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En el tablero no hay sitio para el acuerdo; por Juan José Solozábal, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid

25/09/2019
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El día 25 de septiembre de 2019 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Juan José Solozábal en el cual el autor considera que en la política española no hay sitio para el acuerdo ni se puede esperar: acordar es ceder y esperar es renunciar.

EN EL TABLERO NO HAY SITIO PARA EL ACUERDO

Los factores explicativos de la crisis actual en la que nos encontramos, ante una repetición electoral que al parecer nadie quería, se suelen presentar en clave personal, buscando la responsabilidad, o mejor, la culpabilidad de los dirigentes políticos según las preferencias políticas del observador. Quizás deberíamos trascender este enfoque y perseguir una consideración más objetiva de la situación, apuntando si se quiere a la operación, por decirlo así, de factores más impersonales o sistémicos.

En este orden de cosas con lo primero que nos encontramos es con una insuficiente comprensión por parte de las fuerzas políticas de las exigencias del parlamentarismo. La formación de Gobierno es un componente esencial de la forma política parlamentaria y no se puede llevar a cabo sin una atención a los principios de la misma, que obvio es decirlo, no se reduce a la observancia de la regulación para el nombramiento del Gobierno contenido, principalmente, en el famoso artículo 99 de la Constitución. El artículo 99 establece un camino obligado, pero su recorrido solo puede efectuarse trascendiendo la letra constitucional. El espíritu al que remite el texto normativo no es otro que el de la colaboración. La disposición a la colaboración de las fuerzas políticas, necesaria para evitar el bloqueo en el alumbramiento del nuevo Gobierno, no debe suponer un esfuerzo imposible, pues estamos hablando de grupos políticos hasta cierto punto, como fuerzas constitucionales, afines, capaces por tanto de poner las exigencias del conjunto por encima de sus legítimos intereses propios. No hay en el juego parlamentario enemigos sino todo lo más adversarios, predispuestos a la colaboración en el límite. El límite en la circunstancia española actual, como ocurre por lo demás en las democracias de nuestro entorno, es la convocatoria de unas nuevas elecciones, solo unos meses después de la celebración de las inmediatamente anteriores.

Como se sabe, tras la frustrada investidura del mes de julio no se ha perseguido verdaderamente el acuerdo, que si se quiere alcanzar requiere de conversaciones llevadas con discreción y generosidad. Lo que se buscaba exclusivamente era desgastar al adversario, pensando en la ventaja electoral próxima, si se lograba convencer al cuerpo electoral de la tozudez y el partidismo que cada contendiente atribuía en exclusiva a los demás. Lo cierto es que el acuerdo para conseguir una mayoría de apoyo a un Gobierno no era tan difícil de lograr. El PP podía haber concedido su abstención devolviendo así el favor del PSOE, ciertamente sin Pedro Sánchez, en el momento análogo anterior de la investidura de Mariano Rajoy.

De otra parte no debería haber sido muy difícil convencer a Ciudadanos, cuya invocación del patriotismo es permanente, que la grave situación institucional por la que pasamos no parece momento oportuno para practicar cordones sanitarios entre constitucionalistas. Un momento de reflexión sobre la

posible colaboración con Podemos: suele insistirse exclusivamente en los factores en el nivel nacional, puesto que se asume que estos no operan en el nivel autonómico o local, que enfrentan de modo irremisible a las dos fuerzas políticas. Debería pensarse también en las oportunidades de esa colaboración. Quizás el entendimiento entre las dos fuerzas podría facilitar el desenganche de Podemos de las tesis autodeterministas. Después de todo se trataría de compensar la renuncia a un referéndum con la celebración de dos consultas populares debidas sobre la reforma constitucional y estatutaria: ello daría un vuelco a la situación del debate territorial en España. Asimismo, quizás su implicación gubernamental pudiese hacerle comprender a Podemos hasta dónde llegan las exigencias, bien entendidas, de las razones del Estado constitucional de derecho, que tienen que ver, en primer lugar, con el respeto a la actuación, en toda su eficacia, de los jueces y tribunales.

Es importante atribuir correctamente las dificultades de nuestros agentes políticos para ceder y alcanzar acuerdos a estas deficiencias en el plano de la cultura constitucional que no se solucionarán, al menos significativamente, con reformas de la regulación a la que procede la Norma Fundamental, por más que estas pudiesen encontrar alguna justificación. Máxime si estas reformas pudiesen alcanzar a la posición de la instancia que ha funcionado en la crisis con justeza ejemplar. Me refiero naturalmente a la Jefatura del Estado. No lo tenía fácil el Rey en esta crisis, entre quienes confundían su papel moderador con el de hacedor de Gobierno y quienes contaban con una retractabilidad que el jefe del Estado no puede permitirse.

Pero la disposición agonal de las fuerzas políticas que muestran una inclinación al combate electoral antes que a la consecución del acuerdo puede tener otra explicación fuera del dominio de la cultura constitucional. Me refiero, naturalmente, a los partidos políticos, que en la actualidad son estructuras a las que caracteriza una debilidad organizativa e ideológica evidentes y que han optado todos ellos por un hiperliderazgo inocultable. Ambos rasgos, el de la debilidad y el caudillismo, están relacionados, si bien es posible su delimitación. En los partidos hay poco espacio para la discusión política o para los análisis de situación, y eso que la problemática que plantean los retos de nuestras sociedades no son pequeños, todavía más acuciantes en el contexto español, con desafíos como la crisis institucional o territorial que vivimos.

No hay en los partidos políticos instancias en las que afrontar estas cuestiones, que, filtradas por la dirigencia, se ofrecen en su solución a los militantes como cápsulas de consumo interno que servirán de munición en debates y confrontaciones preferentemente en la ocasión electoral. Tampoco se admiten corrientes, aunque solo queden apuntadas, que se consideran muestras de debilidad, ni se permiten protagonismos que puedan disgustar a la organización y que señalan fisuras o deslealtades. El hiperliderazgo es asumido por todos los partidos, que se han comprometido con la celebración de primarias, y es servido por una obscena práctica de limpia del adversario interno a la hora de designar las candidaturas electorales.

Ocurre así que la dirigencia de los partidos se asienta en una base efímera, pues la oposición interna solo tiene su oportunidad en la revancha (lo que se le ofrece de momento es el resentimiento de la marginación o el ostracismo), de modo que la cúpula necesita angustiosamente la ratificación en la victoria electoral. Por ello, en la política española no hay sitio para el acuerdo ni se puede esperar: acordar es ceder y esperar es renunciar. Es una visión presentista y existencial de la política nefasta: lo que se lleva es el vértigo y la reflexión está desprestigiada. Lo acabamos de ver.

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