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  • EDICIÓN DE 10/05/2013
 
 

Ramón Trillo Torres

Breve sobre el Tribunal Supremo y sobre la huelga de los jueces

10/05/2013
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En el año en que fue reconocido con el Premio Montero Ríos el Profesor Ramón Parada, en este mismo espléndido recinto escuchamos una lección magistral sobre el pensamiento del gran jurista y político gallego. La imposibilidad de alcanzar la extraordinaria calidad de aquel texto me aconseja limitar el debido homenaje a Montero Ríos al orgulloso relato de la coincidencia de que, con ésta, sean tres las generaciones en las que alguien de la familia Trillo transitó por la vida relacionándose con los Montero Ríos. La primera coincide con la vida del propio D. Eugenio. Mi bisabuelo, Eduardo Trillo Salelles, magistrado, era íntimo amigo de aquel y su amistad en aquellos tiempos tan politizados aparecía además perfectamente engrasada por su afinidad ideológica: ambos comulgantes del pensamiento progresista y liberal, participaron con entusiasmo en La Gloriosa de 1868, que a la postre fue partera de la Ley Orgánica de 1870 que durante más de un siglo regentó la vida de los Jueces. La afinidad política entre los dos nunca se rompió, pero si la amistad personal: un hecho de Montero que mi bisabuelo consideró gravemente ofensivo rompió para siempre su relación amical. Desconozco el contenido del acontecimiento desencadenante de la enemistad y por eso no puedo enjuiciarlo (…).

Ramón Trillo Torres es Magistrado Emérito del Tribunal Supremo.

El artículo fue publicado en El Cronista n.º 34 (febrero 2013)

Señor Presidente del Senado, autoridades, compañeros y amigos (1),

MONTERO RÍOS

En el año en que fue reconocido con el Premio Montero Ríos el Profesor Ramón Parada, en este mismo espléndido recinto escuchamos una lección magistral sobre el pensamiento del gran jurista y político gallego(2).

La imposibilidad de alcanzar la extraordinaria calidad de aquel texto me aconseja limitar el debido homenaje a Montero Ríos al orgulloso relato de la coincidencia de que, con ésta, sean tres las generaciones en las que alguien de la familia Trillo transitó por la vida relacionándose con los Montero Ríos.

La primera coincide con la vida del propio D. Eugenio. Mi bisabuelo, Eduardo Trillo Salelles, magistrado, era íntimo amigo de aquel y su amistad en aquellos tiempos tan politizados aparecía además perfectamente engrasada por su afinidad ideológica: ambos comulgantes del pensamiento progresista y liberal, participaron con entusiasmo en La Gloriosa de 1868, que a la postre fue partera de la Ley Orgánica de 1870 que durante más de un siglo regentó la vida de los Jueces.

La afinidad política entre los dos nunca se rompió, pero si la amistad personal: un hecho de Montero que mi bisabuelo consideró gravemente ofensivo rompió para siempre su relación amical. Desconozco el contenido del acontecimiento desencadenante de la enemistad y por eso no puedo enjuiciarlo.

Pero en la generación siguiente las aguas volvieron al viejo cauce: Avelino Montero Ríos, hijo de Eugenio, y Edelmiro Trillo Señorans, hijo de Eduardo Trillo Salelles, tío abuelo mío y magistrado que concluyó su vida profesional en la Sala Primera del Tribunal Supremo, se empeñaron en una común tarea regeneradora a la que dedicaron años, desvelos y afanes comunes: la instauración en España de la Jurisdicción de Menores, que al final coronaron con éxito, y cuya consumación no llegó a ver Avelino por su prematuro fallecimiento, fuertemente sentido por mi tío abuelo, que fue el primer Juez de apelación único para toda España de los Tribunales Tutelares de Menores.

Son estos aconteceres familiares relacionados con dos generaciones de la familia Montero Ríos, ambos atingentes a hechos relevantes para España, los que me llevan presentar como tercero que dos generaciones después mi nombre aparezca vinculado al de Montero Ríos en este premio que tanto agradezco, por lo que por sí objetivamente significa, pero también con el subjetivo valor añadido de evocar en mí satisfactorias circunstancias de la pequeña historia familiar.

Por eso también agradezco tanto la presencia en este acto de Paloma Montero Ríos, nieta de Avelino y biznieta de Eugenio, en cuanto que tanto ella como yo formamos parte de la cuarta generación a la que se refiere este escueto relato, aunque para su fortuna ella mucho más joven que yo.

EL TRIBUNAL SUPREMO

La vida personal del Juez la caracterizan dos notas: austeridad e itinerancia.

Pero así como la austeridad jamás cesa, la itinerancia termina un día, cuando se alcanza el que habrá de ser el destino definitivo, que en mi caso ha sido el Tribunal Supremo, en el que durante algunos años he sido Presidente de la Sala Tercera y en el que he pasado más de la mitad de mi vida profesional, por lo que no quiero dejar pasar la oportunidad de dar una rápida pincelada sobre esta institución.

