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La ética de la responsabilidad; por Francisco Pérez de los Cobos, Catedrático de Derecho de la Universidad Complutense

16/12/2019
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El día 15 de diciembre de 2019 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Francisco Pérez de los Cobos en el cual el auto opina que en la práctica política la adopción de decisiones graves no se resuelve en un debate ético entre convicciones y responsabilidades, pues éste, aun cuando exista, se halla siempre condicionado por un elemento fundamental en la actuación de todo dirigente político: su voluntad de consecución y conservación del poder.

LA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD

Hace unos meses, comentando el barómetro del CIS del mes de junio y la preocupación ciudadana que éste reflejaba hacia “los políticos, los partidos políticos y la política”, recordaba en estas mismas páginas algunos pasajes del ensayo de Max Weber, “La política como vocación”, concretamente aquellos referidos a las cualidades que a su juicio debían adornar al político. Para nuestra desgracia, el resultado de las pasadas elecciones, la fragmentación de la representación parlamentaria producida y las acrecentadas dificultades para la formación de gobierno, han vuelto a poner de actualidad el ensayo del eminente sociólogo alemán, ahora sus reflexiones sobre las relaciones entre la ética y la política.

En las páginas finales de este ensayo, en efecto, se pregunta Weber sobre cuáles son las verdaderas relaciones que existen entre la ética y la política y, en respuesta a este interrogante, formula su famosa distinción entre la “ética de la convicción” -hay quien la traduce como “ética de la intención”- y la “ética de la responsabilidad”. Al decir de nuestro autor, éste es el “punto decisivo” que hay que ver con “toda claridad”: “Toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentales distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la responsabilidad” (“gesinnungsethisch” oder “verantwortunggsethisch”). La primera tiene su paradigma en el Evangelio y, más específicamente, en el “Sermón de la Montaña”. Se traduce en mandatos claros y unívocos -por ejemplo, “no dirás falso testimonio ni mentirás”- y se caracteriza por desentenderse de las consecuencias de las decisiones adoptadas”. “Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas -señala Weber-, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así”. Por el contrario, lo que caracteriza a la ética de la responsabilidad es que quien actúa conforme a la misma, cuando adopta una decisión, tiene en cuenta los defectos habituales de los hombres y valora sobre todo las consecuencias que pueden derivarse de ella, pues, en la medida en la que pueda preverlas, van a serle imputables.

Aunque desde el punto de vista conceptual estamos ante nociones antagónicas, Weber no las concibe en su implementación política como irreconciliables; se limita a señalar que la ética fundamental del político es la de la responsabilidad y que la relación entre ambas éticas va a ser de permanente tensión: “Ninguna ética del mundo -concluye- puede resolver cuándo y en qué medida quedan “santificados” por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos”.

En el último libro que escribió Giovanni Sartori, La carrera hacia ningún lugar, volvió sobre la distinción weberiana para hacer un llamamiento a la responsabilidad política. Para Sartori resulta obvio que una adecuada reflexión moral debe contemplar ambas perspectivas. “Sin buenas intenciones la ética no existiría”, pero “sin el control de las consecuencias, sin el control de los efectos”, la ética de la convicción sería “autodestructiva”. Una ética “hecha toda de fines y no de medios, de por sí solamente puede ser destructiva. Perjudica a todos y no sirve a nadie”. Ignora además -concluye Sartori- un aspecto que suele obviarse: “El de quién paga los costes”.

Pero en la práctica política la adopción de decisiones graves no se resuelve en un debate ético entre convicciones y responsabilidades, pues éste, aun cuando exista, se halla siempre condicionado por un elemento fundamental en la actuación de todo dirigente político: su voluntad de consecución y conservación del poder. El político tiene por principal objetivo -cabría hablar de objetivo vital- el de la consecución y conservación del poder y, a la hora de enfrentarse a los dilemas que la acción política le plantea, éste adquiere todo su peso. Por ello, cuando de decidir sobre cuestiones cruciales se trata, convicciones, responsabilidades y ambiciones se entretejen y corresponde al político cabal determinar para unas y otras el espacio de la justa medida.

El equilibrio no siempre es fácil, porque comparecen en este momento todos los demonios familiares que acechan al político. Weber aludía a la vanidad y a sus pecados mortales: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. Mas también es ocasión propicia para dar la medida de la propia grandeza, echando justamente mano de las virtudes contrarias: la pasión, la mesura y el sentido de la responsabilidad.

La Historia en general y la de España en particular nos muestra que no siempre ante arduas circunstancias el necesario equilibrio se alcanza. No ha sido por desgracia inhabitual que las convicciones éticas se invoquen pura y simplemente para ocultar la propia ambición y eludir la propia responsabilidad. Y los costes de ese modo de actuar, por volver a Sartori, han recaído sobre la sociedad española en su conjunto, que ha padecido en sus carnes, a veces dramáticamente -recuerdo ahora el luminoso ensayo de Julián Marías sobre las causas de la guerra civil-, la frivolidad de su clase política.

Sea como fuere, lo cierto es que, en momentos graves como el presente, en el que las alianzas para la formación del futuro gobierno comprometen el destino de España, decidir cuál es el espacio que se concede a la ambición personal, en relación con las propias convicciones y responsabilidades y con la trascendencia máxima de los intereses en juego, constituye una encrucijada moral de primer orden de la que ningún líder político va a poder escapar. Me temo que no hay recetas y que cada quien va a tener que afrontar su grave responsabilidad, pues de eso al cabo se trata, en dramático diálogo con su entorno y consigo mismo. Humildemente me atrevo a llamarles a su compromiso con la Historia. Demasiadas veces el tráfago del día a día impide a los dirigentes políticos ser conscientes de que están escribiendo su historia y la Historia, y de que ésta puede ser grande y noble pero también menuda y mezquina.

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