SUPRIMIR LOS FUEROS CONSTITUCIONALES
En nuestro sistema constitucional tienen un lugar adecuado los llamados fueros. Se trata de confiar al Tribunal Supremo o a los Tribunales Superiores la misión de juzgar a los ministros, consejeros, parlamentarios o magistrados. La reciente reforma de un Estatuto autonómico y la propuesta de determinados sectores tendente a suprimir los fueros del Parlamento despiertan simpatía porque parece oponerse a la permanencia de injustos privilegios. En cierto sentido hemos de reconocer que la evolución de la humanidad consiste en enfrentarse a las prebendas, a la discriminación entre ciudadanos libres.
Sin embargo, una reflexión más acabada debe llevarnos a mirar ciertas enmiendas con más atención. En la política, como en general en la vida, hay que sopesar con detalle las consecuencias de los cambios. El aforamiento de ministros, diputados, senadores y magistrados es una condición histórica que goza del prestigio de la tradición. Cuando una institución se sostiene a lo largo de siglos, sin que la sociedad haya expresado desacuerdo, es probable que existan razones que motivan su permanencia.
Cuando se aborda una reforma tan intensa como la supresión del aforamiento de los parlamentarios por delitos comunes se despierta una sensación de modernidad, de acomodación a las normas que rigen los países de nuestro entorno, de búsqueda de una mejor democracia. Sin embargo, nuestro sistema procesal es distinto del que domina en otros ordenamientos, especialidad que justifica sobradamente la permanencia de la clásica institución que se pretende suprimir.
La Constitución de Cádiz estableció en su artículo 255 la institución de la acusación popular, legitimando a los ciudadanos para querellarse contra los magistrados por delito de prevaricación. Desde esa situación se fue ampliando el ámbito de la acción popular, hasta llegar al momento actual. Esta posibilidad proviene de una antigua tradición británica que mantiene la concepción de la acción penal como un derecho del ciudadano y no como una misión del Estado que cumple en régimen de monopolio, que es la concepción moderna.
Son pocas las democracias que mantienen la acción popular, que no tiene como fundamento la desconfianza hacia el fiscal, como en ocasiones erróneamente se afirma, sino el deseo del constituyente de extender el derecho de actuar penalmente incluso a personas ajenas a la Administración de Justicia, considerándose tal beneficio como una forma de participación política (artículo 125 CE). La acción popular sobrevive en Alemania, como una vía de colaboración del ciudadano con el Fiscal, y en Austria, cuando el fiscal desiste de continuar con la acción penal en un proceso en el que, en todo caso, ha actuado como instructor. Tan importante es esta función instructora que en Austria en ocasiones se comienza la carrera como juez para pasar luego a ser fiscal.
En las modernas democracias, el fiscal ejerce en forma monopolística la pretensión punitiva del Estado. Se entiende que dicha función es privilegio de soberanía de los sistemas democráticos que no pueden permitir que cualquier ciudadano someta a los tribunales la petición penal más infundada con la sola consecuencia del pago de las costas si pierde el caso. El Ministerio Fiscal ofrece amplias garantías en el ejercicio de su función que justifican la confianza con que la Constitución premia su labor. La condición institucional del fiscal, su carácter colegiado, su inspección interna y la unidad de actuación que lo caracteriza, son medios más que suficientes para asegurar su profesionalidad.
Nuestra acción popular funciona sin generar graves problemas, porque se encuentra compensada con el aforamiento de los más elevados cargos públicos. Si se suprime el fuero de los parlamentarios y magistrados, la institución de la acción popular queda convertida en una facultad descompensada. Si cualquier ciudadano puede querellarse por delito común contra un parlamentario o un magistrado, de modo que sitúe al juez en la disyuntiva de admitir o rechazar la querella, con inmediato recurso ante el propio juzgado y ante la Audiencia en caso de inadmisión, se transmite a la función pública una sensación de riesgo que sesga su necesaria autonomía, situación inexistente si el Tribunal Supremo está llamado a resolver la cuestión desde su experiencia y prestigio.
Estamos seguros de que la iniciativa no va a prosperar, porque aun alcanzando dos tercios del Congreso necesita la mayoría absoluta del Senado, y porque en estos momentos lo que menos interesa a España es una modificación constitucional de imprevisibles consecuencias, que favorece muy poco a la justicia, transmitiendo una inquietud poco adecuada para la serenidad de la vida política.