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Entre burkas y biquinis; por Javier Martínez Torrón, Catedrático de la Universidad Complutense

07/08/2019
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El día 7 de agosto de 2019 se ha publicado, en el diario ABC, un artículo de Javier Martínez Torrón, en el cual el autor opina que la amenaza de radicalización que existe en determinados ámbitos de población musulmana en Europa es una cuestión seria y compleja.

ENTRE BURKAS Y BIQUINIS

Acaba de entrar en vigor en Holanda una legislación “anti-burka”, siguiendo una moda reciente en algunos otros países europeos. La prohibición no es tan amplia como en Francia o Bélgica, donde se castiga el uso del burka hasta en la calle, pero sí se extiende a una cantidad importante de lugares públicos, que incluyen escuelas, hospitales, edificios estatales y medios de transporte. Como en otros países, la intención de la ley se oculta mediante una redacción “neutra” que se refiere genéricamente a la ocultación de la cara; aunque no es ningún secreto que el verdadero objetivo consiste en desterrar del espacio público la presencia del velo integral islámico, en especial el burka y el niqab (este último deja visibles los ojos).

Comentando esta ley, alguien me sugería que intentar acabar con el radicalismo islámico a base de prohibir el burka es como tratar de eliminar los accidentes de tráfico a base de multar con radares fijos. En ambos casos se buscan soluciones más o menos populares -o populistas- que en realidad no solucionan nada; se limitan a generar la impresión de que se hace algo por evitar el problema cuando se está desatendiendo lo más importante. Y, además, se produce un efecto de “envenenamiento” del asunto: si a alguien se le ocurre criticar la legislación, se le tilda inmediatamente de ir contra la dignidad de la mujer en una democracia moderna y secularizada.

No seré yo, desde luego, quien defienda el uso de burka o niqab, ropajes que me parecen retrógrados e incomprensibles, que borran la identidad individual visible para reducirla a un símbolo común de naturaleza pretendidamente religiosa; digo pretendidamente, porque son muy minoritarias las corrientes dentro del Islam que abogan por la obligatoriedad de esas prendas. Sí defenderé, en cambio, el derecho a portarlo libremente en tanto no haya intereses superiores en juego: por ejemplo, la seguridad, que puede exigir la identificación facial en determinados ámbitos. Y lo hago por la misma razón que defiendo el derecho a usar biquini, mientras no se convierta en obligatorio.

Resulta significativo que, durante el largo debate político y social que ha acompañado la elaboración de esta ley en Holanda, hubo quienes argumentaron que la moral pública resultaba dañada cuando algunas musulmanas exhibían una vestimenta tan denigrante para la dignidad de la mujer. Es la misma razón de fondo que se alegaba en España cuando, en los felices 1960, comenzaba la invasión de biquinis escandinavos en nuestras costas mediterráneas. Si a aquellas simpáticas suecas se las estigmatizaba como libertinas, a las hoy portadoras de velo integral se las etiqueta de apoyar implícitamente el extremismo islámico y el terrorismo yihadista. Es la censura, sin posibilidad de recurso, a quienes se apartan de lo establecido; la marca indeleble que impone una sociedad cada vez más lejos de los argumentos y más proclive a los sambenitos.

No cabe duda de que, por razones de seguridad, puede hacer falta comprobar la identidad de las personas en determinados espacios públicos. Estudiemos entonces, de manera cuidadosa, cuáles son esos ámbitos, y qué procedimientos deben seguirse, de manera que se minimice la injerencia en la libertad de decisión de los ciudadanos. Y hagámoslo sin perder de vista la experiencia: ¿cuántos atentados terroristas en Occidente han tenido por protagonistas a personas ataviadas con un burka? La respuesta es muy breve.

Pero estas leyes no persiguen tanto garantizar la seguridad -utilizada como excusa- cuanto extirpar de la esfera pública un símbolo concreto. Y reflejan una reacción social que es de temor y de ignorancia al mismo tiempo. Nadie tiene inconveniente en aceptar que alguien se cubra la cara para protegerse del frío; o porque es un motorista que usa casco integral; o un nazareno que participa en una procesión de Semana Santa; o un figurante en un desfile de Carnaval; o incluso una mujer oriental que, obsesionada por evitar la radiación solar, oculte su rostro tras un pañuelo, una mascarilla, una inmensa visera y unas gafas de sol. En el fondo, el problema no es el burka o niqab sino su porqué: el significado que se les atribuye. Quien lleva esas prendas suele ser señalada como sospechosa de posiciones islamistas radicales. No se admite que pueda hacerlo por una concepción del pudor que contrasta con las costumbres habituales en Occidente.

