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  • EDICIÓN DE 13/08/2020
 
 

El baile “agarrao” entre Estado, Comunidades Autónomas y jueces para una mejor gestión de la pandemia de Covid-19; por Andrés Boix Palop, Profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València

13/08/2020
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En este breve comentario el autor explica cómo han de funcionar las relaciones entre Estado, Comunidades Autónomas y jueces y cómo establece nuestro ordenamiento jurídico que puedan llevarse a cabo, a la luz de lo que ya estamos viendo y del marco legal y constitucional de que disponemos.

EL BAILE “AGARRAO” ENTRE ESTADO, COMUNIDADES AUTÓNOMAS Y JUECES PARA UNA MEJOR GESTIÓN DE LA PANDEMIA DE COVID-19

En un artículo publicado en los momentos iniciales de expansión de la pandemia de Covid-19 por Europa y los Estados Unidos de América, todavía en marzo de 2020, el ingeniero estadounidense Tomas Pueyo comparaba la reacción pública necesaria para combatir la expansión de la enfermedad con un martillazo inicial para intentar como fuera “aplanar la curva” y minimizar los contagios en la fase de descontrol inicial -lo que exigiría medidas muy severas, incluyendo muy probablemente confinamientos estrictos y prolongados de la población- que debería ser seguido de un “baile” con el virus en el que las sociedades habían de aprender a hacer vida social y económica con ciertas restricciones y limitaciones para mantenerlo a raya -restricciones modulables según las necesidades de cada momento y lugar, adaptándose a la situación concreta según el momento de evolución de la pandemia-. El artículo “Coronavirus: The Hammer and the Dance”, que fue muy comentado en su momento, anticipó a la perfección la fase actual en la que muchas sociedades occidentales, y en concreto España, nos encontramos en estos momentos, semanas después de concluido el primer y necesario martillazo inicial para poner a raya una espiral de contagios que se descontroló durante la primavera pasada. La gestión de los focos de rebrotes producidos tras el fin del confinamiento y el levantamiento paulatino de las muy estrictas medidas iniciales de control, e incluso la constatación de que en ciertos lugares probablemente nunca haya dejado de haber transmisión comunitaria de la enfermedad que en esta nueva fase inevitablemente se incrementará, obligan a comenzar a ensayar ese tipo de “danza” con la enfermedad, de la que este verano estamos pudiendo tener una especie de primera aproximación.

En efecto, y mientras no exista vacuna efectiva o cura de la enfermedad, al ser esta muy contagiosa y cursar de forma grave un porcentaje significativo de enfermos -especialmente, pero no sólo, en personas mayores- la previsión es que el otoño y el invierno puedan traer rebrotes aún mayores de los que ya estamos teniendo. La apertura de escuelas y Universidades y el desarrollo de la actividad económica, que a partir de septiembre se aspira a que se retome con la mayor normalidad posible, pasa por que aprendamos a bailar cuanto antes y con eficacia, con pasos bien coordinados y rápida ejecución de las medidas necesarias para poder contener los contagios del modo más eficiente, a la vez que tratando de perturbar al mínimo la vida económica y social.

Para poder operar correctamente este baile es muy importante tener información lo más completa y actualizada posible, así como datos debidamente territorializados, con el mayor grado de transparencia y calidad, a fin de permitir no sólo la mejor toma de decisiones sino su contraste, estudio y, en su caso, crítica. Información que además ha de ser muy completa y de calidad a una escala regional e incluso local, dado que la danza con los brotes y rebrotes se ha de hacer muy cerquita y “agarrada”, atendiendo a las particularidades de cada lugar. No tiene sentido aplicar las mismas recetas para todo el país cuando la incidencia de la enfermedad varía notablemente dependiendo de regiones, ciudades e incluso barrios. La importancia de realizar este peculiar baile que hemos de afrontar con atención a la concreta situación de cada territorio pone en valor la existencia de instituciones de base territorial y sus funciones en esta materia. A partir del diseño institucional de cada sociedad, la adaptación de las mismas a la gestión de la pandemia puede ser más sencilla o más complicada. En el caso español, en principio, tenemos la suerte de que no debiera ser particularmente compleja una adaptación fácil, dado que contamos ya con un modelo de distribución territorial del poder de base territorial moderadamente avanzado. Aparecen aquí nuestras Comunidades Autónomas y sus instrumentos de coordinación en el despliegue de sus políticas sanitarias con los entes locales, llamados a tener un creciente protagonismo en las próximas fases de la crisis, como de hecho ya lo están teniendo en las últimas semanas. Y precisamente de esta experiencia inicial podemos extraer algunas lecciones sobre desajustes y el funcionamiento del marco jurídico español, en su interpretación más convencional, de indudable interés.

Jurídicamente, en definitiva, a esa danza entre nuestras sociedades y la pandemia para intentar poder dar cauce a nuestra cotidianidad con los menos trastornos posibles se une en nuestro caso otro baile, el que van a tener que desarrollar las distintas Administraciones públicas, empezando por el Estado y siguiendo por las Comunidades Autónomas, pero también el que deberán llevar a cabo con los jueces que han de controlar la proporcionalidad y necesidad de las diferentes decisiones adoptadas por los poderes públicos. Vamos a asistir a un “baile agarrao” donde Estado, Comunidades Autónomas y jueces han de moverse muy juntitos y a la par: de su correcta coordinación y de una ejecución precisa de sus pasos, tanto en lo epidemiológico como en lo jurídico, dependerá que pueda desarrollarse con éxito. Y de ese éxito dependerá en gran parte que podamos aspirar a retomar en el próximo otoño e invierno la vida social y económica con la mayor normalidad posible, tan necesaria para minimizar los ya severos trastornos que la pandemia de Covid-19 ha generado durante lo que llevamos de 2020 y que éstos no vayan a más.

En este breve comentario voy a intentar de explicar, tratando de normalizarlas o “naturalizarlas” -como es común decir estos días-, cómo han de funcionar esas relaciones y cómo establece nuestro ordenamiento jurídico que puedan llevarse a cabo, a la luz de lo que ya estamos viendo y del marco legal y constitucional de que disponemos. Para ello, y frente a lo que ha sido frecuente hasta la fecha, trataré de explicar que los problemas de articulación en punto a la adopción de medidas a escala regional o local por las Comunidades Autónomas debieran ser mucho menores de lo que habitualmente se ha dicho, así como señalar cómo la propia evolución de los acontecimientos está llevando de modo natural a un entendimiento más razonable y acorde con lo que son las reglas de interpretación en Derecho de estas posibilidades de actuación de las Comunidades Autónomas, en contraste con la reacción inicial de nuestras instituciones, fuertemente condicionada por los tradicionales reflejos centralistas del gobierno central y el aparato mediático, que parecía entender que más allá de una reacción articulada por un mando único estatal, igual para toda España, y articulada por medio de un estado de alarma, nada había que hacer.

A estos efectos, en un primer lugar, trataré de exponer de forma sucinta cuál es la relación entre Estado y Comunidades Autónomas a la hora de ejercer competencias en esta materia y cómo habrían de articularse para adoptar medidas frente a la pandemia en esta fase posterior a la desescalada. A continuación, me ocuparé también brevemente de las relaciones de las Administraciones Públicas con los jueces en su función de control de las decisiones tomadas por aquéllas, pero atendiendo a ambas direcciones: a la hora de ejecutar los pasos de ese “baile agarrado” del que hablamos les corresponden a unos el control sobre las primeras, pero también hemos de atender a los pasos de la parte administrativa de esta peculiar pareja de baile, que también puede y debe reaccionar frente a decisiones judiciales que se estimen incorrectas a efectos de no perder pie. Elemento este último que, en contra de lo que muchos parecen creer, forma parte también de la partitura habitual de cualquier Estado de Derecho, donde los jueces difícilmente tienen la última palabra en cuestiones generales que afectan al interés público si su postura no es compartida por el conjunto de la ciudadanía.