El Presidente del Consejo de Estado, en su generosa presentación, ha aludido a mi actividad en torno a lo que recibió el nombre de Estatuto de los Magistrados del Tribunal Supremo, tema que me preocupó desde mi llegada al mismo porque percibí que el Tribunal no estaba siendo debidamente considerado por los legisladores, lógicamente más atentos a la creación y dotación de los nuevos órganos creados por la Constitución y por eso livianos en su atención a una institución que pronto sería bicentenaria, como el caso del Tribunal Supremo.

Toda atención venía entonces clasificada por el grado de relevancia constitucional del órgano a observar, entendida esa relevancia en función del nivel de cristalización de su regulación en la propia Constitución. En este punto, al Tribunal Supremo le es reconocida en ella su calidad de órgano jurisdiccional superior y también en la propia Constitución se regula el nombramiento de su Presidente, al que atribuye además la tarea de presidir el Consejo General del Poder Judicial.

Prácticamente, casi no más ámbito regulatorio que el previsto constitucionalmente para el Defensor del Pueblo o el Tribunal de Cuentas e inferior al que la Constitución despliega para el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, respecto a los que se extiende en el régimen a su estructura y composición.

Con arreglo, entonces, al criterio formal de relevancia, la posición del Tribunal Supremo podría ser casi identificada con la del Defensor del Pueblo.

Con todos los respetos y toda la consideración que merecen las instituciones que he mencionado, no es éste el criterio correcto de valoración del Tribunal Supremo.

El nivel de regulación constitucional de las instituciones está muy marcado por el principio de oportunidad y el de novedad del órgano concernido y fácilmente deja de penetrar en su sustantiva trascendencia para el sistema.

En esta sustancial perspectiva –la de su material trascendencia constitucional– cabe afirmar –y es lo que yo aquí afirmo– que las Cortes Generales, el Gobierno de la Nación y el Tribunal Supremo en cuanto cúpula jurisdiccional del Poder Judicial del Estado, son los únicos órganos constitucionales que al hecho de serlo añaden la sustantiva calidad de constituir condiciones orgánicas mínimas, supremas e ineludibles para acreditar la existencia del propio sistema constitucional. Sin alguno de ellos el sistema no existiría, cualesquiera que fueren las complejidades orgánicas que se le añadieran.

Este es el rango que corresponde al Tribunal Supremo como órgano constitucional y que solamente comparte con las Cortes Generales y con el Gobierno de la Nación.

LA HUELGA DE LOS JUECES

La recepción de un premio es momento de júbilo, pero no por eso ha de despreciarse la insólita ocasión para pronunciarse en público sobre algunas de las cuestiones de actualidad que se relacionen con la actividad del premiado, en mi caso la Justicia, todo ello con cierta levedad lúdica que evite la tortura del sermón en momento tan inapropiado.

La Constitución Española cubre con un rico manto de lirismo el manantial de la Justicia, de la que dice que emana del pueblo y que se administra en nombre del Rey, volviendo así a unir en vínculo hipostático, y a nivel constitucional tres nociones políticas –Pueblo, Justicia y Rey– que con tanta transparencia vieron unidas los autores de nuestra teatro clásico y que hoy no tiene más traducción posible que la de la estricta vigencia de un principio de legalidad, en el que se expresa la sumisión de los Jueces a la voluntad del pueblo soberano expresada a través de sus representantes en las Cortes Generales, lo que no obsta al poderoso y alto aliento con el que aquellas referencias constitucionales ponen de manifiesto el lugar que ocupan los Jueces en el ideal imaginario de la ciudadanía.

Y es ahí, en ese ideal imaginario, que es real, que existe y que es parte del respeto y consideración que reciben los Jueces, donde se puede dar un primer paso para introducirse en una cierta racionalización del “desencuentro” que cubre en estos días con un híspido manto –ni lírico ni tampoco épico–, las relaciones entre el Ministerio y los Jueces, hasta el punto de anunciarse una eventual huelga de éstos.

Ante la posibilidad del llamamiento a esta legítima y clásica medida de presión sindical, la perplejidad de quienes podrían decir algo los lleva al silencio: no será ésta mi postura, porque para mí existen dos certezas perfectamente escalonadas.

La primera, que el derecho de huelga no es fácilmente cohonestable con el ejercicio de un Poder del Estado: el ejercicio del Poder es permanente, no puede interrumpirse en función de criterios de organización no acordes con las mantenidas en el ejercicio de competencias que corresponden a otros Poderes, igual que estos, cuando así acontezca, no tienen ante las decisiones judiciales firmes más tarea que la de proceder a su ejecución, incluso cuando afectan directamente a sus propias decisiones de Poder.

... (Resto del artículo) ...

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NOTAS:

(1). Este texto fue recitado por el autor el 18 de diciembre de 2012 en el Salón de Pasos Perdidos del Senado con ocasión de recibir la undécima edición del Premio Montero Ríos, que le fue concedido por la Asociación de Juristas Gallegos en Madrid (IURISGAMA).

(2). La lección magistral a la que aquí se alude ha sido publicada por esta misma revista en su número 24.

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