Existe además la presunción de que es siempre algo que el varón impone a la mujer. No dudo que algunas mujeres lleven burka o niqab por presión familiar o social, pero hay otras que lo hacen de manera voluntaria. Al menos en Occidente; en otros ámbitos geográficos la cuestión es muy distinta. Y a quienes ven en todo caso en ello un símbolo de la sumisión de la mujer conviene recordarles que lo importante es atacar el problema real y no el síntoma: proteger la libertad de decisión de la mujer y no emprenderla contra el vestido. Sería paradójico que, en nombre del feminismo, se negara a las mujeres la libertad de elegir, o se partiera de la premisa de que, cuando no optan por lo que parece razonable a la mayoría, es porque no son verdaderamente libres.

Tampoco es raro oír el argumento de que, frente a ciertos símbolos como el velo integral, es preciso defender “nuestros valores”, sin saber muy bien a qué valores se están refiriendo. Porque elemento esencial de los valores reales de Occidente es la libertad. Si alguien desea libremente llevar en nombre de su religión una indumentaria que consideramos reaccionaria, al igual que si quiere llenarse el cuerpo de bótox, tatuarse hasta los párpados, o incrustarse piercing en los lugares más inverosímiles, está en su derecho de hacerlo mientras no lesione un interés jurídico superior. Defender el derecho de una mujer a vestir -voluntaria y libremente- un burka o niqab no es defender esas prendas, ni defender al Islam: es defender el derecho a la disidencia moral, a discrepar de los valores de la mayoría.

Por lo demás, desde un punto de vista práctico, la eficacia de estas leyes es poco clara. Primero, no hay tantas mujeres que visten burka o niqab en Europa; un estudio sociológico apunta que, en Holanda, sólo entre 150 y 400, de un total de más de 17 millones de habitantes. Además, resulta ilusorio pensar que prohibiendo el velo se elimina el extremismo; como si quienes de verdad suponen un peligro por sus tendencias a la violencia o terrorismo estuvieran deseando que se les identificara como tales. La experiencia de Francia muestra que el radicalismo no ha disminuido, más bien al contrario. No deja de ser lógico, pues se acrecienta en determinados grupos sociales una sensación de marginalización y de rechazo: se etiqueta como no auténticamente franceses a quienes rehúsan adoptar los protocolos de visibilidad de lo supuestamente francés. Una versión modificada de la “pureza de sangre”. Y, por otro lado, se corre el riesgo de provocar una “guetificación” de las mujeres con velo integral: si se las expulsa del espacio público, donde tienen oportunidad de interactuar con otras personas de pensamiento diferente, terminarán por recluirse en su ámbito familiar, sin posibilidad de contacto con otros ambientes sociales y otros puntos de vista.

La amenaza de radicalización que existe en determinados ámbitos de población musulmana en Europa es una cuestión seria y compleja. Como lo es la protección de la libertad de las mujeres, musulmanas o no. Es de una banalidad inaceptable abordarlos mediante gestos del legislador que sólo buscan proteger la sensibilidad estética del occidental medio ocultando a su vista indumentarias que puedan resultarles visualmente agresivas, con una mentalidad paternalista que recuerda a esa ocasional advertencia al inicio de una película: “Algunas escenas pueden herir la sensibilidad del espectador”. Tales gestos quizá sirvan de anzuelo para cierto electorado, pero son como aquellas casas de los pueblos del Oeste americano que se fabricaban para el cine en el desierto de Almería. Mera fachada.

Comentarios - 1 Escribir comentario

#1

Un sensato análisis del rechazo que tenemos a la libertad ajena. La defensa de los valores de todos se consigue haciendo que "nuestros valores".¿Lo son acaso la explotacion laboral, el capitalismo salvaje, la evasión de impuestos, la corrupción política, las "mil y una villareejadas", la incapacidad para la conviencia, el asesinato por inacción en el mediterraneo, por eliminacion de las ayudas a la dependencia, por aumento de las listas de espera, etc.? ¿O quizá sean los valores de todos, los de la libertad, la igualdad y la fraternidad? Para eso está la escuela pública y la capacidad natural de las personas de ser razonables. Por eso se promociona tanto la escuela privada y se financia la alienacion religiosa con fondos públicos, cuando son creencias tan privadas y mucho más íntimas y profundas - de ella depende la salvacion denuestra alma - que ser del Real Madrid, del Barsa o del Villapardillo F. C. DE esa apología de la "unica verdad" y el absoluto "error" fruto de la "intrínseca maldad" de los otros creyentes nace la alienacion política de la intolerancia, hija o madre - ¿fue antes el huevo o la gallina? - de las guerras de religión que hemos vuelto a recuperar porque nunca desaprecieron del todo porque el fascismo y el neofascismo, el nacismo y el neonacismo el racismo y el supremacismo no son más que guerras de religión seculares basadas en la posesión de la "única verdad".

Escrito el 08/08/2019 6:12:51 por Alfonso J. Vázquez Responder Es ofensivo Me gusta (0)

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