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Uso y abuso de la acción popular; por Javier Gómez de Liaño, abogado

30/10/2014
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El día 30 de octubre de 2014, se ha publicado en el diario El Mundo un artículo de Javier Gómez de Liaño, en el cual el autor considera que la acción popular además de celo por la cosa pública, también requiere serenidad e imparcialidad y su objetivo no puede alejarse del sentimiento de Justicia.

USO Y ABUSO DE LA ACCIÓN POPULAR

“Cuando los ciudadanos son honrados y virtuosos, cuando la moralidad es el primer elemento de la asociación, sin la menor duda se considerará al derecho de acusación como honorífico y saludable, pero concedido absolutamente, lleva consigo el gravísimo inconveniente de que se fomenta la calumnia, y se da margen a las persecuciones que sugieren el encono y deseo de venganza, ocasionando males que no siempre pueden repararse”.

Hago observar al lector que si comienzo el artículo con estas palabras publicadas en la revista Febrero Novisimo o Librería de jueces, abogados y escribanos -Madrid 1845; Margin al 7.513- y escritas por Florencio García Goyena, que fue presidente del Consejo de Ministros entre septiembre y octubre de 1847 y redactor de nuestro Código Civil de 1851, es porque creo que de ellas ha de partir quien sienta preocupación por el asunto de la acusación popular. En especial y de continuo por la delimitación de sus lindes, en aras a evitar supuestos de patente abuso y fraude de ley como el protagonizado recientemente por un abogado al lograr personarse en el procedimiento abierto a la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, derivado de un incidente de tráfico.

También advierto de que aun cuando me declare partidario de la institución procesal de la acción popular, no me incluyo entre los que esperan todo de ella. Es más, puesto a mostrar preferencias, las mías van por el pensamiento de que nadie es más que nadie para acusar a nadie, ni nadie nos asegura que el dedo acusador del pueblo sea el más puro, aunque éste no es un problema ni de la acusación pública, ni de la particular ni de la popular, sino de lo muy difícil que es acertar cuando juzgas conductas humanas.

Uno de los argumentos que desde tiempo inmemorial se utiliza como fundamento de la acción popular es la defensa de la sociedad. “Eam popularem actionem dicimus, quae suum ius populi tuetur”, escribió el jurisconsulto Paulo y que traducido al español significa que “llamamos acción popular a la que ampara el derecho propio del pueblo”. El planteamiento es que si el delito constituye un ataque a la sociedad como conjunto, el ciudadano quivis ex populo, por el mero hecho de ser miembro de ella puede ejercitarla, lo cual viene a coincidir con la idea de Hegel de que cuando se comete un delito, su autor perturba la conciencia jurídica de la comunidad a la que pertenece y ofende a todos.

No menor influencia tiene en la defensa de la acción popular la tradicional desconfianza que el Ministerio Fiscal despierta en el proceso penal. La tesis de Platón de que la acusación pública “vela por los ciudadanos y estos pueden estar tranquilos”, o la de Montesquieu cuando habla de la “admirable ley” que instaura la figura del fiscal, no son compartidas por quienes históricamente han visto en ella un instrumento del poder ejecutivo que sirve sólo a sus intereses, llaman al fiscal “vengador público” y recuerdan al filósofo y jurista italiano Gaetano Filangieri cuando decía que era “un magistrado creado por el Príncipe, pagado por el Príncipe, que ha recibido del Príncipe todo cuanto tiene y que puede ser despojado de ello por el Príncipe”.

En España la acción popular es una pieza relevante de la justicia penal que cuenta con una larga tradición que se remonta a Las Siete Partidas, obra redactada durante el reinado de Alfonso X de Castilla, llamado El Sabio. Vigente en todo tipo de regímenes ha llegado al actual con su reconocimiento expreso en el artículo 125 de la Constitución. Nada menos que desde 1882, año de la aprobación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr) -artículos 101 y 270-, consiste en que “todos los ciudadanos españoles, hayan sido o no ofendidos por el delito pueden querellarse, ejercitando la acción popular con arreglo a las prescripciones de la ley”.

Pero la acción popular no sólo ha recibido parabienes y halagos. Muy al contrario, también ha pasado por baches de desprestigio y no pocas han sido las críticas recibidas, algunas de ellas muy aceradas como la del mismísimo Alcalá Zamora que en 1929 dijo de ella que “(...) es injusta y peligrosa. Injusta, porque desequilibra el proceso en perjuicio del acusado (...); peligrosa, porque (...) se presta a que sea el arma de las pasiones excitadas, la representación de los más audaces, y no, como su nombre parece indicar, la de los más numerosos; hasta puede ser y el caso se ha presentado, desgraciadamente, la confabulación de abogados sin escrúpulos (...). Para todo sirve, menos para algo medianamente provechoso, sin contar con la pérdida de tiempo y dinero que una intervención superflua supone”.

