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¿Es rentable desobedecer a la Justicia?; por Carlos Domínguez Luis, abogado del Estado y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

24/11/2014
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El día 24 de noviembre de 2014, se ha publicado en el diario El Mundo, un artículo de Carlos Domínguez Luis, en el cual el autor defiende que se revise la regulación del delito de desobediencia para que se considere no un delito contra la Administración, sino contra la Constitución, las instituciones del Estado y la división de poderes.

¿ES RENTABLE DESOBEDECER A LA JUSTICIA?

El pasado día 9 de noviembre se votó en Cataluña. Y ello, a pesar de que el denominado “proceso participativo” -sucedáneo de la consulta inicialmente prevista- había sido suspendido días antes por el Tribunal Constitucional. El Gobierno catalán, en una actitud de claro desafío, decidió liderar la gestión y organización de la votación y su presidente llegó a emplazar al Ministerio Fiscal a ver en él al único responsable del proceso. Hace algunas semanas, reflexionaba en estas mismas páginas acerca de la, a mi modo de ver, cuestionable capacidad de nuestro Estado de Derecho para defender el orden constitucional en situaciones jurídicas límite. Apuntaba, entonces, el escaso valor que el Código Penal atribuye a las sentencias de los tribunales, pues, ni saca el aprovechamiento de su verdadero papel, ni es capaz de obtener todas las ventajas del delito de desobediencia a las resoluciones judiciales.

Desobediencia que, aunque resulte sorprendente, es tratada, hoy por hoy, como un delito contra la Administración Pública, esto es, como si tal conducta afectara al buen funcionamiento de los “servicios administrativos” y no al “orden constitucional de la división de poderes”. De ahí que sea castigada con simple pena de multa y otra de inhabilitación. Los acontecimientos vividos en Cataluña el pasado día 9 de noviembre invitan a una profunda reflexión sobre la regulación actual del delito de desobediencia a los tribunales, otra verdadera vía de agua en nuestro orden jurídico.

El Derecho, la ley, establecen aquello que los tribunales deciden que la ley dispone. Que esto sea o no cierto científicamente importa mucho menos que el ser una regla de funcionamiento democrático. De la misma manera que una ley rige para todos los ciudadanos, tras su aprobación por la mayoría parlamentaria, sea o no una ley correcta, o se corresponda o no verdaderamente con la voluntad nacional, sucede que la discusión sobre el acierto científico de las sentencias, como la del acierto político de una ley aprobada, no impide la absoluta convicción de su carácter vinculante y de su observancia obligatoria en ambos casos. Esto es así en democracia porque, si no es así, la democracia no existe o es ya otra cosa.

Ante algo tan trascendental para el funcionamiento del Estado de Derecho, resulta insólita la pobreza de nuestro sistema jurídico para desencadenar el mecanismo de respuesta ante el incumplimiento de esa regla democrática. Ya lo hemos dicho: la desobediencia a las resoluciones de los tribunales es tratada como un delito contra la Administración Pública. Sin más.

Para nuestro Código Penal, merece el mismo reproche el comportamiento de cualquier funcionario público que se niega abiertamente a dar debido cumplimiento a las decisiones u órdenes de sus superiores que la acción de la autoridad que abiertamente se niega a dar cumplimiento a las sentencias de los tribunales. Sin embargo, obvio es que nos hallamos ante acciones muy diferentes.

En efecto, la aparente semejanza de esas conductas no puede ocultar la diferente relevancia de lo que, en cada supuesto, se pretende proteger con su castigo. En el caso de la desobediencia del funcionario al superior, se ataca el principio de jerarquía en el ámbito administrativo público, en cuanto elemento imprescindible para la eficacia de aquél. En el caso del incumplimiento por autoridades de las resoluciones judiciales, la lesión en nada afecta a los servicios públicos, sino a la división de poderes en que se apoya el Estado de Derecho, porque, en el fondo, con tal conducta, se niega el ejercicio de la jurisdicción que compete al Poder Judicial, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.