1. La coordinación entre el Estado y las Comunidades Autónomas para la gestión de las medidas de control y para la respuesta a la pandemia en un contexto de normalidad jurídica -esto es, sin estado de alarma-

Desde el decaimiento del estado de alarma con el que el gobierno de España centralizó toda la capacidad de decisión respecto de la respuesta a la pandemia en sus estadios iniciales y que duró del 14 de marzo al 20 de junio de 2020, ambos inclusive, concluyendo a las 00.00 horas del 21 de junio, hemos asistido ya a algunas dificultades para articular respuestas jurídicas aptas para hacer frente a los rebrotes territorialmente muy localizados. Una dificultad que es en primer lugar técnica, pues desde una perspectiva epidemiológica es difícil saber a priori cuál es la medida de intervención ajustada y necesaria en cada caso, lo que conlleva un inevitable grado de incertidumbre y un proceso de ensayo-error en la adopción y decantación de las diferentes estratégicas epidemiológicas. Pero también jurídica, porque las concretas medidas de gestión y salud pública que se entiendan necesarias han ser traducidas a disposiciones jurídicas que, en forma de restricciones, impactan sobre los ciudadanos. Estas restricciones, desde el fin del estado de alarma, han de ser adoptadas en principio por las Comunidades Autónomas y ya hemos podido comprobar que ello no es siempre pacífico. Frente a la sencillez conceptual del modelo de gestión del estado de alarma, que produjo el efecto de centralizar todas las competencias en un “mando único” -el gobierno de España- que para bien o para mal tenía todo el poder decisión, es indudable que la realidad ordinaria de ejercicio del poder es más matizada y compleja. Lo cual tiene cosas muy buenas, porque también la realidad lo es -matizada y compleja- y de este modo muy probablemente se la puede hacer frente en mejores condiciones, pero ya hemos visto que también supone dificultades añadidas, sobre todo porque las tradicionales lecturas de corte centralista sobre el funcionamiento de nuestro sistema jurídico, siempre presentes y potentes en nuestro país, han tratado de convencer a ciudadanía y operadores jurídicos desde un primer momento que sólo con “mando único” y gestión unitaria a ser posible igual para todos se podía hacer frente a una pandemia que “no entiende de territorios”. Los efectos de estos reflejos centralistas condicionados se han manifestado desde el primer momento en que, desaparecido el estado de alarma y el mando único, se han empezado a adoptar medidas por las autoridades autonómicas competentes.

Aunque ya desde el fin del estado de alarma a finales de junio algunas Comunidades Autónomas han de adoptar medias respecto de pequeños núcleos de población con problemas puntuales, la primera Comunidad Autónoma que trató de establecer medidas restrictivas de calado que afectaban a poblaciones con un número importante de ciudadanos, ya a mediados de julio, fue Cataluña. Con el fin de tratar de contener sendos brotes con transmisión comunitaria constatada, tanto en la comarca del Segrià -que incluye la ciudad de Lleida- como en el área metropolitana de Barcelona a partir de un brote inicial de importancia en L’Hospitalet de Llobregat, se han ido sucediendo decisiones y medidas de las autoridades sanitarias catalanas, tratando de “danzar” con la epidemia que han generado también un buen “baile” jurídico con el gobierno central, la fiscalía del estado, sendos jueces de guardia y de lo contencioso administrativo, e incluso con otras Comunidades Autónomas -en concreto, Aragón, que compartía el brote inicial surgido en comarcas agrícolas cercanas a Lleida y cuyas autoridades fueron inicialmente explícitamente muy críticas con la gestión catalana, hasta el punto de plantear que se debía producir una nueva declaración de estado de alarma al gobierno central sólo para Cataluña, encomendándole de nuevo la responsabilidad sobre la gestión de la situación, en línea con la posición que, como veremos, también defendieron inicialmente fiscalía y los jueces competentes para enjuiciar estas medidas-. La sucesión de acontecimientos en relación a estas decisiones, pero también la paulatina rectificación de las posiciones de los autores más críticos con las medidas adoptadas por Cataluña, es probablemente la más ilustrativa sobre el entendimiento actual respecto de cómo permite nuestro Derecho que reaccionen a la pandemia de Covid-19 nuestras Administraciones públicas y los límites a que se enfrentan, así como respecto del necesario respeto a las decisiones judiciales por parte de las autoridades, que plantean interesantes cuestiones jurídicas. Tras los “bailes jurídicos” del Segrià y del Área Metropolitana de Barcelona, por así decir, el entendimiento general sobre cómo ha de combatirse el virus y qué medios y competencias jurídicas tienen los diversos poderes territoriales en España para ello ha cambiando sustancialmente, y parece ya mucho más pacífico. Y no sólo eso. Aunque nos competa algo menos, ha de señalarse que también, desde un plano no jurídico sino epidemiológico y de gestión de la pandemia, esta experiencia permite extraer interesantes lecciones sobre el curso correcto de la actuación pública en esta materia y la necesidad de que, en efecto, las Comunidades Autónomas en colaboración los entes locales tomen en ocasiones medidas restrictivas cuanto antes: así, los brotes iniciales, muy parecidos en Lleida y Aragón, han acabado descontrolándose en mucha mayor medida en esta última zona, probablemente por las reticencias iniciales de sus autoridades a adoptar esas medidas de limitación a partir de un entendimiento jurídico que partía de la imposibilidad de que lo pudieran hacer las Comunidades Autónomas –posición finalmente abandonada por Aragón, que a la postre ha acabado por poner en marcha algunas, no todas puesto que sigue negándose a hacer confinamientos perimetrales de las zonas más afectadas, de las limitaciones ya ensayadas en Cataluña, pero con un par de semanas de retraso-. Esta muy diferente evolución de brotes aparentemente similares inicialmente tanto en su origen como en los territorios a que afectaron aporta mucha información, a partir de una suerte de “experimento natural”, sobre qué medidas son más efectivas y habremos de tener muy presentes en el futuro para “bailar” correctamente con el virus en los posibles rebrotes de este otoño e invierno.

