Por un lado, para hacer algo de interés hoy día socialmente hay que ser político. El resto podemos aspirar a hacer cosas y cosas, y hasta vivir bien, pero las decisiones o proyectos interesantes quedan en manos de políticos. Pero los políticos (de cualquier signo) no se contentan con su ámbito propio, porque además llegan a tener más importancia en ámbitos impropios: acuden, a algún acto, a la mismísima Universidad y su presencia levanta mucho mayor interés que el que puede despertar el científico más importante del país. Hasta para un doctorado honoris causa... el político gozará de mayores mercedes y de mayor glamour en la ceremonia. Más allá aún: si es que quieren publicar un libro (ámbito éste también tradicionalmente intelectual) lo tendrán mucho más fácil que cualquier pensador de nuestro tiempo, ya que las mejores editoriales quedarán rendidas a sus encantos. En conclusión, los políticos no solo disfrutan de todo lo bueno en lo socialmente relevante, ya que también esos ámbitos impropios están a sus pies. Ahora bien, por contrapartida o, por otro lado, de pronto sobreviene el fenómeno tan común del “político en desgracia”. El sol radiante es cruzado súbitamente por un nubarrón y todo cambia, de la noche a la mañana, porque el político es descuartizado por la justicia, los medios, las redes sociales y una oposición sedienta de gobernar. Esta situación, por cierto, está llevando a que, por ejemplo, algunos alcaldes opten por la inactividad, al tener menos riesgos, que por acometer proyectos, siempre más arriesgado, lo cual es negativo.
Ante todo este circo, desde una posición de espectador llego al razonamiento siguiente: ni lo uno ni lo otro. Sobre lo primero, la sociedad empieza a repeler en su exceso de politización, no solo porque para realizar cualquier proyecto de interés hay que seguir la senda del politiqueo, sino también porque en los propios ámbitos intelectuales se peloteará al político y el investigador será tanto mal visto en función de si cumple mejor su oficio. A lo máximo que puede aspirar un profesional hoy día es a comer y beber bien y a tener una vida confortable. Este ambiente enrarece las relaciones humanas y enturbia los valores (y así es, dicho en una página, todo Occidente; al menos).
Y del otro lado el espectáculo es igualmente burlesco y llamativo: políticos estrella se derrumban en un instante. Y es entonces cuando ese profesional anodino se dice entonces “menos mal que no soy político”, una vez la política muestra su faz: una jauría, luchas de poder donde hasta se llegan a forzar causas de corrupción con tal de eliminar y desprestigiar al adversario como medio para alcanzar el dichoso poder. Y, como el Derecho es interpretable por esencia (y el Derecho penal y sus delitos más que nada), una buena pluma crea maravillosas querellas que, con el aliento de los medios y las redes, consiguen el fin deseado de hundir a un líder político como medio para colocarse otro en su lugar. El quid pasa a estar en la conquista del poder, tema que en realidad poco aporta, en cuanto tal, a los ciudadanos. Casi sería mejor la demarquía o incluso que hubiera alternancia política regulada.
Es una pena, porque creo que deberían empezar a abrirse o rescatarse espacios de interés para los profesionales que no están en la política o en el politiqueo como oficio. Los políticos que gobiernan deberían aferrarse menos al cargo, pero sobre todo los que aspiran a hacerlo deberían ser más moderados en sus luchas por el poder. ¡Oh, poder! Sin ti, la nada. Contigo, la puñalada.