un análisis desapasionado del contenido del mentado Procedimiento -contextualizándolo en las iniciativas europeas de las que se dice tributario- apunte los extremos irrenunciables en los que se debe mover lo que Europa no duda en calificar de “lucha” contra la desinformación.

I.- El “Procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre de 2020

Es bien significativo que el Procedimiento de referencia haya sido aprobado en el seno del Consejo de Seguridad Nacional. Y lo es también que en la misma fecha el mismo Consejo aprobara el Procedimiento para la elaboración de la Estrategia de Seguridad Nacional 2021, publicada en el mismo Boletín, y en cuya Exposición el Consejo afirma que esta nueva Estrategia se hace necesaria como reacción a la crisis del coronavirus, de la que se afirma que, siendo la primera gran crisis desde la Segunda Guerra Mundial, “se ha visto exacerbada por el uso perverso de la desinformación por parte de actores tanto estatales como no estatales, con objeto de minar nuestras instituciones y alentar la polarización social, haciendo necesaria la puesta en marcha de mecanismos de lucha contra esta amenaza”.

La lucha contra la “desinformación” se pone, en efecto, en la diana de la política de seguridad nacional. Algo que no es, por sí mismo, novedad, pues de la lectura del Procedimiento se desprende que el mismo es una modificación de un Procedimiento previamente aprobado en sede del mismo Consejo, pero no publicado. Las razones por las que se haya considerado oportuno publicar este nuevo Procedimiento están por desentrañar, toda vez que tal publicación –con toda lógica, cuando de seguridad nacional se trata- no es una exigencia procedimental ni de validez de los procedimientos que apruebe para sí este órgano, que se crea por la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional (LSN) como Comisión Delegada del Gobierno para asistir al Presidente en materia de Seguridad Nacional (art. 17).

Una vez que su publicación nos lo ha dado a conocer, el lector animoso que se adentre en su lectura se encontrará con un texto por momentos desconcertante. Si la identificación del Propósito y Objetivos contenida en el apartado 2 requeriría de mayor claridad, la descripción de la Estructura Organizativa del apartado 3 y la identificación de Niveles de Actuación del apartado 4 –en menor medida en el 5 para la Gestión en el marco de la UE- incurren en un grado de complejidad y oscuridad que hacen verdaderamente difícil desentrañar con una mínima verosimilitud cuál sea el alcance real del Procedimiento aprobado y cómo funciona.

En el apartado 2 –Propósito y Objetivos- no se aprecia una correspondencia plena entre el texto introductorio y la precisión de los Objetivos, de difícil inteligencia. En el primero se hace referencia a la “necesidad de evaluar de manera continua el fenómeno de la desinformación”, lo que, con el fin de dar cumplimiento a los “requerimientos” de la Unión, urgiría a “redefinir” los aspectos implicados mediante la identificación de los órganos, organismos y autoridades que forman el sistema y marcar el procedimiento de sus actuaciones, todo ello con el objetivo de “aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar (sic) su contenido”. A estas medidas de detección y evaluación –de consecuencias no precisadas-, se añadirían acciones de “fomento de información veraz, completa y oportuna que provenga de fuentes contrastadas de los medios de comunicación y las Administraciones en el marco de la comunicación pública” y de “sensibilización de los organismos públicos y privados implicados, así como de colaboración entre ellos”.

Controlar –en términos imprecisos- la desinformación, fomentar la información veraz y sensibilizar sobre el fenómeno serían, pues, los propósitos concretos del Procedimiento, si bien los dos últimos quedan desdibujados en la identificación precisa de los Objetivos que se enuncian, a modo de lista, en el mismo apartado 2, de forma verdaderamente alambicada y confusa.

Estando, en todo caso, entre los objetivos marcados la identificación y definición de los órganos, organismos y autoridades del “sistema” (sic), su precisión en el apartado 3 resulta sencillamente abrumadora por su complejidad, que resulta atemperada, paradójicamente, por el hecho, de que, en un juego de bucles, la estructura se reduplica con una presencia protagonista de la Secretaría de Estado de Comunicación. El Procedimiento identifica a tales efectos –de forma específica, aunque se dice coherente con la que integra el Sistema de Seguridad Nacional- los siguientes órganos(2): el propio Consejo de Seguridad Nacional; el llamado “Comité de Situación” –que actúa conforme a las directrices del Consejo en situaciones de crisis(3)-; la Secretaría de Estado de Comunicación y la llamada “Comisión Permanente contra la desinformación”, que se crea por el propio Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional “para facilitar la coordinación interministerial a nivel operacional en este ámbito”, con específicas funciones de asistencia “sobre aspectos relativos a la valoración técnica y operativa de posibles campañas de desinformación”.

Esta Comisión Permanente, cuyo funcionamiento se desgrana en el Anexo II, estará coordinada por la Secretaría de Estado de Comunicación y dirigida por el Departamento de Seguridad Nacional, integrando el Centro Nacional de Inteligencia, por parte del Ministerio de Defensa, así como otros órganos en representación de los Ministerios del Interior; de Asuntos Exteriores, UE y Cooperación y de Asuntos Económicos y Transformación Digital.

Sorprende, sin duda, el papel protagonista reconocido a la Secretaría de Estado de Comunicación en cuestiones que se incardinan confesadamente en el ámbito de la seguridad nacional. Respecto de su papel se precisa que le corresponde la gestión de la comunicación en situaciones de crisis -lo que entra en contradicción con la LSN(4)- y ser punto único de contacto con la UE en el ámbito de la lucha contra la desinformación, lo que sí pudiera encajar con los instrumentos europeos a los que nos referiremos(5).