Yéndonos a la cuestión jurídica en sí misma, que es la que a nosotros más nos interesa, como se ha dicho, la más importante conclusión de este debate jurídico es que ha servido para clarificar casi definitivamente el marco jurídico de ejercicio y actuación de las competencias autonómicas en la materia, que se han acabado por afirmar de manera clara. Algo que podría no resultar sorprendente ni meritorio si nos vamos a nuestro Derecho positivo, que a mi juicio es suficientemente claro. Sin embargo, la valoración actual sobre la conveniencia y necesidad de esas medidas, así como su perfecta corrección jurídica, no era pacífica aún hace un par de semanas. Y ello a pesar del tiempo transcurrido desde marzo de 2020, que debería haber permitido una mayor conciencia entre la comunidad jurídica y los gestores de la cosa pública de nuestro país de las efectivas posibilidades de nuestro ordenamiento jurídico y, en concreto, de la Ley orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMEMSP) y su artículo tercero. Esta norma, y este precepto, habilitan de forma clara y explícita a las autoridades sanitarias -esto es, y de forma ordinaria, a las Comunidades Autónomas- para la adopción de cualesquiera medidas oportunas para el control de las enfermedades transmisibles referidas al control de los enfermos o personas que estén o hayan estado en contacto con ellos, incluyendo también las que “se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Sin embargo, y a pesar de la aparente claridad del texto legal, el entendimiento del mismo por parte de muchos actores, empezando por el gobierno de España que del 14 de marzo al 20 de junio de 2021 repitió machaconamente que sin estado de alarma y mando único en su poder que dejara a las Comunidades Autónomas como meros entes subordinados de ejecución de las decisiones estatales no se podría hacer frente a la pandemia, era que las Comunidades Autónomas con base en esos preceptos no podían hacer nada más allá de las medidas en relación a personas ya enfermas. Por ello, cuando el gobierno catalán, con base en esa norma y constatado un incremento de los contagios de Covid-19 que como hemos dicho hacía temer la existencia de transmisión comunitaria en varios municipios de la comarca del Segrià -entre ellos la ciudad de Lleida y su corona metropolitana-, aprobó una orden que limitaba la libertad de circulación en ese ámbito territorial, así como la prohibición de apertura de determinados establecimientos al público o la imposibilidad de reuniones de más de diez personas fuera del ámbito de convivencia estricto, entre otras medidas, la reacción jurídica crítica fue inmediata: se entendía que una Comunidad Autónoma había adoptado medidas de severa restricción de derechos fundamentales (libertad deambulatoria, libertad de empresa, derecho de reunión respectivamente) que en ningún caso estaba habilitada para decretar, porque sólo una Administración “ de verdad” -la del Estado- puede limitar así derechos fundamentales.

No se trataba, sin embargo y como ya hemos dicho, de las primeras medidas en este sentido, puesto exactamente una semana antes ya se había limitado la movilidad perimetral en esa misma comarca, restringiendo las entradas y salidas de la misma sólo a situaciones de necesidad o laborales, así como en otras Comunidades Autónomas ya se habían establecido limitaciones respecto de pequeños boques, incluyendo el confinamiento de un edificio en Albacete por la Junta de Castilla la Mancha o medidas tan gravosas como impedir el derecho al voto a los enfermos de coronavirus en las elecciones gallegas y vascas celebradas unas semanas antes. Sin embargo, y a diferencia de lo ocurrido respecto de esas primeras medidas, que habían pasado sin generar controversia jurídica notable y que siempre habían sido avaladas judicialmente (como dispone el art. 8.6 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa -LJCA- cuando hay restricción de derechos fundamentales respecto de las medidas del art. 3 LOMEMSP), fiscalía y poder judicial en este caso, quizás por tratarse de medidas adoptadas por un gobierno, el catalán, al que se mira con más lupa que a otros, y además de cierta intensidad, decidieron iniciar el baile. Primero fiscalía y después una jueza de guardia -competente para la ratificación del art. 8.6 LJCA al ser fin de semana- entendieron que algunas de las limitaciones que pretendía establecer el decreto catalán no sólo no eran necesarias o proporcionadas, labor ordinaria de control a la que han de dedicarse según establece el mencionado precepto, sino que fueron más allá negando toda competencia al gobierno catalán para adoptar esas medidas, fueran necesarias y proporcionadas o no. Según la opinión de ambos actores, en línea con cierta doctrina constitucional, las manifestaciones previas durante meses del gobierno de España o la opinión expresada por gobiernos autonómicos como el de Aragón, al establecer medidas restrictivas que afectaban a los derechos fundamentales reseñados que equivalían a un cierto “confinamiento” -prohibición de salida del término municipal de los municipios afectados- y restricciones a la libertad de reunión -prohibición de reuniones sociales de más de diez personas- ello hacía que no pudieran ser adoptadas por una Comunidad autónoma. Por ello, se anulaban estas disposiciones -todas ellas, además-, al entender que no eran de competencia autonómica. El “baile” jurídico entre Comunidad Autónoma, fiscalía y jueces había comenzado.

El otro actor en este baile, el gobierno catalán, no se queda tampoco parado e inicia sus pasos propios en esta danza jurídica. Así, ante la situación provocada por esta anulación del acto administrativo que decretaba el pretendido semiconfinamiento, la Generalitat de Catalunya optó por aprobar una reforma legal de la normativa sanitaria catalana, realizada por vía de urgencia empleando para ello un Decreto-ley que menos de 24 horas después de la anulación de la decisión por el juzgado de guardia explicitaba la capacidad de la administración catalana para decretar este tipo de medidas, así como establecía ciertas normas procedimentales sobre cómo habían de llevarse a cabo. Con amparo en esta nueva habilitación legal -o más bien, en esta explicitación y concreción de una habilitación legal que se entiende pre-existente y contenida en la norma básica estatal y en concreto ene l ya referido art. 3 LOMEMSP-, de nuevo en menos de 24 horas, el martes 14 de julio, la administración catalana reiteraba la orden de confinamiento inicialmente anulada.

En esta rápida sucesión de acontecimientos aparecen algunos debates jurídicos de interés sobre los que merece la pena que nos detengamos. El primero de ellos tiene que ver con la discusión en torno a la capacidad que tienen o no las Comunidades Autónomas de decretar este tipo de medidas de limitación o restricción de libertades para impedir o dificultar la propagación de una enfermedad infecciosa al amparo del ya mencionado artículo 3 de la LOMEMSP y si ésta es o no sustancialmente equivalente a la capacidad de que ha hecho gala el gobierno de España, vigente el estado de alarma decretado el 14 de marzo de 2020 por Decreto 464/2020, para hacer lo propio. En otro lugar, y con más amplitud, he defendido que en ausencia de un estado de alarma que, como hizo el que hemos vivido durante varios meses de este año 2020, recentralice estas competencias, son las Comunidades Autónomas las que, en atención al reparto ordinario de competencias, han de adoptar las medidas que, de modo coherente con lo que suelen ser las previsiones del Derecho de necesidad, esto es, de forma muy amplia y genérica, prevé la LOMEMSP. La intensidad de las medidas de restricción de derechos que se permiten, sometidas a controles de necesidad y proporcionalidad que requieren de su inmediata ratificación judicial ex art. 8.6 LJCA, puede encontrar sus límites en la suspensión de derechos fundamentales, que no parecen contemplados en la regulación de la ratificación judicial y nuestro Derecho sólo contempla para la declaración de los estados de excepción y sitio, pero la experiencia reciente demuestra que entender que se llega a esa situación requiere de una situación que nuestros tribunales no parecen haber considerado que se haya dado hasta la fecha: en efecto, vigente desde el 14 de marzo hasta el 20 de junio de 2020 el estado de alarma, que constitucionalmente no permite la suspensión de derechos fundamentales y ampara sólo restricciones concretas de algunas libertades con carácter general, pero que para la lucha contra las pandemias permite integrar en su elenco de potestades todas las que la legislación sanitaria comprende para estos casos (el art. 11 de la Ley Orgánica 4/1983 integra como parte de las potestades del estado de alarma todas las medidas que se pueden adoptar al amparo del art. 3 LOMEMSP), se han empleado por el Estado estas posibilidades de forma generosa sin que se haya anulado ninguna de sus medidas ni entendido que supongan una suspensión de derechos fundamentales sino siempre meras limitaciones. Así pues esta capacidad de limitar, pero no de suspender, derivada de la LOMEMSP, habría que entender que sigue en vigor decaído el estado de alarma, pero simplemente que a partir de ahora será ejercida por las autoridades constitucionalmente competentes en situación de normalidad, esto es, por las Comunidades Autónomas.

