El programa electoral de Syriza contiene una doble promesa imposible de cumplir: la permanencia de su país en el euro y decidir como nuevo gobierno a qué obligaciones de los rescates europeos, pasados y futuros, van a hacer frente y con qué plazos. Esta inconsistencia obedece al deseo generalizado de los griegos de no salir de la moneda común y, al mismo tiempo, al éxito en las urnas del movimento populista. Por fortuna, la eurozona es hoy muy distinta a cómo era en octubre de 2009, cuando el socialista Georges Papandreu ganó las elecciones y tuvo el coraje de reconocer la insolvencia griega, una noticia que hizo tambalearse a una moneda con un diseño defectuoso.
Grecia ya no tiene capacidad de ser la cola que mueve el perro, un Estado disfuncional, que ingresó en el euro falseando sus cuentas, lo siguió haciendo un tiempo y, una vez dijo la verdad, hizo temblar al continente y obligó a improvisar el primer fondo europeo de rescate en mayo de 2010. Desde entonces, la Unión ha dado pasos muy importantes para supervisar mejor las cuentas nacionales, evitar el contagio entre Estados, garantizar la estabilidad y la solidaridad financiera y desarrollar una Unión Bancaria. El gobierno económico del euro no está aún completo pero tiene suficiente credibilidad y fortaleza para gestionar las contradicciones griegas. La UE puede ser a la vez flexible y exigente a la hora de negociar con el próximo primer ministro, Alexis Tsipras, las condiciones de una asistencia financiera sin la cual el país dejaría de funcionar.
Bruselas debe hilar fino para que no se interprete esta disposición al diálogo como una señal de debilidad que aprovechen populismos aún peores en otros Estados miembros. Por su parte, Berlín ha dejado entrever que la salida de Grecia del euro es una posibilidad y, tras la reciente actuación del BCE, Angela Merkel ha insistido en la necesidad de más reformas. Con tacto y aguante, la eurozona de 2015 tiene todas las de ganar ante este viajero sin billete.