A estos órganos se sumarían, pretendidamente identificados bajo aquella categoría de “órganos y organismos”, las “autoridades públicas competentes” y el “sector privado y la sociedad civil” (sic). Una nueva sorpresa viene dada cuando, al especificar cuáles sean esas “autoridades públicas competentes”, el Procedimiento vuelve a identificar la Secretaria de Estado de Comunicación, la Presidencia del Gobierno (DSN) y el CNI, a los que suma los “Gabinetes de comunicación de Ministerios, y otros organismos relevantes” (sic). Nada se advierte, sin embargo, de la posible participación de las Comunidades Autónomas, lo que resulta llamativo vista la consideración que les otorga la LSN en el Sistema de Seguridad Nacional (art. 6).

La referencia al sector privado y la sociedad civil se agota en una inespecífica invocación a la posibilidad de solicitud de colaboración de aquellas organizaciones o personas cuya contribución se considere “oportuna y relevante en el marco de la lucha contra el fenómeno de la desinformación”, después de mencionar a los medios de comunicación, las plataformas digitales, el mundo académico, el sector tecnológico, las organizaciones no gubernamentales y la sociedad en general apelando –sin distinción, ni gradación- a su papel esencial en la mentada lucha, con acciones como “la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo de herramientas para evitar su propagación en el entorno digital, entre otras”.

Este complejo entramado organizativo, que se simplifica gracias al solapamiento de funciones concentradas en la Secretaría de Estado de Comunicación, debe actuar en función de los cuatro Niveles de actuación que se identifican en el apartado 4. Su complejidad y redundancia se alivian al reconocer, como el propio párrafo introductorio anticipa, que se refieren, en todo caso, a la detección de “campañas de desinformación” y su análisis. Con todo, la simple lectura de sus enunciados, que se desgranan pormenorizadamente en subapartados sucesivos completados por el Anexo I, produce una impresión de desconcierto.

Sin obviar la complejidad del asunto, de la que daremos cuenta en el siguiente apartado al tratar de las iniciativas tomadas al respecto por las instituciones europeas, bien se puede criticar la extrema oscuridad del Procedimiento, que se supera notablemente en el apartado 5 cuando identifica los pasos a dar, también en cuatro Niveles, precisamente cuando se trata de actuar en relación con las campañas de desinformación que puedan tener impacto europeo. Y ello a pesar de que el Nivel 4 se concreta en un equívoco “Toma de decisiones”.

Las iniciativas europeas, con todo, incorporan otros mecanismos suplementarios a los que de forma desdibujada se articulan en el Procedimiento que nos ocupa, tal y como pasamos a describir.

II.- La desinformación secundum la Unión Europea: contexto y mecanismos de reacción en el reino del algoritmo y el Bigdata

Hace ya un lustro que la Unión Europea empezó a ocuparse –o, más propiamente, preocuparse- del fenómeno de la “desinformación”. O, al menos, que decidió hacer públicas sus inquietudes al respecto. Fue, en efecto, en 2015, en un contexto claro de seguridad, en el seno del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), como reacción frente a campañas de desinformación originarias de Rusia(6).

Así se reconoce abiertamente por la Comisión en su más reciente Comunicación en la materia, aprobada el 10 de junio de 2020 conjuntamente con el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, bajo el elocuente título: “La lucha contra la desinformación acerca de la COVID-19: contrastando los datos”(7). El ámbito mismo de esta última Comunicación –que maneja intencionadamente el concepto de “infodemia”, acuñado por la OMS- pone de manifiesto, con todo, que la desinformación que inquieta a las instituciones europeas no es solo la que afecta directamente a la seguridad, sino también a otros bienes públicos -como pueda ser la salud- que pueden verse afectados por “campañas de desinformación”(8).

La desinformación que preocupa a la UE se identifica, en efecto, con la “información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público” que se identifica con amenazas contra los procesos democráticos y la elaboración de políticas, así como contra los “bienes públicos”, entre los que la Comisión reconoce expresamente la salud, el medio ambiente o la seguridad de los ciudadanos de la UE. En estos términos delimita la “desinformación” a combatir la propia Comisión en su Comunicación de 26 de abril de 2018, que bajo el título “La lucha contra la desinformación en línea: un enfoque europeo”(9), sentó las bases de la posición europea al respecto.

La desinformación no sería, pues, simplemente una información errónea o una información no veraz. Así lo evidencia la propia Comisión en su Comunicación al afirmar que la desinformación “no incluye los errores de información”, como tampoco “la sátira y la parodia ni las noticias y los comentarios claramente identificados como partidistas” –lo que supone confundir los planos de la información y la opinión, cuestión sobre la que tendremos ocasión de volver-. Es, en definitiva, un triple criterio el que permite reconocer una desinformación en un mensaje que se presente como información: su carácter constatablemente falso o “engañoso”, su finalidad intencionalmente manipulativa y su carácter real o potencialmente dañoso para bienes públicos, en conexión con su impacto masivo.

En estos términos, la definición europea de desinformación es reconducible a la que, como vimos, ofrece la RAE, en la que el elemento doloso está igualmente presente: “dar información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines”. Y ello en el bien entendido de que la “desinformación” no incorpora necesariamente contenidos ilícitos, lo que abunda en el carácter tremendamente lábil del concepto.