Frente a esta tesis se han escuchado durante todos estos meses, desde el 14 de marzo de 2020, voces o leído razonamientos que, con base en una convicción previa ciertamente muy generalizadamente asentada, aunque carente de una estricta base normativa o constitucional, de que el Estado ha de disfrutar de mayor ámbito competencial al hacer uso del art. 3 LOMEMSP del que se ha de reconocer a las Comunidades Autónomas cuando sean éstas las competentes. Es ésta una idea decantada, aparentemente, a partir de la convicción de que la declaración de un estado de alarma habilita para hacer un uso más intensivo de unos instrumentos que nuestro marco jurídico no indica en ningún caso que pasen a ser más potentes o intensos en ese contexto -es más, se remite a ellos tal cual, dando a entender más bien lo contrario, esto es, que han de operar exactamente en sus mismos términos y con sus mismos límites-. Según esta tesis si bien el Estado, mediante la asunción de la competencia declarando el estado de alarma, sí podría decretar medidas generales de limitación de la movilidad con base en la habilitación genérica del art. 3 LOMEMSP, esta misma habilitación, en cambio, no serviría para permitir a las Comunidades Autónomas hacer lo propio en tiempos de reparto competencial ordinario, por entenderse -aunque no esté explicitado en la norma- que a partir de cierto umbral de intensidad en las limitaciones -por definición, indeterminado pero determinable caso por caso, ha de suponerse-, si estas afectan a una pluralidad de individuos -ya que si son medidas de restricción de derechos individualizadas al parecer sí se acepta sin problemas que sean ejercidas-, las Comunidades Autónomas no podrían decretar estas medidas. La única opción en tales casos, excepción hecha del recurso a instrumentos más gravosos tal que un estado de excepción, sería una nueva declaración de estado de alarma singularizada para partes del territorio -es de suponer que tantas como brotes de la suficiente gravedad hubiere- que permita al Estado adoptar esas medidas con base en el art. 3 LOMEMSP que el art. 11 de la Ley Orgánica 4/1983 integra como parte de las potestades del estado de alarma que paradójicamente, en cambio, el mismo art. 3 LOMEMSP, al parecer, por sí mismo no permite. Incluso, se dice, se podría delegar en una autoridad autonómica la ejecución de las mismas, como prevé la LO -que también permite, además, que sea un gobierno autonómico quien alerte de la situación y solicite al Estado esta declaración-.

A esta tesis, que ha gozado de cierto predicamento mediático, político y de algún apoyo dogmático, a pesar de su manifiesta ausencia de sustento normativo positivo, se adhieren tanto la Fiscalía de Lleida en su escrito de 12 de julio de 2020, que precisamente por estas razones entiende contraria a Derecho la decisión administrativa del gobierno catalán, como la juez de guardia encargada de ratificar, en su caso, las medidas limitativas, razón por la cual niega esta ratificación -aunque lo hacen sólo respecto de algunas de las medidas restrictivas de derechos fundamentales, en concreto el confinamiento perimetral y la prohibición de reuniones de más de diez personas, sin que expliquen o fundamenten la razón por la que otras restricciones de derechos fundamentales tendrían menos categoría constitucional y sí podrían ser decretadas por las autoridades autónomas-. Para ello, siguen punto por punto el referido iter argumental, entendiendo por ello que las medidas de una semana antes, aun siendo también medidas no individualizadas y que afectaban a la generalidad de la población, al no alcanzar un umbral de intensidad suficiente, eran posibles dentro de la competencia de la Generalitat de Catalunya pero que las decretadas el 12 de julio de 2012, por ir más allá de ese evanescente umbral, excedían la competencia de la Generalitat. Adicionalmente, aunque establecido este primer punto no deja la cuestión de ser innecesaria -y por ello es notablemente incoherente con el fondo de su decisión que se añada esta consideración-, la juez añade que la Administración no había justificado con el debido rigor ni la existencia de un brote suficientemente grave en Lleida y los municipios limítrofes concernidos ni la necesidad de las medidas planteadas.

A estas alturas podemos ya señalar que estos escritos de la Fiscalía de Lleida y las anulaciones decididas por varios jueces de guardia y de lo contencioso radicados en Cataluña han sido muy probablemente el canto del cisne de esta posición. Es muy interesante comprobar cómo jurídicamente esta posición, que parecía corresponderse con la más habitual en medios y a partir de la boca de responsables políticos en los primeros meses de 2020, ha sido abandonada a medida que sus manifiestos problemas prácticos se han puesto de manifiesto. Tanto el ejemplo comparado, especialmente de los sistemas de distribución territorial del poder comparables al nuestro, como la operatividad para hacer frente a la pandemia -la “danza” de la que hablábamos al principio- aconsejan la posibilidad de discriminar las medidas a adoptar territorialmente y que ello sea responsabilidad de las administraciones en que concurren una mayor proximidad y ser las competentes en la gestión sanitaria ordinaria, esto es, las Comunidades Autónomas. De hecho, en esta línea parece haberse pronunciado ya explícitamente incluso el gobierno de España, que tras haber optado por una gestión de la pandemia en sus primeras semanas en clave muy centralizadora, ha declarado ya explícitamente considerar más adecuado en esta fase conceder más protagonismo a la gestión por parte de las Comunidades Autónomas. Poco a poco, también, los diversos gobiernos autonómicos, y no sólo el catalán, se han ido alineando con estas tesis. Tesis que cuentan con la ventaja no sólo de ser más operativas y permitir que se desarrolle la “danza” con la pandemia de manera más solvente, sino con un indudable respaldo del Derecho positivo, que sin embargo no fue suficiente en un primer momento para imponerse a una miope visión hipercentralista de cómo ha de funcionar nuestro ordenamiento jurídico. Ha sido la pura y dura necesidad de no autoinfligirnos una grave amputación respecto de los instrumentos para poder luchar contra la pandemia la que, a la postre, y gracias a la crudeza con la que la actuación de fiscalía y jueces respecto de los casos catalanes del Segrià y del Área Metropolitana de Barcelona puso de manifiesto sus problemas, la que ha logrado pacificar la cuestión en un sentido jurídicamente coherente.

Es más, la solución ya aparentemente definitiva al conflicto que se produce respecto de las decisiones del gobierno catalán analizadas apunta en esta misma dirección, al haberse logrado un punto de encuentro que ha dejado de ser cuestionado jurídicamente tras la aprobación del Decreto-ley referido que permitió a la Generalitat de Catalunya actuar sin que al gobierno de España le parezca contrario a Derecho ni tenga intención de recurrirlo y sin que los jueces hayan opuesto al mismo mayores pegas. En uso del mismo, como se ha dicho, las medidas inicialmente anuladas fueron reiteradas gubernativamente y posteriormente ratificadas sin mayores problemas por los jueces correspondientes -aunque con oposición de la Fiscalía, de nuevo, respecto de la decisión de prohibir las reuniones de más de diez personas-. Desde entonces, parece pacífico que el ámbito competencial de ejercicio para la adopción de estas decisiones es el autonómico, y así está ocurriendo en otras Comunidades Autónomas -aunque la Fiscalía sigue planteando en algunos lugares, y siempre en Cataluña, problemas con la limitación del número de personas en reuniones sociales- sin que los tribunales de lo contencioso-administrativo hayan vuelto a plantear la falta de competencia de las Comunidades Autónomas. Desde entonces sólo se han anulado parcialmente algunas medidas limitadoras, tras recursos de particulares, en referencia a las limitaciones de los horarios de los negocios de restauración -algo ocurrido tanto en Cataluña como, paradójicamente, en Aragón-. Ahora bien, y en ambos casos, los jueces operan -con mejor o peor fortuna y más o menos acierto- un análisis de la debida justificación, o insuficiencia de la misma, respecto de la decisión autonómica en punto a su necesidad o proporcionalidad, lo que se sitúa en el marco ordinario de control de las decisiones administrativas de esta índole del art. 8.6 LJCA sin cuestionar la competencia autonómica para adoptarlas.

