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El valor nutritivo de los tratados; por Francisco Sosa Wagner, catedrático

07/04/2016
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El día 7 de abril de 2016, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Francisco Sosa Wagner, en el cual el autor opina que la UE, si quiere seguir siendo un espacio libre de barreras internas, debería fijar y controlar las fronteras exteriores y acordar una política común e inamovible de inmigración y de asilo político.

EL VALOR NUTRITIVO DE LOS TRATADOS

La situación de Europa es arriesgada porque debe hacer frente a dificultades para cuya superación necesita una habilidad superior a la empleada por Alejandro Magno a la hora de resolver el nudo gordiano. Anotemos que su fórmula “tanto monta cortar como desatar” es cabalmente la que, por tosca, debemos rechazar en los momentos presentes.

Sólo quienes desconocen la historia pueden dejarse amilanar por la existencia en el seno de la Unión de contradicciones de grueso calibre y de sueños que o no se han hecho realidad o se han convertido en pesadillas. En el fondo anidó en sus orígenes la idea de crear un Estado federal, incluso con su propio sistema defensivo, idea que hubo de ser abandonada tempranamente cuando en 1954 Francia dio un portazo a tal iniciativa. A partir de ahí, se encogieron las pretensiones al limitarse a la unión del carbón y del acero y, luego, a la unión económica donde, junto a algunos fracasos, se han cosechado éxitos notables: unión aduanera, defensa de la competencia, libertad de residencia para los empresarios... La política agraria, impuesta por Francia, siempre fue aceptada a cambio de avances en esos otros empeños.

Cuando el nacionalismo francés, encarnado por el general De Gaulle, impidió seguir avanzando se recurrió a ampliar el espacio europeo y, coetáneo con este avance, a reforzar el poder de conformación jurídica por los reglamentos europeos, lo que ha llevado a un desplazamiento del derecho interno de los Estados en muchos asuntos antes reservados a la soberanía de los parlamentos nacionales. En esta juridificación de Europa se advierte la influencia alemana, acostumbrado como ha estado ese país a lidiar con disputas jurídicas eternas que vienen de la endiablada conformación del Sacro Imperio Romano Germánico. Todavía hoy en el idioma francés se utiliza la expresión “querellas de alemanas” para designar esas nimiedades y distingos que tanto regocijo causan en el mundo germánico.

Y ya que cito el Sacro Imperio aprovecho para señalar que, a la vista del actual reparto de poderes y atribuciones, Europa corre el riesgo de parecerse cada vez más al desflecado paisaje que tejieron aquellos emperadores impotentes rodeados por los príncipes y señores territoriales, sancionado a lo último en 1648 con los Tratados de Westfalia. Un sistema que se perpetuó con las fórmulas de relativa unidad fraguadas en el espacio germánico a partir de la disolución del Sacro Imperio, tras Napoleón. Incluso la búsqueda de un presidente de la Comisión que agrade a los jefes de Estado y de Gobierno y no les cree demasiadas molestias se halla emparentada con la elección del emperador alemán por aquellos personajes barbados y gustosos de brillantes cadenas y joyas que ostentaban el mando en el Sacro Imperio.

Vemos cómo Alemania, siempre Alemania, ha estado y sigue en el centro de la construcción europea: la creación del euro, la política exterior y de seguridad, el sistema Schengen, todo está impregnado por el espíritu alemán y por los materiales de construcción jurídica e institucional aprestados por ese país. Los actuales problemas europeos que, enumerados sucintamente, son la crisis del euro, la amenaza rusa y los inmigrantes han de pasar necesariamente por Alemania, eje de todos ellos.

Pues bien, ahora es el momento de afrontar el gran problema de la inmigración con renovado instrumental, iluminado de nuevo por la pauta alemana pero ahora por su actual federalismo si se tiene en cuenta que estamos ante una crisis para la que no se vislumbra una fecha de caducidad. Mientras continúe la guerra en Siria, saldrán de allí muchos ciudadanos a quienes no les gusta que sus gobernantes les aturdan con el ruido de las bombas y les despanzurren al cruzar un semáforo. Pero es que, si acabara la guerra, con la generosa ayuda de los rusos, seguirán escapando los sirios, ahora ya abiertamente del régimen monstruoso (re)instaurado. Esto sin contar con los ciudadanos de otros Estados en estado de descomposición.

Confiar en Turquía, como se ha hecho, obliga a pagar un alto precio a un sucedáneo bastante logrado de dictador cuyo final de ciclo político no se vislumbra. Grecia es un país demasiado débil para asegurar las fronteras pues, por un lado, le faltan los medios y, de otro, le sobran miles de islas dispersas por el mar Egeo (lo que dificulta enormemente el control de acceso).

Usar la frontera de Macedonia como tapón sólo servirá para buscar rutas alternativas y, si se intenta lo mismo en las de Croacia o Hungría, se agolparán los inmigrantes en otros países como, por ejemplo, en Bosnia Herzegovina con la consecuencia de que la acumulación de estas poblaciones árabes-musulmanas en estos territorios pueden alterar su muy inestable equilibrio.

Los retos, como se ve, no son pequeños. Las soluciones, sembradas de dificultades como campos de minas bien tratados por el enemigo. Desactivarlas exige constatar que una frontera común externa y un espacio común sin pasaportes tienen como presupuesto indeclinable la existencia de un Estado con sus atributos más esenciales intactos y en estado de revista. El modelo desdibujado, emparentado -como sostengo- con el del Sacro Imperio actualmente existente, no vale y ésta es una constatación que ha de repetirse en las reflexiones y discursos y aun entonarse en todas las notas musicales conocidas -en fa, en mi, en do etc.- para ver si al final acabamos de entender algo tan elemental.

Porque, insistamos, una Europa sin fronteras interiores exige tres condiciones: a) el control en las exteriores; b) un acuerdo sin fisuras entre los Estados en la política de inmigración; c) un acuerdo asimismo compacto ante las peticiones de asilo y ante la inmigración ilegal (son bien significativos y recomendables a este respecto los artículos de Simms y Schmelter, de un lado, y de Thilo Sarrazin, de otro, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, publicados los días 7 y 23 de marzo de este año).

Pues bien, hasta ahora ninguno de estos requisitos se cumple: las policías de los Estados carecen de medios para controlar el flujo de migrantes y Frontex, la agencia europea, se limita a contar y coordinar a los que llegan porque no está configurada como policía de fronteras. Los ministros del interior cada vez se parecen más a los obispos in partibus infidelium del antiguo derecho de la iglesia que carecían de territorio en el que ejercer su sagrado ministerio. De otro lado, reglas comunes para los demandantes de asilo e inmigración ilegal no existen y los acuerdos de Dublín son papel mojado.

¿Qué se necesita? El aludido control de las fronteras exteriores más la política de asilo y unas reglas de reparto entre los Estados de nuestros nuevos conciudadanos, por todos asumidas y ejecutadas. Pues bien, alcanzar estos fines obliga a vivir gobernados por estructuras federales europeas cada vez más fuertes, como las que bien conoce Alemania. Y obliga también a abandonar la práctica de los acuerdos urdidos con nocturnidad por los jefes de Estado y de Gobierno recuperando de paso la aplicación de los artículos 77 y siguientes del Tratado de funcionamiento que confían a las instituciones comunes -Parlamento y Consejo- las políticas sobre controles en las fronteras, asilo e inmigración. Y es que, a veces, nutrirse de las leyes puede darnos vigor. En todo caso, aclara los procedimientos y las ideas.

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