Llevada, pues, a estos sus términos nucleares, la llamada “desinformación” no es un fenómeno nuevo. Seguramente, en sus formas más rudimentarias, a través del “rumor”, sea consustancial a la vida en sociedad como instrumento –poco honesto- para defender intereses contrapuestos. De forma más articulada se reconoce en la “propaganda”, que encuentra en la eclosión de los medios de comunicación, particularmente audiovisuales, una plataforma multiplicadora hasta entonces impensable. Propaganda política, que cuando trasciende el ámbito interno de cada Estado, impacta en la seguridad nacional. Y, en un plano distinto, propaganda comercial con fines estrictamente lucrativos.

¿Qué es lo que hace que este fenómeno, bien conocido, atraiga la atención de las instituciones europeas y, aparentemente de su mano, haya auspiciado la aprobación del Procedimiento que nos ocupa?. A poco que se piense, la respuesta viene dada, de nuevo, por un cambio tecnológico que propicia una nueva plataforma de difusión de la información y –en su envés- de la desinformación. Internet y, en particular, las redes sociales se presentan, en efecto, como un nuevo medio que lleva las posibilidades de difusión a una nueva dimensión. Y no solo por su capacidad de difusión instantánea a nivel global con enorme capilaridad, sino por un elemento cualitativo que no debe pasar desapercibido: su apariencia de reino de la libertad, donde –en el caso de las redes sociales- se romperían las ataduras de los medios de comunicación tradicionales, que ya no podrían mediatizar el mensaje.

En este nuevo escenario, no cabe duda de que las posibilidades de la clásica propaganda, en sus variadas especies, se multiplican exponencialmente, máxime si se utilizan ardides técnicos –como los bots u “ordenadores zombies” y los mecanismos de selección de destinatarios a través de algoritmos- que permiten multiplicar de forma dirigida los efectos del mensaje(10). Este es, sin duda, un rasgo que cualifica en el actual contexto los riesgos inherentes a lo que se rebautiza como desinformación. Pero a él se suma otro, menos evidente, pero determinante de la potencia actual del fenómeno: inmersos en la religión del dataísmo –sobre la que Hariri ha tenido el acierto de llamar la atención(11)-, el mensaje que se apoya en “datos” –aun siendo falsos- se ofrece cubierto por un velo, no ya de verosimilitud, sino de verdad plena, que lo dota de un poder de convicción reforzado.

Un mensaje apoyado en “datos” recibido en el boca-a-oreja virtual se ofrece, así, como paradigma de la objetividad prístina y, con ello, de la verdad irrefutable. De la mano del algoritmo y el Bigdata, la propaganda ha adquirido una dimensión jamás soñada.

La constatación de la mayor potencialidad actual de un fenómeno ya conocido no debe ocultar que, antes y ahora, toda intención de actuar frente al mismo, desde el poder, se enfrenta con una doble dificultad: de legitimidad y de viabilidad. De legitimidad por cuanto la propia identificación de la desinformación –y toda actuación al respecto- supone, per se, tomar criterio y posición en el proceso comunicativo, que por definición debe ser libre; a lo que podríamos sumar reflexiones sobre la legitimidad misma –en clave moral- de tal acción en cuanto supone reconocer al poder –o, más propiamente, al que lo ejerce, lo cual no deja de integrar un cierto grado de ingenuidad- la autoridad moral en la definición de lo que es información o no, siendo así que él mismo es proveedor de información(12). Y de viabilidad, porque es más que evidente que las fórmulas de respuesta eficaz al fenómeno son bien limitadas, máxime con los condicionantes que impone el debido respeto a aquel principio de libertad, que las instituciones europeas no pierden ocasión de invocar, sin perjuicio de advertir que la desinformación tiene, por sí misma, un efecto distorsionador del proceso de comunicación libre que está en el núcleo de la democracia.

Precisamente por ello no es de extrañar que uno de los mecanismos que pretende articular la UE para luchar contra la desinformación sea el reforzamiento de los medios de comunicación propiamente dichos, que se ven superados por los nuevos medios(13). Y junto a ello, y de forma especialmente intensa, la implicación de estos -las plataformas en línea que distribuyen contenido, los servicios de intercambio de videos y los motores de búsqueda-, a los que la Comunicación de abril de 2018 instó a elaborar un Código de Buenas Prácticas basado en criterios de transparencia sobre el origen de lo difundido y sus técnicas de difusión y de diversidad de contenidos y fiabilidad de los mismos, incluyendo indicadores y, en su caso, mecanismos de cancelación de cuentas falsas(14).

Este instrumento de autoregulación, aprobado en octubre de 2018, no ha sido suscrito por relevantes actores como WhatsApp o Tiktok(15). De sus relativos resultados ha dado cuenta la reciente Comunicación sobre el Covid, que aboga por introducir un régimen más exigente de rendición de cuentas(16). Lo que invita a recordar que las acciones contra la desinformación no sustituyen, sino que se superponen –esto es clave-, a las normativas aplicables en función del medio de difusión y del contenido de lo difundido, particularmente en lo que se refiere a contenidos que pudieran ser ilícitos, como los que inciten al odio o afecten a los menores.

En este contexto, el Plan de Acción contra la Desinformación aprobado, también como Comunicación conjunta entre la Comisión y el Alto Representante, el 5 de diciembre de 2018, asume la necesidad de ofrecer una respuesta coordinada en el seno de la UE a las campañas de desinformación(17). Y lo hace sobre la base de cuatro pilares, entre los que –desde el plano público- se insta a la mejora de la capacidad de las instituciones de la Unión para “detectar, analizar y exponer” (sic: fórmula bien equícova e intencionadamente autocontenida) la desinformación –mediante el fortalecimiento del SEAE- y al refuerzo de las respuestas coordinadas y conjuntas a la desinformación, a la par que se apela a la movilización del sector privado para combatir la desinformación y al aumento de la sensibilización y la capacidad de respuesta de la sociedad. Los mecanismos articulados desde el plano público encontraron desde marzo de 2019 una manifestación precisa en el Sistema de Alerta Rápida creado con el doble fin de poner en contacto a los expertos en materia de desinformación de las instituciones de la UE con los de los Estados miembros y de facilitar la comunicación entre organismos oficiales de análisis y mejores prácticas sobre determinados aspectos críticos, en un contexto de creciente cooperación internacional en sede del G7 y la OTAN.