En la consolidación de esta solución ha ayudado notablemente el que, con posterioridad a las medidas adoptadas en Cataluña, otras muchas Comunidades Autónomas hayan tenido que ir adoptando medidas limitativas que han incluido restricciones que incluso han contemplado ciertas medidas de confinamiento perimetral de poblaciones (así en Extremadura, Castilla León, Murcia) en algunos casos muy estrictos como el más reciente de Aranda de Ebro, así como que otras Comunidades Autónomas de la importancia de Aragón -por haber sido la que más reticencias había manifestado respecto de la existencia de competencia autonómica para ello-, Madrid, Navarra, Comunidad Valenciana, Andalucía hayan ido aprobando asimismo medidas que restringen algunas actividades sociales o económicas, con diversos grados de intensidad -especialmente interesantes son las restricciones en relación al ocio nocturno, muy comunes en Europa y en España establecidas con carácter general sólo en Cataluña pero que en otros territorios se han traducido en cierres temporales en algunas zonas o restricciones horarias-. Aunque en ningún caso se ha llegado al extremo -tampoco en el Segrià o en el área metropolitana de Barcelona, por lo demás- de confinar domiciliariamente a los ciudadanos, el abanico de medidas en curso ya en muchas zonas del país comprende desde cierres perimetrales a la prohibición del desarrollo de algunas actividades económicas en determinadas áreas, una fuerte restricción de horarios de hostelería o la muy común prohibición de reuniones sociales de más de cierto número de personas -dependiendo de casos, en ciertos lugares o ciertas horas, para ciertas actividades o bien con carácter general para las zonas mas afectadas por la pandemia-. Además, prácticamente todas las Comunidades Autónomas establecen ya la obligación en el empleo de mascarillas en todo el ámbito público, sólo con algunas excepciones, y las correspondientes sanciones en caso de incumplimiento. Poco a poco, los operadores jurídicos han tenido que normalizar que estas medidas son necesarias para ese baile con la pandemia destinado a controlarla y que no se trataba de un capricho del gobierno catalán su adopción. No parece que a día de hoy la competencia autonómica para hacerlo esté ya cuestionada, aunque Fiscalía siga considerando que las prohibiciones de reuniones de más de diez personas exceden las competencias autonómicas o se alcen voces que ante la pretensión -de nuevo, esbozada en el Decreto-ley catalán aunque no puesta en práctica, pero muy común en países europeos de nuestro entorno siguiendo el ejemplo alemán- de imponer medidas para el control de asistencia a locales de ocio o hostelería, que ha sido muy criticada en medios políticos y académicos por la pretendida violación del derecho a la protección de datos que podría suponer elaborar estos ficheros -crítica, por lo demás, bastante exótica por cuanto la elaboración de ficheros es perfectamente sólita y constitucional si se respetan las medidas de protección de datos legalmente establecidas y la finalidad del mismo tiene base legal, lo que es sin duda el caso en el supuesto que nos ocupa-. En ambos casos, estas críticas se plantean de nuevo sin dar una respuesta satisfactoria a un problema jurídico de fondo: no son capaces de explicar con razones jurídicas por qué esas concretas restricciones de derechos fundamentales no serían válidas a partir del juego de los arts. 3 LOMEMSP y 8.6 LJCA y todas las demás sí, cuál sería en Derecho la diferencia entre unas y otras que llevan a concluir que su régimen jurídico deba ser tan diferente en un caso y otro.

Esta paulatina consolidación de una interpretación –por lo demás, muy tempranamente señalada, en el debate que se viene teniendo desde marzo y a pesar de ser inicialmente las voces minoritarias en el mismo, por parte de la doctrina como Alba Nogueira, Gabriel Doménech o yo mismo, a quienes se han unido voces como Francisco Velasco- coherente con el texto constitucional en cuanto al reparto de competencias y a las normas jurídicas en materia de estados de alarma o medidas de emergencia sanitaria y, a la vez, que permita un baile adecuado entre Estado -coordinador y con funciones de gestión de la información a nivel estatal y de soporte a la acción autonómica- y Comunidades Autónomas -adoptando y aplicando las medidas concretas a escala regional y local, en colaboración con los entes locales, que se entiendan necesarias en cada caso-, no implica que no subsistan problemas. Por ejemplo, uno de ellos puede ser el excesivo y en ocasiones abusivo uso del Decreto-ley para establecer este tipo de medidas, que inhibe la acción del parlamento y dota de un excesivo protagonismo al poder ejecutivo. Aunque sea algo habitual, y que tiene que ver con una doctrina del Tribunal Constitucional (TC) que a la vez que ha consentido que se llegue incluso a establecer prohibiciones empleando este instrumento, así como a disponer las correspondientes infracciones y sanciones, mientras que a la par ha condenado el uso de procedimientos legislativos de emergencia como el de lectura única -si bien, de nuevo, que lo hiciera respecto del Parlament de Catalunya obliga a poner un bemol sobre la posible generalización de la doctrina-, es ésta una dinámica que convendría enmendar. Otra cuestión todavía por resolver, que ha pasado a ser habitualmente resaltada entre la doctrina menos empática con las posibilidades de ejercicio autonómico de estas competencias, es la supuesta falta de claridad de la norma que atribuye la competencia a las Comunidades autónomas, por lo que hay quien reclama que la ley explicite con más claridad y concreción qué pueden hacer y qué debería quedarles vedado, manifestando sus reservas a que sin ello se permita que ejerzan sus competencias con naturalidad; mientras que otras voces estiman simplemente que en todo caso esta clarificación sería necesaria para ganar operatividad y seguridad jurídica. Se trata de una necesidad de mejora que parece difícil negar, dada la polémica que hemos tenido y las reacciones judiciales generadas que hemos analizado. Conviene, eso sí, recordar que a la hora de operar esta clarificación se debería tener cuidado de no constreñir excesivamente el elenco de medidas posibles definidas a priori ante situaciones de emergencia que, por definición, son difíciles de prever en todo caso con carácter previo: el derecho de necesidad ha de tener siempre unos márgenes más bien generosos de indeterminación para poder aspirar a enfrentarse con eficacia a las situaciones de crisis que puedan venir. Esta reclamación de una actuación legislativa de clarificación nos ubica, por lo demás, en el otro problema que puede ser interesante analizar: el de cómo han de relacionarse las Administraciones Públicas, y el poder legislativo con el poder judicial en este peculiar baile que han de ejecutar coordinadamente para responder con solvencia a los retos que plantea la gestión de la pandemia.

