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Parlamentarismo y principio de transparencia; por Pedro Cruz Villalón, ex -presidente del Tribunal Constitucional

24/09/2019
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El día 24 de septiembre de 2019 se ha publicado, en el diario El País, un artículo de Pedro Cruz Villalón en el cual el autor considera que en la actual coyuntura sería muy deseable que el Rey tuviera a su lado una instancia dotada de la auctoritas precisa para prestarle consejo.

PARLAMENTARISMO Y PRINCIPIO DE TRANSPARENCIA

“Las instituciones no son sólo lo que ellas hacen, sino también lo que con ellas se hace” Francisco Tomás y Valiente

Estas sabias palabras, referidas en su día al Tribunal Constitucional, vienen espontáneamente a la memoria en una situación en la que nuestro sistema parlamentario de gobierno corre un riesgo no despreciable de griparse. Las instituciones esta vez aludidas son las que protagonizan la fase final del complejo proceso de legitimación democrática característico de esta forma de gobierno: los partidos políticos con representación parlamentaria, en tanto que instituciones que han sido aupadas por la Constitución a su artículo 6; el Congreso de los Diputados como Cámara clave en la articulación de dicho proceso; la presidencia de esa misma Cámara, por lo que se dirá, y el Rey, por fin, como jefe de un Estado definido constitucionalmente como monarquía parlamentaria. Este sería el dramatis personae, con solo añadirle un cuarto sujeto, el de la persona o eventualmente las personas a las que, sucesivamente si es preciso, el Rey encargue obtener la confianza de la Cámara. Lo que se haga con estas instituciones, desde fuera y desde dentro, tiene repercusión directa en la suerte de nuestro parlamentarismo.

La Constitución de 1978 marca las pautas básicas con arreglo a las cuales debe representarse el drama. Su artículo 99 es el pivote sobre el que esta representación gira. Las suyas son previsiones dirigidas a racionalizar lo que durante un largo periodo histórico quedó confiado a los usos parlamentarios. Y lo hace mediante una combinación de reglas y de principios. Esto supone que hay en él, por un lado, un número de prescripciones claras, las reglas, y al mismo tiempo una serie de valores entendidos, los principios, que vienen a ser como su programa operativo, el que permite que esas reglas se carguen de utilidad y de sentido. Lo que sigue puede ilustrar esta combinación de reglas y principios al hilo de un aspecto concreto, pero que tiene más trascendencia que la que se le viene atribuyendo.

Las reglas del artículo 99 se ocupan, entre otras cosas, de los tiempos, es decir, del plazo en el que debe culminarse todo el proceso de legitimación democrática desde la disolución del anterior Parlamento. No lo hace, sin embargo, de forma exhaustiva, lo cual no es grave si esas reglas se interpretan con el auxilio de los referidos principios. Con su ayuda, por ejemplo, hay que dar respuesta a cuestiones tales como la de en manos de quién está constitucionalmente situada esta administración de los tiempos en los extremos no tasados. En otras palabras, la cuestión de quién, y en qué momento, debe hacer sonar el silbato para que el partido comience, es decir, para que el Rey proceda en los términos del artículo 99.1 CE, concluyendo con un encargo dirigido a la obtención de la confianza de la Cámara. Y, supuesto que ese primer encargo no prospere, la de quién y en qué momento debe de nuevo hacer sonar ese silbato para intentarlo de nuevo. Todo ello suponiendo que alguien deba hacerlo, porque esa sería la primera cuestión, aunque parece que sí (artículo 99.4 CE). El artículo no es más preciso, aunque por dos veces menciona a la presidencia de la Cámara. ¿Sería entonces ella, y por propia y personal iniciativa? ¿Y con qué grado de transparencia? De quien no habla el artículo es de la presidencia del Gobierno en funciones. Esta dimensión del problema es todo menos secundaria porque, más allá de tocar a la posición del Rey, a nadie se le oculta que esta administración de los tiempos, según como se lleve a cabo, puede ser decisiva en el desarrollo del drama. Convendría someter a escrutinio esta dimensión de nuestro último episodio parlamentario.

Esta cuestión conduce ya a otra más general, que aquí solo puede quedar apuntada. Se trata del hándicap que debe soportar el régimen parlamentario cuando se combina con una jefatura del Estado monárquica por contraste con lo que ocurre cuando el actor correspondiente es un presidente de república, igualmente parlamentaria. A diferencia de lo que en este último caso ocurre, en la monarquía parlamentaria, si preciso fuera, no hay plan B. Aquí no caben intervenciones presidenciales que están en la mente de todos, como las que recientemente se han visto en Austria o Italia. Pero, sin necesidad de imaginar situaciones extraordinarias, tampoco parece imaginable entre nosotros una actuación proactiva del monarca dirigida a hacer avanzar el proceso, como se da por descontado ser parte de la tarea del presidente de la república.

Sin salir de la Unión Europea, este hándicap ha sido y es compensado en sus otras monarquías parlamentarias mediante diversos mecanismos institucionales y sobre todo mediante prácticas correspondientes a una cultura parlamentaria asentada, que no es el momento de detallar. El caso es que nuestra monarquía parlamentaria no ha sido hasta ahora capaz de compensar ese hándicap. Siendo benévolos, acaso porque hasta ahora no ha sido necesario. El bipartidismo imperfecto imperante durante la mayor parte de la vigencia de la Constitución ha permitido mantener esta cuestión relegada a un segundo plano. Pero ahora que ese bipartidismo pertenece al pasado hay urgencia en atender a esta innata carencia propia de la combinación de monarquía y parlamentarismo. La tarea es amplia y el contexto no es favorable, pero por algún lado hay que empezar.

La cuestión antes evocada de la administración de los tiempos por los que debe regirse la mecánica del artículo 99 puede ser un comienzo. Es urgente introducir aquí una clarificación de las responsabilidades, lo que es tanto como decir que hay que hacer jugar el principio de transparencia. Al Rey lo que es del Rey, pero lo que no sea del Rey hay urgencia en saber de quién es, precisamente. No están los tiempos para dejar estos extremos en la nebulosa de la prerrogativa regia. Aquí viene en particular a cuento la cuestión de lo que se hace con las instituciones.

Situados en este punto resulta inevitable volver la mirada a la presidencia del Congreso de los Diputados. Si lo que parece que se necesita es una instancia enteramente independiente que, como mínimo, administre de forma transparente esos tiempos a los que se viene haciendo referencia e incluso, en la medida de lo posible, impulse el proceso, entonces no aparece en el horizonte otra alternativa. En definitiva, se trata de contar con alguien con autoridad para facilitar y extraer todas las posibilidades de las escasas atribuciones reales en esta materia.

Sería seguramente mucho decir alguien que, además, medie en nombre del Rey, lo que posiblemente requiera cambiar la Constitución. En términos ideales, en la actual coyuntura sería muy deseable que el Rey tuviera a su lado una instancia dotada de la auctoritas precisa para prestarle consejo, todo ello con el objetivo de evitar en todo lo posible comprometer su alta posición a la hora de la adopción de decisiones casi inevitablemente opinables. ¿Sería el Congreso de los Diputados de la próxima legislatura capaz de asumir en su sesión constitutiva el reto de ponerse de acuerdo en una personalidad de estas características? Parece pedirle mucho y, sin embargo, nuestros futuros diputados al Congreso debieran no olvidar que puede estar en juego el futuro de nuestro sistema parlamentario de gobierno y en último término el de nuestra democracia tal como hoy la conocemos.

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