En este último plano encajarían, aparentemente, a la vista de su apartado 1º, las intenciones del Procedimiento aprobado por nuestro Consejo de Seguridad Nacional, siempre en el bien entendido de que el Plan de acción recién descrito opera respecto de amenazas de dimensión europea –o, en su caso, internacional-, como es obvio.

Sea como fuere, a la vista de los planes y estrategias diseñados por la UE para luchar contra la desinformación –y cuyo horizonte cercano se fija en el Plan de Acción para la Democracia Europea y en la futura Ley de Servicios Digitales-, no es de extrañar que no pierda ocasión de insistir –en una suerte de mantra para exorcizar recelos y disuadir a los Estados de abusos- en que en su aplicación no puede producirse limitación o condición alguna sobre la libertad de expresión. Bien al contrario.

III.- La veracidad de la información en la era de la desinformación: el papel –necesariamente contenido- de los poderes públicos

En la introducción misma de la Comunicación de abril de 2018 se afirma que la desinformación “menoscaba la libertad de expresión, un derecho fundamental consagrado en la CDFUE (art. 11). La libertad de expresión comprende el respeto por la libertad y el pluralismo de los medios de comunicación, así como el derecho de los ciudadanos a opinar y a recibir y transmitir información e ideas “sin injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras””. Algo en lo que abunda a renglón seguido al precisar que “la obligación principal de los agentes estatales con respecto a la libertad de expresión y a la libertad de los medios de comunicación es evitar la interferencia y la censura y garantizar un entorno favorable para un debate público inclusivo y plural. El contenido legal, aunque sea un contenido presuntamente perjudicial, suele estar protegido por la libertad de expresión y no debe tratarse del mismo modo que el contenido ilegal, cuya eliminación puede estar justificada”.

No se puede negar que la desinformación produce, en efecto, en los términos en que ha quedado identificada, un efecto contaminante en el proceso de comunicación por cuanto tiene una intención manipuladora que influye de forma ilegítima en la opinión pública. Se rompe así el paradigma de la formación libre de la opinión pública de resultas del ejercicio individual, en libertad, de los derechos de expresión e información, conforme a la doble dimensión de estos derechos que está plenamente asentada. Esta constatación no legitima, sin embargo, a los poderes públicos para ejercer una tutela activa, en vis de censor, que -so pretexto de impedir la desinformación, tan lábilmente definida- sea por sí misma condicionante del ejercicio libre de estos derechos en una forma de involución hacia los tiempos en los que estos debieron ser conquistados.

Este planteamiento, que está lejos de ser hipotético, conecta con el núcleo duro del alcance de estos derechos y, al hacerlo, con el núcleo duro del Estado democrático de Derecho, invitando a revisitar cuestiones bien clásicas a la luz de los nuevos tiempos.

Hay pocas jurisprudencias constitucionales más sólidas que la que se refiere a las libertades de expresión e información. Desde las primeras sentencias al respecto, el Tribunal Constitucional ha marcado unas pautas claras, perfectamente alineadas con las doctrinas jurisprudenciales comparadas y del TEDH, sobre el sentido y alcance de ambos derechos y particularmente –por lo que ahora nos interesa- del segundo. Y al hacerlo ha deslindado claramente el papel de las autoridades públicas al respecto.

Conviene recordar los términos ya clásicos de la STC 6/1981, FJ 3,

“El art. 20 de la Constitución, en sus distintos apartados, garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre, sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 de la Constitución, y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política.

La preservación de esta comunicación pública libre sin la cual no hay sociedad libre ni, por tanto, soberanía popular, exige la garantía de ciertos derechos fundamentales comunes a todos los ciudadanos, y la interdicción con carácter general de determinadas actuaciones del poder (verbi gratia las prohibidas en los apartados 2 y 5 del mismo art. 20), pero también una especial consideración a los medios que aseguran la comunicación social y, en razón de ello, a quienes profesionalmente los sirven”.

Destaca, pues, el Tribunal, desde su primera sentencia en la materia, que las libertades de expresión e información suman a su condición de derechos subjetivos una dimensión objetiva o institucional que es consustancial al principio democrático –en la medida en que construyen y sustentan una comunicación pública libre generadora de una opinión pública libre, reivindicada a partir de la STC 12/1982-. Siendo así que –como se afirma sucesivamente en el mismo FJ- se trata de “derechos de libertad frente al poder y comunes a todos los ciudadanos”, que para que puedan desenvolverse en plenitud, no toleran “ningún tipo de censura previa” y exigen resolución judicial previa para legitimar “el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información” (conforme a los apartados 2 y 5 del mismo art. 20 CE, evocados por la sentencia).

A esta doctrina ha sido fiel, en efecto, el Tribunal hasta el momento presente, cuando, en su última sentencia en la materia –la STC 35/2020, de 25 de febrero-, ha llegado a amparar unos tuits de contenido polémico por considerarlos cubiertos por la libertad de expresión. Caso este especialmente ilustrativo a nuestros efectos, pues pone de manifiesto la consabida dificultad, que encuentra nuevo escenario en las redes –dificultando a su vez la reacción frente a la desinformación-, de distinguir en la práctica entre libertad de expresión e información, y sobre la que se ha pronunciado el propio TC en su STC 86/2017, de 4 de julio (FJ 5.c in fine)(18). Y ello en el bien entendido de que, como es sabido, la libertad de expresión, como manifestación de la libertad de pensamiento, tiene un espectro mucho más amplio, mientras que la libertad de información, para su protección constitucional en su doble manifestación activa y pasiva, exige la nota de su veracidad (art. 20.1.d CE).