2. Control judicial de la actuación de las Administraciones públicas en relación a la Covid-19 y posibles reacciones legislativas o administrativas en caso de conflicto

Como ya he comentado, la solución inmediata dada a la negativa judicial de ratificar las medidas decretadas por la Generalitat de Catalunya en julio de 2020 pasó por enmendar la plana a la juez de guardia por la vía de convalidar normativamente las medidas en cuestión para así dificultar que cualquier juez pudiera oponerse a ellas en un futuro -por venir amparadas explícitamente por una norma con rango de ley, que el juez ha de seguir obligatoriamente por su presunción de validez-. Esta operación, en concreto, se hace de forma menos agresiva para con las decisiones judiciales de lo que inicialmente se planteó y no se lleva a cabo por una convalidación directa de las medidas sino de forma indirecta, por medio de una modificación legal de la norma catalana en materia de salud pública que desarrolla la habilitación del art. 3 LOMEMSP, aprobada por Decreto-ley 27/2020,. Este Decreto-ley, con una interpretación del marco jurídico vigente en línea con lo aquí defendido, reforma la ley catalana de salud pública explicitando las diferentes medidas que se pueden adoptar con base en el precepto de la norma básica estatal y fija el procedimiento que ha de seguir la administración catalana para hacerlo. Puede decirse, por ello, que incluso restringe y acota las capacidades de la Administración catalana para adoptar estas medidas, pues donde en la ley básica hay una habilitación muy general para la adopción de cualquier medida y ninguna exigencia procedimental, en la concreción aprobada por el Decreto-ley para Cataluña se fijan y pautan tanto las diversas medidas posibles como el procedimiento y los estudios de necesidad que han de aportarse. Pero más allá de estos matices, es obvio que la medida está específicamente diseñada para actuar específicamente contra los fundamentos de la decisión del juzgado de guardia en auto de 12 de julio de 2020 pues fija como base incuestionable, que queda plasmada en la norma con rango de ley, que la competencia es autonómica. Como puede verse, tenemos en este caso, como tendríamos también si modificáramos la normativa básica estatal para clarificar el panorama normativa, una respuesta de las Administraciones públicas -o del legislador- a las actuaciones judiciales que no acaban de ser empáticas con las medidas adoptadas, a las que se opone una reacción posterior. Además de entre Estado y Comunidades Autónomas, podemos ver cómo en este baile jurídico, en forma de toma y daca, intervienen también los jueces pero que éstos no van a tener necesariamente y siempre la última palabra.

Este otro vector, el que se refiere a las relaciones, en ocasiones conflictuales, entre Administración y jueces, tiene que ver con las dinámicas más básicas de la separación de poderes en un Estado de Derecho. Preguntarnos si es aceptable o no que el legislador o incluso el poder ejecutivo -empleando los poderes excepcionales de que dispone para, en situaciones de urgente necesidad, dictar normas con rango de ley por mucho que ya hemos señalado nuestra prevención respecto del abuso de este instrumento- enmienden la plana al poder judicial y donde un juez ha anulado una actuación administrativa por entenderla ilegal, contraria a la norma, la misma sea repuesta por ley o convalidada por medio de una modificación legal que haga desaparecer la base normativa en que se basó la objeción del juez o jueza que anuló la actuación conflictiva nos retrotrae a analizar algunos de los fundamentos constitucionales de las relaciones de otros poderes con el poder judicial.

Este tipo de “baile” o conflicto entre poderes, zanjado por una intervención última normativa con la intención de contradecir una decisión judicial previa, es exactamente lo ocurrido en el ejemplo analizado: el gobierno catalán, frente al rechazo judicial de su actuación, la ha blindado normativamente por medio de una modificación con rango de ley de la norma de cobertura. Aunque operada por Decreto-ley, podemos considerar que es un claro ejemplo de convalidación legislativa indirecta de actuaciones administrativas declaradas ilegales por los tribunales, del tipo de las que tuvimos ocasión de estudiar ampliamente en una obra publicada hace más de una década (Las convalidaciones legislativas, Iustel, 2004). De hecho, este reciente ejemplo ilustra bien algunas de las dinámicas propias de estas situaciones y nos permite entender por qué no son siempre problemáticas.

Así, en primer lugar, ha de ser recordado que lejos de estar ante una situación excepcional, este tipo de actuaciones convalidadoras de actos o disposiciones administrativas declarados ilegales es bastante común. No se trata pues, en sí misma, ni de una violación del principio de división de poderes ni de un atentado a la reserva de jurisdicción o a las funciones constitucionalmente atribuidas por el art. 117 de la Constitución al poder judicial, sino de una manifestación más del juego de equilibrios, inevitable en todo Estado de Derecho, entre poderes públicos. Tampoco, en ningún caso a pesar de que mediáticamente se haya tratado así en ocasiones, de una “desobediencia” en el sentido penal del término del gobierno catalán. Del carácter perfectamente sólito de estas situaciones da cuenta no sólo el amplio número de ejemplos que podemos traer a colación -especialmente en ámbitos como el tributario o el urbanístico- sino también el hecho de que varios de los casos más conflictivos de convalidaciones legislativas de este tipo, por el debate público generado, han llegado incluso al Tribunal Constitucional, que en diversas sentencias ha dejado claro que una reacción legislativa frente a anulaciones judiciales de actuaciones administrativas no es, per se, inconstitucional.

De la jurisprudencia constitucional en la materia se extraen, eso sí, ciertos límites a esta actuación por parte de los poderes ejecutivo y legislativo enfrentándose a decisiones judiciales que dejan sin efecto previas actuaciones del gobierno de turno, límites que además se han ido afirmando con el tiempo -las SSTC son más exigentes que la STC, por ejemplo-. En primer lugar, y es el requisito más importante y obvio, las nuevas normas han de ser constitucionalmente inobjetables, tanto en la competencia de quien las dicta como en lo que se refiere a su contenido material. Además, en cumplimiento de la jurisprudencia del TEDH en la materia, este tipo de actuaciones tampoco podrían, aunque su contenido fuera perfectamente constitucional, suponer una quiebra de la previa confianza depositada en la Administración o ir contra lo que era de prever que fuera su actuación, ni ser manifestaciones arbitrarias del poder, persiguiendo fines adicionales diferentes a los aparentes o poniendo en riesgo otros valores. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha dado importancia a loa valores ambientales y la necesaria protección del medio para entender arbitrarias y por ello nulas leyes de convalidación que retroactivamente pretendían rebajar la protección legal para convalidar proyectos urbanísticos que de acuerdo a los estándares anteriores eran claramente contrarios a Derecho. Por último, hay que señalar que toda esta jurisprudencia señala como límite tajante a una convalidación el reconocimiento en sentencia firma con valor de cosas juzgada de derechos subjetivos o situaciones jurídicas individualizadas -aunque incluso en este caso ha habido alguna excepción, como ocurrió con las subvenciones debidas a cierto partido político, reconocidas judicialmente y que nunca le fueron pagadas tras una reforma legislativa para impedirlo a la que se dotó de carácter retroactivo-, siendo en cambio mucho más generosa con la posibilidad de operar convalidaciones cuando la actuación administrativa así salvada tiene efectos de tipo general.