Diferenciado el “servicio público”, por un lado, de la “división de poderes”, por otro, es preciso hacer una nueva distinción en las acciones de desobediencia judicial. Cuando las comete un particular, se agota el alcance de la conducta en la desobediencia personal misma. De ahí que el Código Penal las tipifique en un artículo diferente (art. 556). En cambio, cuando quien desobedece es una autoridad que, en su condición de tal, se niega a dar cumplimiento a las decisiones de los tribunales, el delito trasciende lo personal del desobediente y entra de lleno en la esfera de la quiebra institucional, por ruptura del principio de división de poderes en que se apoya el Estado de Derecho.

Cuando es una autoridad quien incumple, no estamos sólo ante una desobediencia personal -menos aún ante una disfunción en la prestación de los servicios públicos-. Estamos ante la lesión de un pilar básico en toda organización política libre y democrática.

Lo sorprendente es que, hoy en España, la desobediencia de un particular a un agente de la autoridad se castiga con pena de prisión. Sin embargo, si el presidente de una Comunidad Autónoma desobedece una resolución firme del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional, a lo más que se enfrenta es a un pena de multa y a otra de inhabilitación. Hay otro aspecto que agrava aún más el incorrecto tratamiento en nuestro Código Penal del delito de desobediencia.

En el caso del funcionario que recibe una orden del superior, nada permite asegurar con certeza la legalidad de la orden recibida. La obligatoriedad del mandato se apoya en razones de eficacia de la gestión, no en que la posición jerárquica del superior ordenante le confiera la cualidad de máximo intérprete del Derecho en términos excluyentes de cualquier error por su parte. Lógico es que el Código Penal permita al subordinado excusar el cumplimiento de la orden, cuando ésta constituya una infracción manifiesta y clara de un precepto de una ley o de cualquier otra disposición legal.

Ahora bien, esta excusa es inadmisible en relación con lo decidido en una sentencia judicial firme, que, por serlo, constituye la verdad jurídica indiscutible y, por tanto, vinculante y obligatoria. Su crítica desde una perspectiva académica -incluso política- no obsta su eficacia como verdad jurídica oficial y como decisión que necesariamente ha de cumplirse. Por consiguiente, no se entiende que la excusa de incumplimiento de una orden, basada en la ilegalidad de ésta, pueda referirse también a las sentencias, tal y como lo plantea nuestro vigente Código Penal.

No es admisible, en un Estado de Derecho, la posibilidad de “justificar” el incumplimiento de resoluciones judiciales sobre la base de discutir la legalidad de lo decidido en ellas. Una cosa es “disculpar” a quien desobedece por error, manteniendo, no obstante, que ha actuado en términos objetivamente delictivos, y otra muy diferente “justificar” su conducta por entender que la sentencia desobedecida es equivocada. Considerar que un comportamiento así es lícito resulta demoledor para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho. Y, pese a todo, así resulta del vigente artículo 410 del Código Penal.

ESTA PREVISIÓN de nuestro Código es una reliquia que arranca del Código de 1822, de donde pasó al de 1848 y, de éste, al de 1870. La recogió luego el Código de 1944 y la vuelve a repetir el actual Código Penal, denominado Código de la Democracia. Ya en 1949, Laso decía que estábamos ante una exención absurda “si se piensa que los órganos judiciales son aquellos a los cuales el Estado encomienda como su fin propio el declarar el Derecho”. Toda una lección dada desde los años 40 al democrático legislador de nuestros días.

En suma, los acontecimientos recientes de los que hemos sido testigos y el importante papel que, visto lo visto, está llamado a desempeñar en el futuro el delito de desobediencia a los tribunales aconsejan una pronta revisión de su actual regulación, de modo que ésta quede ubicada dentro de los delitos contra la Constitución, como un delito contra las instituciones del Estado y la división de poderes. El nuevo tratamiento del delito debería incluir una banda amplia entre los límites mínimo y máximo de penalidad, según la gravedad de la desobediencia, que podría depender tanto de la jerarquía del desobediente (funcionario, autoridad, ...), como la del órgano desobedecido (Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional u otros). Ni que decir tiene que, en esa deseable regulación, no debería aparecer para nada la inadmisible exención de responsabilidad por supuesta ilegalidad de lo decidido por el tribunal.

Está bien que nadie se crea por encima de la ley. Pero lo que no es admisible es que algunos consideren que resulta rentable trasgredirla.

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