Lo que se reconoce y protege es, pues, el derecho a comunicar y recibir libremente información veraz (por todas, la última STC 27/2020, de 24 de febrero) –y ni siquiera, como veremos, en términos absolutos-(19).

Información veraz. No necesariamente la verdad. Algo que no devalúa el contenido de lo comunicado, sino que se explica en la elemental consideración de que la exigencia de la verdad haría inviable la comunicación. Sin duda, desde un punto de vista práctico, porque la rigidez de tal exigencia pesaría como una losa sobre la actividad de comunicación. Y, en último término, desde un punto de vista teórico, porque la propia recognoscibilidad –y acreditación- de la verdad puede devenir en un imposible, cuando no en un inexigible si evocamos –aun a efectos dialécticos, cuando no provocadores- la sustanciosa polémica que sostuvieran Kant y Constant(20). Es más: la verdad, si es que es aprehensible más allá de un plano formal, se construye precisamente a golpe de la contraposición de informaciones veraces sobre las que puedan verterse opiniones diversas en una atmósfera de libertad(21).

La paradoja viene dada, en el contexto de la desinformación, cuando lo que debería conformarse con ser veraz –aunque precisamente no lo sea- se presenta con apariencia de verdad. La propia operativa disgregada de las comunicaciones en las redes sociales –aparentemente, pero muchas veces solo aparentemente libérrima, tal y como hemos tenido ocasión de desvelar-, unida a la “fuerza convincente de lo fáctico” –en el paraíso del dataísmo- permite presentar bajo la apariencia de verdad irrefutable lo que pude ni siquiera ser veraz.

Hace bien poco omnipresente, y ahora apenas oída, la expresión posverdad evoca la apelación a lo emocional en el mensaje, con fines igualmente manipulativos(22). Los recelos frente a la posverdad se solventan hoy con la presentación de datos –aparentemente- objetivos , pero cuya mera selección e interrelación no es neutra, dotando al mensaje de un poder de convicción que aún se refuerza si se recibe extramuros de un medio de comunicación tradicional.

De ahí precisamente la importancia de adaptar en el nuevo escenario, reforzándolo, el mecanismo clásico de la garantía de la veracidad de lo informado, con todas sus dificultades. Veracidad en clave procedimental, como exigencia de diligencia en el manejo de fuentes fiables, según tiene reiteradamente exigido el Tribunal Constitucional (entre otras, STC 129/2009, de 1 de junio). Y ello como un valor intrínseco a la comunicación pública libre que vaya incluso más allá de la esfera de su protección constitucional, que en puridad solo impone esta exigencia para legitimar informaciones que puedan afectar a otros derechos fundamentales protegidos –conviene advertirlo-.

Esta exigencia es bien conocida por los actores de la actividad informativa en los medios clásicos –los periodistas y los que como titulares de aquellos ejercen la responsabilidad editorial-, interpelándoles a actuar con especial pericia y responsabilidad a la par que les reivindica en su papel cualificado. Pero en los nuevos medios se enfrenta con la dificultad de exigirles a las plataformas una implicación a la que se han venido mostrando renuentes por considerarse meros intermediarios en ese –aparentemente- libérrimo desenvolvimiento cooperativo de las redes sociales. Frente a ello están avanzando las instituciones europeas, más allá del auspicio de fórmulas de autorregulación a cuyos limitados resultados ya nos hemos referido, en la senda de embridar –en su justa medida- su actuación: así, en la Directiva de Comunicación Audiovisual 2018/1808/UE al someter a ciertas previsiones de limitación y control de contenidos a las plataformas de intercambio de videos(23). Algo sobre lo que ha de abundar la Ley de Servicios Digitales que prepara la UE.

Con todo, tanto en los medios clásicos como en las redes, la busca de la veracidad frente a la desinformación se apoya, en la estrategia de la UE, en dos vías de reacción: De una parte, en la labor de verificación de datos, que como contrapeso al dataísmo ha devenido en una nueva profesión que plantea, sin embargo, la dificultad de la verificación del verificador(24). De otra, en la contradesinformación a través de lo que se viene en llamar “comunicación estratégica”, que se pretende reforzar en colaboración con el SEAE y en el seno del Sistema de Alerta Rápida(25).

El propio término nos coloca ante supuestos de comunicación pública dirigidos a influir en la opinión pública de forma intencionada, lo que por sí mismo cumple uno de los criterios que, como vimos, identifica, para las propias instituciones europeas, la “desinformación”. Que el contenido de lo comunicado no sea falso o engañoso y que con ello se pretenda defender –que no atacar- bienes públicos legítimos no deja de ser un “a priori”. Algo que conviene poner de manifiesto –aun con un punto de provocación- en un escenario tan lábil como el que presenta lo que enfáticamente se califica como “lucha contra la desinformación”, en el que los Estados –y las propias instituciones europeas- asumen un papel francamente delicado, que solo es legítimo en cuanto se mantenga en un ámbito de absoluta excepcionalidad en lo que suponga incidir sobre el proceso de comunicación(26).