Si aplicamos esta doctrina más o menos consolidada a la situación vivida a cuento de la pretensión del gobierno catalán de confinar parcialmente a la población de algunos municipios de la comarca del Segrià, podemos constatar que nos encontramos ante una actuación que, por referirse típicamente a medidas de carácter general y oponerse a una sentencia que declara una particular visión del Derecho vigente, antes que a pretender ir contra derechos subjetivos de concretos individuos ya declarados en sentencia, es en principio de las menos problemáticas. Máxime cuando ni siquiera se convalidan directamente las medidas en cuestión, sino que el Decreto-ley 27/2020 lo que hace es operar una modificación del marco legal para que quede absolutamente claro que las medidas que pretende aprobar la administración catalana están dentro de sus competencias y de las potestades que le confiere la norma en vigor, incluyendo incluso un listado ejemplificativo de medidas y un procedimiento a seguir para su adopción, que permite a continuación la reiteración de las medidas por la Administración catalana. Tampoco parece, además, que la convalidación intervenida lo sea en un sentido contradictorio con la práctica previa del gobierno catalán ni que se pueda considerar que hay un objetivo desviado al margen de la lucha contra la pandemia en las medida que se pretenden convalidar o que estemos ante una manifestación irracional o irrazonable por parte del gobierno catalán: es bastante evidente que las medidas que pretenden salvar son coherentes con una serie de objetivos, además, de claro interés general como es la lucha contra la pandemia -que los medios para ello sean los más adecuados o no es cuestión diferente, donde podrán caber muchas valoraciones y además el juez sigue teniendo el papel que le reserva el art. 8.6 LJCA, pero en general serán todas ellas extrajurídicas y lo que sí es cierto, en todo caso, es que parece que un gobierno tiene más medios y expertise para poder determinar las mismas que un órgano judicial, razón por la cual nuestro sistema en principio les concede a aquéllos la capacidad para determinarlas y a éstos sólo la de revisar la legalidad de las mismas o manifiestas desviaciones en términos de proporcionalidad o necesidad-. Así pues, y como una primera conclusión atendiendo a la naturaleza estructural de la intervención realizada por la Generalitat de Catalunya, no parece que estemos ante una convalidación legislativa de las que serían cuestionables a la luz de la jurisprudencia consolidada de nuestro Tribunal Constitucional. Por lo demás, tampoco Fiscalía, ni la Abogacía del Estado, lo han considerado así, ni ninguno de los jueces que ha habido de ratificar las medidas adoptadas a continuación, sin que nadie haya planteado siquiera la necesidad de elevar cuestión de inconstitucionalidad.

Queda por determinar, eso sí, si la norma en cuestión cumple competencial y materialmente con la Constitución, como haríamos por lo demás con cualquier otra norma. De hecho, el anuncio hecho inicialmente por la Generalitat, que algunos medios de comunicación tradujeron como la pretensión de implantar las limitaciones a la movilidad y otros derechos fundamentales de los ciudadanos de estas localidades por medio de un Decreto-ley, planteaba muchas cuestiones en este punto, dado que, como es sabido, la afección a derechos fundamentales está constitucionalmente vedada cuando la norma aprobada es un decreto-ley (art. 86.1 CE). Sin embargo, si analizamos el Decreto-ley efectivamente aprobado a la postre, podemos constatar que la maniobra jurídica de convalidación está hecha de manera inteligente y coherente con el marco constitucional vigente, la normativa básica estatal y la jurisprudencia del Tribunal constitucional. Aspectos, por lo demás, todos ellos, en los que la norma se apoya expresamente en su exposición de motivos, haciendo valer en concreto tanto la legislación básica estatal ya referida en materia de emergencias sanitarias (art. 3 LOMEMSP), a partir de la cual construye una legislación de desarrollo de la misma con plena base competencial y totalmente coherente con la misma, como las sentencias recientes del TC sobre la justificación y necesidad de adopción de ciertas medidas contra la pandemia.

En este sentido, nos encontramos con una convalidación legislativa indirecta, pero igualmente eficaz. El legislador -o el ejecutivo en funciones de legislador, en este caso- no aprueba por Decreto-ley para intentar así salvarlas elevando el rango las limitaciones que habían sido anuladas -algo que, como se ha dicho, probablemente sí sería inconstitucional ex art. 86. CE; amén de más agresivo en términos de confrontación con el poder judicial-, como desarrolla las posibilidades que ofrece el art. 3 de la ley básica en la materia, la LOMEMSP, desarrollándolo y estableciendo, frente al carácter muy abierto de ese precepto, un mínimo procedimiento formal a seguir para aplicarlo y algunas cautelas de tipo material vinculadas al principio de proporcionalidad. Lo que hace así la norma catalana es variar un marco normativo de tipo procedimental, en principio neutro en cuanto afección a derechos -porque la previsión de su posible limitación o restricción ya está en la combinación de los arts. 3 LOMEMSP y 8.6 LJCA-, e incluso más garantista, porque frente a la habilitación muy abierta de la norma básica estatal se introducen algunas restricciones para su empleo y ejercicio, así como frente a la posibilidad de adoptar cualquier medida necesaria se hace un esfuerzo -en el Anexo a la norma- por listar las posibles medidas limitativas más habituales de entre las que la Administración habrá de elegir una o algunas, según las necesidades del caso. Por esta vía, al tener un apoyo legal mucho más concreto y desarrollado, la actuación del juez a la hora de enjuiciar ex art. 8.6 LJCA de nuevo las medidas concretas adoptadas, exactamente en los mismos términos que las anuladas, queda mucho más constreñida. En concreto, y mientras la norma catalana no sea declarada inválida por invadir competencias estatales o quede suspendida por un recurso ante el TC por parte del gobierno del estado por entenderlo así -cosa que ya ha anunciado este último que no se va a producir por entender que la norma es respetuosa con el marco constitucional vigente y su reparto de competencias-, pasa a ser imposible que un juez pueda negar la ratificación de las medidas por las mismas razones que adujo el auto del pasado 12 de julio: esto es, por entender incompetente a la Generalitat catalana para adoptar este tipo de medidas, dado que una norma con rango de ley en vigor la habilita expresamente para ello.

La tarea del juez a partir de ahora, e intervenida la convalidación legislativa, ha de limitarse, pues, a ratificar o no las medidas decretadas por la Administración catalana siguiendo el esquema de control dispuesto en los arts. 3 LOMEMSP y 8.6 LJCA. Lo cual no significa, ni mucho menos, que la Administración catalana -o cualquier otra Administración autonómica- tenga carta blanca para tomar las medidas que considere en cada caso oportunas, porque esta ratificación va anudada a un control de necesidad, como ya se ha dicho, por parte de la autoridad judicial. Sí significa, sin embargo, que la objeción competencial decae y el juez habrá de analizar la ratificación simplemente desde esta óptica. Algo que, dada la gravedad de la pandemia de Covid-19 que hemos vivido, sus devastadores efectos en personas vulnerables y los riesgos derivados de no lograr cortar la cadena de contagios, parece que debiera ser sencillo de justificar por parte de la Administración si los datos epidemiológicos revelan la existencia de un brote con transmisión comunitaria no trazable y las medidas propuestas cuentan con el aval de los técnicos y son coherentes con el tipo de intervenciones al uso en estos casos. Recordemos, una vez más, que a estos efectos los poderes ejecutivos cuentan con más datos, así como más capacidad técnica, y la debida legitimidad democrática para operar una ponderación de los intereses en juego -salud pública vs actividad económica-, de la que carecen los órganos judiciales, por lo que es exigible que estos operen con la debida deferencia teniendo en cuenta todos estos factores. Con todo, frente a medidas manifiestamente arbitrarias, no correctamente justificadas o que se juzgan abiertamente innecesarias, la función constitucional del poder judicial en este, como en otros muchos casos, es operar el control ordinario que frente a la Administración tienen encomendado. Se trata, en cualquier caso, de un paso más, complejo y sutil como todos los aquí analizados, en ese “baile” no siempre sencillo que implica a los diversos actores en danza.