No tengo la menor duda de que la culpa de estas censuras es de quienes tercamente se han empeñado en utilizarla como instrumento ajeno a la Justicia. Al lado o frente a acusaciones populares ejercitadas por un grupo de ciudadanos que han jugado un papel decisivo en muchos de los grandes procesos de las últimas décadas y muy significativamente en aquellos con carga política o social relevante, las ha habido y sigue habiendo que se inspiran en lo más opuesto al buen propósito de que se haga Justicia. Son múltiples las ocasiones en que la acción popular ha respondido y sigue respondiendo a motivos espurios, comenzando por los políticos o pseudopolíticos que tienen como exclusivo fin hacer daño al adversario, sin regatear delictivas filtraciones de datos sumariales. Mención aparte merecen los extorsionadores que ofrecen no ejercer la acusación o, en su caso, retirarla, a cambio de precio, recompensa o merced.

Se trata de recelos justificados de los que dan fiel testimonio algunas resoluciones de nuestros tribunales, empezando por el Tribunal Supremo que, por ejemplo, en la sentencia 1.007/2013, de 26 de febrero, descarta que, habiendo acusación del fiscal, entes de derecho público se constituyan en acusación popular y considera inviable la intervención en solitario, algo que ya hizo en la sentencia 1.045/2007, de 17 de diciembre, pronunciada en el supuesto bautizado como caso Botín, en la que de la mano de un magistrado emérito -aunque careciera de méritos para serlo- y hoy abogado en ejercicio, se entendió que no es jurídicamente posible abrir juicio oral si la solicitud la hace sólo la acusación popular. Sentencia que el maestro Enrique Gimbernat censuró severamente al entender que suponía herir de muerte a la acción popular, si bien pocos meses después el propio Tribunal Supremo, en la sentencia 54/2008, de 8 de junio -caso Atutxa-, merced a la “teoría de los intereses difusos” cambió de criterio y permitió que los imputados se sentaran en el banquillo con la sola acusación de un sindicato de funcionarios.

Ahora bien, para reproche a las acusaciones populares artificiales y de mala ley, el que se puede leer en el voto particular emitido por tres magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo a la sentencia últimamente citada, en el que, junto a otras consideraciones de rigor, lamenta la derivación al sistema de justicia penal de conflictos escasamente jurídicos y la utilización del proceso penal para finalidades ajenas a su propio cometido mediante el vehículo de la acción popular y termina señalando que lo dicho “(...) no se trata de un juicio de valor o intuición de los firmantes de este voto (...), sino que se sustenta en datos reales, en cuanto en los últimos cinco años se han contabilizado un total de 24 denuncias y querellas, formalizadas por acusaciones populares contra diversas personas aforadas sin que prosperase ninguna de ellas”. O sea, que como el profesor Julio Pérez Gil apunta en su espléndida tesis doctoral sobre la acusación popular, si no pocas veces el Ministerio Fiscal es acreedor de desconfianza, con mayor motivo cabe recelar de quien ejerce la acción popular desde la indeterminación y la subjetividad de móviles y fines. Hay ocasiones en que el acusador popular es un caballo de Troya que entra en el proceso con la panza repleta de intereses bastardos.

La acción popular además de celo por la cosa pública, también requiere serenidad e imparcialidad y su objetivo no puede alejarse del sentimiento de Justicia. Es inquietante que haya casos en que son vulgares especulaciones, cuando no pretensiones caprichosas o temerarias, a las que hay que poner coto. Esto es lo que el juez Fernando Andreu hizo de forma certera y con lenguaje firme en el auto dictado el pasado 18 de septiembre, en las Diligencias Previas 59/2012, al declarar que “(...) la personación pretendida obedece a una estrategia política, y no al fin que realmente debería buscarse a través de este cauce procesal, que no sería otro que actúe el ius puniendi o dicho de otra forma, que se haga justicia; (...) trasladar a este proceso estrategias políticas o (...) pretender conseguir a través de una personación, y a través del ejercicio de la acción popular, ese tipo de ventajas (...) se debería considerar una conducta humillante”.

En fin y ¿por qué no decirlo? Admitir al abogado Emilio Rodríguez Menéndez como acusador popular en el procedimiento seguido contra Esperanza Aguirre, lo mismo que a otros personajes fantasmagóricos, me parece una enorme ligereza procesal y un no menor absurdo, por muy bueno que sea el juez que haya aceptado la presencia procesal del individuo, un prófugo de la Justicia para quien la ley no fue nunca más que papel de estraza. Viendo esperpentos como el suyo, todos los partidarios de la acusación popular, entre los que me encuentro, mitad sorprendidos, mitad descontentos, acudimos al dicho orteguiano de “no es esto, no es esto”. La acción popular es una cosa. Su perversión, otra.

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