En estos términos, la actuación de detección y seguimiento de las “campañas de desinformación” pudiera resultar legítima, en cuanto afecte, en último término, a la seguridad nacional -de forma menos incisiva cuando lo haga a otros bienes públicos especialmente cualificados-, legitimando en tales casos acciones de alcance necesariamente muy limitado en lo que suponga supervisión y, en su caso, intervención activa, en el proceso de comunicación. De “detectar, analizar y exponer” habla el Plan de Acción de 2015, no lo olvidemos, lo que da cuenta de hasta qué punto las instituciones europeas son conscientes de lo delicado de su propia posición.

Y ello por cuanto, colocadas en la posición de guardianas del Estado de Derecho, ellas mismas están constreñidas por las severas limitaciones a que está sometida toda acción del poder público que pueda tener incidencia en el proceso de comunicación pública, necesariamente libre.

Formulado en los términos de nuestra propia Constitución, según ha hecho expreso el TC al interpretar los apartados 2 y 5 del art. 20 CE, es intolerable cualquier tipo de censura: ni las “más débiles y sutiles”, según dejó sentado la STC 187/1999, FJ 5, según recuerda la más reciente STC 86/2017, de 4 de julio, FJ 5.a), por cuanto implicaría que el poder público perdiera “su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente”. Como también resultan intolerables los secuestros de publicaciones; en este último caso a salvo la previa autorización judicial, que solo puede verse sustentada en la vulneración de los derechos que contrapesan las libertades de expresión e información (FJ 6 y 5.b, respectivamente, de las mismas sentencias). La lucha contra la desinformación no puede ser, pues, una coartada para activar mecanismos extensivos de control público de los procesos de generación de la comunicación pública, que deben ser libres.

Constatar esta obviedad se hace necesario, como demuestran las iniciativas adoptadas por algunos Estados miembros –como la penalización genérica de la difusión de “desinformación”- de las que se hace eco la Comunicación de junio de 2020 expresándose en estos elocuentes términos(27):

“La libertad de expresión y el derecho de los medios de comunicación y de la sociedad civil a escrutar las acciones del Estado son más importantes que nunca durante esta crisis: el hecho de que las autoridades públicas estén actuando con arreglo a competencias excepcionales en nada debe mermar su obligación de rendir cuentas. Deben garantizar la transparencia de su actividad, coadyuvando a generar confianza entre los ciudadanos y permitiendo el control del proceso decisorio”.

Poco más cabe añadir.

IV.- Colofón

Una vez repasadas las coordenadas europeas y constitucionales en las que es debido incardinar el Procedimiento recién aprobado, podemos alcanzar algunas conclusiones, necesariamente impregnadas por un cierto escepticismo.

El fenómeno de la desinfomación no es radicalmente nuevo. Refleja, bien al contrario, realidades de tensión en el desenvolvimiento de los procesos de comunicación en los que las acciones de control y manipulación –también desde el Estado o desde los Estados, si nos colocamos en el plano de la geopolítica- resultan, guste o no, inevitables. El cambio cualitativo viene dado por la intensidad del fenómeno, no por su naturaleza intrínseca.

De ahí probablemente que las instituciones europeas hayan decidido abordar una labor de evangelización al respecto. Pues los documentos a los que hemos hecho referencia no son sino, por sí mismos, un ejemplo de esa “comunicación estratégica” que ellos mismos identifican como instrumento para luchar contra la desinformación, haciendo expresas declaraciones tan sorprendentes como la que supone la abierta denuncia de Rusia y China como autores de campañas de desinformación.

Y es que, en definitiva, probablemente la única vía potencialmente eficaz de lucha contra este fenómeno pase –como tantas cosas- por la educación. Y no ya, que también, por la “alfabetización digital” que postulan las autoridades europeas, sino por la educación en su sentido más profundo, que forme ciudadanos con criterio para seleccionar, analizar y ponderar las informaciones –y opiniones- que reciben(28). Ardua tarea que no está claro que ni siquiera interese abordar.

Junto a ello, ahora y siempre, cuando estamos ante el núcleo duro de campañas de desestabilización que puedan atentar contra la seguridad nacional, debe actuarse con los mecanismos adecuados, en los que el sigilo es premisa. Sigilo que no es por sí mismo equivalente a afectación de derechos fundamentales.

Cuando en un alarde de transparencia –innecesaria- se ha hecho público el Procedimiento de actuación contra la desinformación que ha suscitado estas reflexiones, desde el Gobierno se ha decidido informar sobre un procedimiento –al menos aparentemente- de seguridad nacional, espacio en el que se vienen desenvolviendo las limitadas actuaciones en la materia(29). Comunicación estratégica, quizás. Conocido su contenido, puede concluirse que en lo que supone articular, a nivel interno, la actuación española en los procesos de detección y reacción respecto de campañas de desinformación que auspicien las autoridades europeas, encuentra cobertura en los mecanismos de actuación más arriba descritos, con sus luces y sombras. En lo que supone, sin embargo, determinar procedimientos de actuación frente a “campañas” de dimensión interna, esa cobertura decae, lo que coincide con la parte más confusa del Procedimiento.

Nada se encuentra, por otra parte, en el mismo, más allá de formulaciones genéricas, que concrete mecanismos de actuación distintos a los de reacción –de alcance impreciso- respecto de puntuales campañas de desinformación. No se precisan, ni anuncian, instrumentos para instar la implicación plena en la lucha contra la desinformación de los medios clásicos y las plataformas –que sí pueden, particularmente los primeros, ejercer legítimamente, desde el plano constitucional, un control editorial sobre sus contenidos (STC 187/1999, FJ 5)-. Ni de las distintas Administraciones Públicas, ni de la sociedad civil –expresión tan en boga-. Algo que, estando en línea con las iniciativas europeas en la materia, hubiera explicado de forma más acabada el papel protagonista otorgado, en lo que de otro modo se agota en un procedimiento de seguridad nacional, a la Secretaría de Estado de Comunicación.