3. Una breve conclusión sobre lo ya jurídicamente decantado y los interrogantes que aún subsisten a la hora de deslindar cómo han de relacionarse los distintos poderes públicos para dar una mejor respuesta a la pandemia

A partir de lo aquí expuesto parece claro que los distintos operadores jurídicos españoles han acabado asumiendo, con cierta naturalidad en cuanto se ha puesto de manifiesto su conveniencia a pesar de las dudas expresadas inicialmente desde no pocos sectores, que las Comunidades Autónomas, competentes en materia de sanidad en condiciones normales, son las que han de tener el protagonismo para la gestión de los rebrotes y la adopción de las diversas medidas que vayan siendo necesarias en el futuro, como por otro lado ha sido la norma en todos los países que, como el nuestro, reconocen constitucionalmente la división territorial del ejercicio del poder -el caso de la República Federal de Alemania es el más paradigmático-. El recurso al estado de alarma, que permitió una respuesta centralizada y unitaria en un primer momento, plantea problemas políticos y jurídicos evidentes por ser contradictorio en algunos puntos con esa arquitectura descentralizada, pero es sin duda una alternativa constitucionalmente posible. Eso sí, no es la única de que disponemos y, dados sus efectos y costes, tiene probablemente sentido emplearla sólo como ultima ratio y siempre y cuando una respuesta centralizada y unitaria sea estrictamente necesaria. Mientras no sea el caso, la labor del Estado, esencial, de coordinación, recopilación de información y análisis, soporte a las Comunidades Autónomas, establecimiento de protocolos y demás, ha de combinarse con una acción autonómica que permita la gestión territorializada de la respuesta a la pandemia, según las necesidades del momento y del lugar -como por lo demás es el reparto de papeles entre ambos niveles administrativos desde siempre plasmado en nuestra legislación, tanto ordinaria como de emergencias, en materia de sanidad y salud pública-.

Para ello, nadie parece tener ya dudas de que la legislación ordinaria de respuesta a emergencias sanitarias, por mucho que pueda ser mejorada y reformada -ya en tanto que norma básica, ya como concreción autonómica al estilo de lo llevado a cabo por el Decreto-ley 27/2020 de la Generalitat de Catalunya-, permite adoptar las medidas necesarias en cada caso, según lo previsto en el art. 3 LOMEMSP. Unas medidas que van mucho más allá de lo que ciertas lecturas centralistas pretendieron en un primer momento. Baste recordar la panoplia de medidas restrictivas, ya sea con determinación propia de los tipos de intervención por cada Comunidad Autónoma en la estela de Cataluña, ya acudiendo a los estándares previamente adoptados por el gobierno central durante el estado de alarma, pero aplicándolos autonómicamente, como ha hecho Aragón -devolviendo algunas zonas a “Fase 2” o “Fase 1”, por ejemplo-: en ambos casos nos encontramos con poderes autonómicos limitando derechos y ejerciendo competencias que hace no mucho se nos decía que sólo el gobierno central y por medio de la intermediación de un estado de alarma podía determinar -recordemos que las famosas “fases” de la desescalada se pusieron en marcha vigente el estado de alarma y en su momento, en mayo y junio de 2020, muchos sostenían que las medidas contenidas en el paquete de restricciones de cada “fase” sólo se podían imponer por medio de un estado de alarma, razón por la cual éste subsistió durante toda la primavera-.

Hasta aquí, pues, lo que ya hemos decantado jurídicamente y sobre lo que puede considerarse, a estas alturas, que ya constituye un acuerdo general interpretativo sobre nuestro Derecho vigente, como por otro lado confirman la práctica tanto administrativa como judicial. Queda en cambio por saber si un confinamiento domiciliario tan exigente como el que decretó el gobierno del estado en las semanas iniciales -y particularmente en las semanas 3 y 4- de vigencia del estado de alarma, que prácticamente obligaba a la permanencia en el domicilio de muchos ciudadanos -pues sólo se permitía la salida de casa para acudir a trabajos considerados esenciales, a atender urgencias y a la compra de productos básicos-, sería constitucionalmente posible si fuera decretado por las Comunidades Autónomas. A día de hoy la lectura centralista de nuestro marco jurídico parece acantonada en considerar que en ese caso extremo la habilitación a las Comunidades Autónomas ex art. 3 LOMEMSP y art. 8.6 LJCA no bastaría, por ser una limitación de un derecho fundamental tan general que quedaría reservada sólo al Estado. Se afirma también que esta tesis queda reforzada por el hecho de que la restricción es de tal calibre que equivale a la suspensión del derecho fundamental. Sin embargo, es cuestionable que este razonamiento no deba llevarnos a que, si efectivamente es así, tampoco haya de considerarse constitucionalmente válido que el gobierno de España decrete una medida de tal calibre con el mero apoyo de un estado de alarma, que recordemos que tampoco permite la suspensión de derechos fundamentales -la Constitución española y la LO 4/1983 sólo permiten la suspensión de derechos fundamentales en caso de declaración de estado de excepción o sitio-. Esta cuestión, en todo caso, sigue abierta a día de hoy y es una de las que podría merecer una clarificación en el futuro bien normativamente, bien si medidas de este tipo son consideradas de nuevo necesarias pero son cuestionadas en sede jurisdiccional o, más bien, constitucional.

Por último, ha de recordarse que en toda esta dinámica no sólo estamos, como se decía al principio, “bailando” con el virus a fin de tratar de contener la pandemia con el menor coste social y económico, sino que también están en danza diversos poderes del estado, que es normal y positivo que interactúen como garantía de control y de calidad de las decisiones. En este sentido, y en contra de lo que se ha señalado por algunos, parecen más sometidas a crítica y a debate decisiones como las adoptadas por la Administración catalana -que han debido pasar filtros de opinión pública y políticos, pero también jurídicos- que las que se fueron adoptando durante el estado de alarma, cuyo control era únicamente político y mucho más general. El modelo de ejercicio ordinario de competencias con control judicial es más ágil para controlar excesos de nuestros gobernantes, no funciona como “todo o nada” a la hora de aceptar o no las medidas -como ocurría con cada prórroga del estado de alarma-, sino que permite cribar y ratificar todas aquellas medidas razonables a la vez que lima excesos y, además, lo hace de un modo que permite un diálogo entre actores, incluyendo la convalidación o reforma legislativa caso de que los jueces actúen de un modo que no se considere adecuado, que parece mucho mejor adaptado para dar respuesta a la situación actual. Además de que no parece que en todas estas dinámicas -y en le caso catalán que nos ha servido de ejemplo lo hemos visto también- la opinión pública o el escrutinio mediático desaparezcan, con lo que los controles tanto jurídicos como democráticos actúan desde varios vectores. Ponerlo en valor e ir mejorándolo es labor de todos los actores, pero también de quienes lo analizamos, con vistas a tenerlo lo más a punto posible para que pueda ser un instrumento útil de verdad para la gestión de la pandemia de Covid-19. Hay que tener en cuenta que, en este punto, estamos en un proceso de aprendizaje, copia e imitación, y no pasa nada porque así sea, también en el campo del Derecho, al igual que en términos médicos y epidemiológicos. No hay que tener miedo ni al conflicto o las diferencias de opinión, ni a que a través de ellos se vayan decantando las soluciones, ni a aprender de modelos comparados, para extraer mejor aquellas soluciones con base en nuestro ordenamiento que logren una respuesta más eficaz. Con sentido común, y con sentido jurídico, nuestro marco constitucional posee unas reglas de competencia y ejercicio de las mismas que permiten sin duda que el baile jurídico en el que estamos inmersos sea lo más exitoso posible. Es cuestión de emplearlas bien y normalizar los procesos a partir de los cuales todos vamos aprendiendo a perfilarlas y concretar su ejercicio.

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