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Democracia y escándalos desmemoriados; por José Luis Martínez López-Muñiz, Catedrático de Derecho Administrativo

04/11/2020
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El día 2 de noviembre de 2020 se ha publicado, en el diario El Imparcial, un artículo de José Luis Martínez López-Muñiz, en el cual el autor opina sobre el nombramiento de la ya jueza del Tribunal Supremo Amy Coney Barret.

DEMOCRACIA Y ESCÁNDALOS DESMEMORIADOS

Hace mucho tiempo que determinados sucesos que acaecen en la vida política e institucional de los Estados Unidos de América atraen la atención de la opinión pública y de los medios de comunicación en todo el mundo, con la especial fuerza de lo que se intuye que va a repercutir en la vida de todos. El sesgo que toman, entonces, las informaciones, el modo de presentarlas, reflejan no poco la mentalidad, los intereses, las preferencias de los informadores y comentaristas. Y no pocas veces se producen sorpresas, cosas que parecen no entenderse, como consecuencia de la tozudez de unos hechos y de una lógica que muchos no quieren o no aciertan a reconocer.

El reciente nombramiento de la ya jueza del Tribunal Supremo Amy Coney Barret, tras obtener “el consejo y consentimiento” de la mayoría del Senado, ha levantado una enorme polvareda. Se ha presentado de modo predominante como una manifestación más de las actuaciones abusivas de “la derecha”, es decir del Partido Republicano y del “estrafalario” Presidente Trump, ya que, cuando se ha producido la vacante cubierta por este nombramiento, por el fallecimiento en septiembre de la jueza “progresista” Ruth Bader Ginsburg, quedaba muy poco tiempo para las reñidas elecciones presidenciales del 4 de noviembre (aunque ya se ha venido votando en todo este mes de octubre), y los que esperan que gane el candidato del Partido Demócrata, entienden que debería esperarse a que el pueblo expresase sus preferencias. Alegan incluso que, cuando en el último año de mandato del Presidente demócrata Obama, éste trató de cubrir la vacante, la mayoría republicana del Senado se negó alegando que había que esperar precisamente a los resultados de las elecciones de noviembre de aquel año de 2016.

La Constitución americana es clara: el Presidente elegido en votación popular -aunque con un sistema complicado de compromisarios, que además refleja la naturaleza federal del Estado, reconociendo un peso a los Estados menos poblados relativamente superior a los más poblados (en proporción a su población)- tiene un mandato de 4 años, que concluye el mismo día del mes de febrero en que tomó posesión 4 años antes. El mandato constitucional es que ejerza sus competencias durante la integridad de su mandato democrático, sin que nada justifique su restricción, con independencia de la valoración discrecional, política, que cada Presidente haga de cómo deba ejercerlas. Que un Presidente, si cuenta con el consentimiento necesario del Senado -aspecto importante, claro, que presenta ahora, en 2020, unos condicionamientos democráticos al Presidente, distintos de los que podía presentar en 2016-, nombre a un juez del Tribunal Supremo meses antes de la conclusión de su mandato, no debería ofrecer, por ello, reparo alguno, sean cuales sean los posibles cambios en la opinión política que puedan reflejarse en la elección del siguiente Presidente. Es lo que se desprende del mandato democrático constitucional, marco y garantía de todos los demás mandatos democráticos.

Al menos en Estados Unidos debería recordarse que, casi en los albores de esa gran democracia, cuando tras los dos primeros Presidentes (George Washington y John Adams), en las reñidas elecciones de noviembre de 1800, Jefferson batió a Adams, lo que suponía probablemente un cambio radical, al pasarse del dominio del llamado partido federalista -considerado “la derecha”- al republicano de entonces que lideraba Jefferson, junto con Madison y Monroe, y que sería “la izquierda”, el partido más demócrata y progresista, otro virginiano, John Marshall, de 45 años y Secretario de Estado del Presidente “saliente”, fue nombrado por este nada menos que Presidente del Tribunal Supremo el 31 de enero de 1801, apenas dos semanas antes de que Jefferson tomara posesión como Presidente de la nación, tras lograr desempatar a su favor en la Cámara de Representantes, como exige la Constitución, la igualdad de votos que había obtenido con quien quedaría como Vicepresidente, de poca grata memoria, Aaron Burr. Fue uno de aquellos “nombramientos nocturnos” que tantos sinsabores le costaron a Jefferson. El ejercicio, pues, de sus poderes democráticos por el Presidente, guste o no a sus contrarios, se ha llevado a cabo desde los orígenes sin cortapisas no previstas en la Constitución.

Y no deja de ser altamente interesante que fuera precisamente el juez John Marshall el que, durante sus más de treinta años de presidencia del alto tribunal, consolidara la muy relevante posición del Tribunal Supremo en la democracia americana, como garante e intérprete supremo de un orden constitucional, que, en no poca medida por su acción, es el más antiguo y sólido de la Tierra tras más de dos siglos. Su célebre sentencia Marbury contra Madison, de 1803, es universalmente conocida. Surgió precisamente con motivo de un conflicto generado por la ejecución de uno de los “nombramientos nocturnos” del Presidente Adams, y estableció la trascendental doctrina de que cualquier ley que contraviniese la Constitución es nula y debe ser inaplicada por cualquier Tribunal y anulada por el Tribunal Supremo.

Ninguna constancia parece haber de que a los entonces llamados “republicanos” que llegaron al Poder con Tomas Jefferson -y lo mantuvieron por largos años- se les ocurriese siquiera incrementar el número de jueces del Supremo para neutralizar los nombramientos de Adams. Las reglas de juego no se cambian cada vez que incomodan. Sólo lo intentó en ese sentido, y fracasó estrepitosamente en el intento, casi siglo y medio más tarde, un Presidente, como Franklin Delano Roosevelt, al que irritaban en exceso los frenos a su poder que derivaban del orden constitucional.

El Presidente Trump ha estado mucho más moderado que aquel “padre fundador” que fue el Presidente Adams: este hizo a su Secretario de Estado, de 45 años, Presidente “ad vitam” del Tribunal Supremo cuando ya constaba que la opinión pública le era contraria, el pueblo había elegido para Presidente a Jefferson, su adversario político, y sólo quedaban quince días para la toma de posesión del nuevo Presidente. Trump ha elegido a una reconocida jueza y profesora de Derecho, de 48 años, semanas antes de que se sepa si va a ser o no reelegido como Presidente.

La democracia es de todos y para todos. Pasa por el respeto íntegro al orden constitucional y no rebelarse contra las reglas de juego cuando a uno no le vienen bien. Requiere aprender a saber perder y a saber ganar, sin demasiados aspavientos. No dejará de ayudar conocer un poco la historia y no pensar que el mundo y el saber y el buen sentido prácticamente han comenzado con nosotros.

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