Hasta aquí las reflexiones que nos ha suscitado la lectura del mentado Procedimiento. Reflexiones que manifiestan más dudas que certezas en un asunto, en el fondo bien clásico, sobre cuyo calado en la fijación del difícil equilibrio entre libertad y poder es innecesario insistir.

NOTAS:

(1). Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.3 en línea]. <https://dle.rae.es> [13/XI/2020].

(2). El Procedimiento hace referencia continua, de forma genérica o específica, a “organismos”, cuando únicamente menciona de forma precisa concretos órganos.

(3). Este Comité, que está regulado por Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, podrá apoyarse –se precisa- en una Célula de Coordinación de lucha contra la desinformación activada ad hoc por el Director del Departamento de Seguridad Nacional.

(4). En los términos de la DA 4ª de la LSN, el Sistema de Seguridad Nacional, con el que este Procedimiento dice estar acorde, “deberá contar con una política informativa para situaciones de crisis, cuya coordinación estará a cargo de la autoridad que ejerza de Portavoz del Gobierno”.

(5). En los términos del Plan europeo de actuación contra la desinformación al que nos referiremos sucesivamente, aprobado en diciembre de 2018, “con vistas a la creación del sistema de alerta rápida, cada Estado miembro deberá designar, de acuerdo con su estructura institucional, un punto de contacto, idealmente perteneciente a los servicios encargados de las comunicaciones estratégicas”.

(6). Tal y como refiere la Comunicación de abril de 2018, a la que haremos mención inmediatamente en el texto, en marzo de 2015 el Consejo Europeo invitó a la Alta Representante a elaborar un Plan de Acción para contrarrestar las continuas campañas de desinformación de Rusia, lo que llevó a la creación del Grupo de trabajo East StratCom, operativo desde septiembre de 2015.

(7). JOIN(2020) 8 final.

(8). La Comisión, en su Comunicación de abril de 2018, a la que haremos referencia inmediatamente en el texto, llamó la atención sobre los peligros que pueden entrañar tales campañas, mencionando las amenazas híbridas, particularmente en procesos electorales y cuando se combinan con ciberataques. A ellas suma la capacidad de afectación en la elaboración de políticas públicas –particularmente en materias sensibles como el cambio climático, las migraciones y, como estamos comprobando, la salud-, lo que no deja de estar también conectado con la seguridad nacional.

(9). COM(2018) 236 final. La definición que se transcribe aparece en su apartado 2.1 y es transcrita en los documentos posteriores, así como por el Procedimiento que nos ocupa.

(10). La Comunicación de la Comisión de abril de 2018 es bien elocuente al respecto dando cuenta de los mecanismos que, movidos por intereses publicitarios, “privilegian un contenido personalizado y sensacionalista”. Al respecto son ilustrativas las referencias aportadas por J. Muñoz-Machado Cañas, Noticas falsas. Confianza y configuración de la opinión pública en los tiempos de Internet, en el nº 86-87 de El Cronista,

(11). Yuvai Noah Harari habla, en efecto, en su Homo Deus: Breve historia del mañana, Debate, Barcelona, 2016, del dataísmo como una religión emergente, “que no venera a dioses ni al hombre: adora los datos”.

(12). No olvidemos que el poder, por definición, actúa en el proceso de comunicación, ofreciendo información –o ocultándola: qué decir de los secretos de Estado-, como fuente de los medios o a través de los propios medios, tradicionales o nuevos. Algo que se puede predicar, cómo no, de las propias instituciones europeas. Lo que enlaza con la actuación de “comunicación estratégica” que precisamente auspician las instituciones europeas, tal y como tendremos ocasión de destacar.

(13). La Comisión arranca su Comunicación de abril de 2018 afirmando que “la democracia en la UE depende de la existencia de medios de comunicación libres e independientes” y, coherentemente, su apartado 3.4, ofrece propuestas en “apoyo a un periodismo de calidad”, incluyendo programas de ayudas. La más reciente Comunicación de 10 de junio de 2020 abunda en ello en su apartado 6.

(14). La Comunicación de abril de 2018 a su vez se hace eco de la Declaración del Consejo Europeo del marzo anterior según la cual “las redes sociales y las plataformas digitales deben garantizar unas prácticas transparentes y la plena protección de la privacidad y los datos personales de los ciudadanos”.

(15). Sí lo han suscrito Facebook, Google, Microsoft, Mozilla y Twitter. Está disponible en https://ec.europa.eu/digital-single-market/en/news/code-practice-disinformation

(16). Vid. apartado 5 de la Comunicación de 10 de junio de 2020, cuyo subapartado 5.1 termina afirmando que “la Comisión animará encarecidamente (sic) a otras partes que actualmente no son signatarias del Código a participar de forma voluntaria en el programa de seguimiento recién descrito”.

(17). JOIN(2018) 36 final.

(18). El TC declaró, de hecho, la inconstitucionalidad del inciso “hacer una separación clara entre informaciones y opiniones” contenido en el precepto de la Ley catalana de Comunicación audiovisual que tipificaba como infracción administrativa el incumplimiento de tal requerimiento. Y lo hizo ilustrando la dificultad de deslindar el ejercicio de una y otra libertades por referencia a los “debates o tertulias políticas en las que, de forma evidente, se mezclan ambas facetas, siendo desproporcionado exigir que en ese tipo de intervenciones se esté alertando en cada momento de cuándo se está ejerciendo la libertad de opinión y cuándo la libertad de información”.

(19). Esta sentencia es por sí misma un buen ejemplo de la doctrina constitucional que, en relación con la libertad de información, exige de forma añadida que el objeto de lo publicado sea relevante para la opinión pública para justificar intromisiones en los derechos de los sujetos objeto de la noticia, como el derecho a la propia imagen. De hecho, en la misma, apoyándose en las previas SSTC 176/2013, 19/2014 y 18/2015, se deniega el amparo al periódico que ilustró una noticia veraz con una foto extraída de una red social.

(20). Bajo el expresivo título ¿Hay derecho a mentir? (La polémica Immanuel Kant-Benjamin Constant sobre la existencia de un deber incondicionado de decir la verdad?, la editorial Tecnos, en edición de Eloy García con un estudio preliminar de Gabriel Albiac, publicó en 2012 los textos cruzados entre ambos. No deja de resultar significativo que el escrito de Constant con el que arrancó la polémica tenga como trasfondo, al reivindicar el derecho a mentir para evitar la delación, la represión del Terror auspiciada por Robespierre, cuya Ley de Gran Terror, ley del 22 de Prairial (10 de junio de 1794), identificaba como enemigos del pueblo, castigándolos con la muerte, “a los que hayan difundido noticias falsas, para dividir y perturbar al pueblo”.

(21). El asunto es, sin duda, complejo y de hondo calado. La propia consolidación de verdades irrefutables a través de la tipificación del delito de negacionismo, ha sido censurada por el TC al declarar la inconstitucionalidad del art 607.2 CP en este punto en la STC 235/2007, de 7 de noviembre, no sin fuerte polémica en sede del Tribunal, como reflejan los abundantes votos particulares.

(22). Es este un término que también ha tenido entrada en el DRAE, bajo la siguiente definición: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales” Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.3 en línea]. <https://dle.rae.es> [13/XI/2020].

(23). Directiva (UE) 2018/1808 del Parlamento Europeo y del Consejo de 14 de noviembre de 2018 por la que se modifica la Directiva 2010/13/UE sobre la coordinación de determinadas disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros relativas a la prestación de servicios de comunicación audiovisual (Directiva de servicios de comunicación audiovisual), habida cuenta de la evolución de las realidades del mercado [DOUE L 303/69, de 28.11.2018].

(24). La Comisión Europea aboga, en efecto, por la creación de una “densa red de verificadores de datos firmes e independientes, que actúen basados en normas muy rigurosas, como el código de principios de la Red internacional de verificación de datos (International Fact Checking Network: https://ifcncodeofprinciples.poynter.org/)”. A ello apela la Comunicación de abril de 2018 (ap. 3.1.2) y en ello abunda la Comunicación del pasado junio, haciéndose eco de una iniciativa reciente al respecto del Observatorio Europeo de los Medios de Comunicación Digitales (EDMO) para crear una comunidad transfronteriza de verificadores independientes https://edmo.eu/

(25). En estos términos se pronuncian los apartados 3.5 de la Comunicación de abril de 2018 y 2 y 3 de la de junio de 2020.

(26). De lo que se dice resulta ilustrativo el episodio sucedido en Francia cuando Twiter se negó a publicar una comunicación institucional el Gobierno francés en abril de 2019, durante periodo electoral, en aplicación de la Ley francesa aprobada en diciembre de 2018 para luchar contra las noticias falsas durante el período electoral: https://www.abc.es/tecnologia/redes/abci-ley-francesa-contra-noticias-falsas-vuelve-contra-propio-gobierno-201904051437_noticia.html

(27). En este punto los recelos de las instituciones europeas conectan con las preocupaciones expresadas en otros foros internacionales. Baste como referencia lo expresado en el Principio General g) de la “Declaración conjunta sobre libertad de expresión y “noticias falsas”, desinformación y propaganda”, adoptada en 2017 por relatores especiales designados por diversas organizaciones internacionales, entre ellas las Naciones Unidas, y de la que se hace eco la Comisión en su Comunicación de abril de 2018. El principio versa como sigue: “Los sistemas de filtrado de contenidos impuestos por un gobierno que no sean controlados por el usuario final no representan una restricción justificada a la libertad de expresión”.

(28). En este aspecto abunda también la Comunicación de octubre de 2018, en general y particularmente en punto a la alfabetización mediática (ap. 3.3), lo que enlaza con la Directiva de servicios de comunicación audiovisual que hemos citado en el texto. Y en ello insiste la del pasado junio (ap. 7).

(29). En sede parlamentaria, es, también, en la esfera de la seguridad nacional en la que se han venido produciendo iniciativas al respecto, siempre en el seno de la Comisión Mixta de Seguridad Nacional. La última de las cuales, muy reciente, consistente en la propuesta del Grupo Parlamentario Vasco de creación de una Subcomisión específica “para el estudio del fenómeno de la desinformación y de las fake news, con efectos disruptivos en la sociedad”, que vendría a dar continuidad a los trabajos –significativamente, secretos- que abordó un Grupo de trabajo que se creó en la misma Comisión en abril de 2018, y de la que da noticia J. Muñoz-Machado Cañas en el artículo ya citado, p. 137. El Grupo Parlamentario Vox, por su parte, ha registrado el pasado junio una Proposición de Ley Orgánica de regulación parcial de la verificación de noticias falsas en redes sociales, blogs, sitios web en general y medios de comunicación impresos, digitales y audiovisuales en la que se excluye toda intervención pública en la verificación de noticias falsas

.http://www.congreso.es/public_oficiales/L14/CONG/BOCG/B/BOCG-14-B-95-1.PDF

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