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Religiones razonables; por Andrés Ollero Tassara, Magistrado del Tribunal Constitucional

16/08/2012
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El día 16 de agosto de 2012, se ha publicado en el diario ABC, un artículo de Andrés Ollero Tassara, en el cual el autor afirma que lo que transmiten algunos medios de comunicación, y quienes oportunistamente los secundan, puede desorientar a los ciudadanos respecto a la función del Tribunal Constitucional y de sus Magistrados.

RELIGIONES RAZONABLES

No hace mucho leí un comentario, pretendidamente jurídico, según el cual el magistrado del Tribunal Constitucional Eugenio Gay votaría contra la constitucionalidad de la ley del aborto porque es católico. Me dio mucha pena por partida doble. Por una parte, porque en algunos diarios de prestigio se desconoce, al parecer, el artículo 16.2 de nuestra Constitución. Esto da inevitablemente paso a obvias discriminaciones por razón de religión, excluidas expresamente por el artículo 14, mientras sobre otras, implícitas, suelen mostrarse más sensibles.

El artículo citado, bueno es recordarlo, establece: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. No se trata meramente de recordar que en ocasiones preguntar puede ser ofender, sino de vetar cualquier actitud inquisitorial que derivaría inevitablemente hacia exclusiones discriminatorias. Hace poco, un político autonómico sugirió que el señor Cotino, presidente de las Cortes valencianas, debería -en razón de sus convicciones religiosas- abandonar la política. En el “tuiteo” consiguiente una ciudadana apuntó algo así: “o sea, que debería ponerse en la solapa una bien visible O (lo que le excluiría era su vinculación al Opus Dei...) y, si sube en un autobús, sentarse en el asiento del final”. Delicada manera de dejar al aire la irracionalidad de algunos planteamientos laicistas.

Ya Kant estableció como criterio de racionalidad práctica la posibilidad de generalizar una máxima de comportamiento. No tiene sentido que lo que, en un supuesto, sería arquetipo de las atrocidades a que puede llevar la estupidez humana, en otro, se pueda considerar como propuesta razonable. Mentarle a alguien la religión es como mentarle a la madre: una falta de educación y una ordinariez.

Volviendo a mi buen amigo Eugenio, me parece un insulto sugerir que -dada su condición de creyente- sería incapaz de encontrar argumento racional alguno que le permitiera fundamentar la inconstitucionalidad de una ley; salvo que el bárbaro que lo afirme considere irracionales a todos los que no estén de acuerdo con él. Menos mal que nadie le sugirió que renunciara a pronunciarse al respecto; quizá porque condecorado con la etiqueta de progresista quedaba exento de peaje...

La realidad puede ser bien distinta. Pocas posturas más racionales que defender valores humanos básicos; la moral católica, al prestarse a ello, se muestra como una religión bastante razonable. En el ámbito de lo profano, la religión aporta una razón más (apreciada por el creyente) para satisfacer exigencias de honestidad pública captables por mero buen sentido sin ayuda de la fe. Lo he experimentado a la hora de optar por la famosa dualidad entre prometer o jurar un cargo público. Difícilmente puedo imaginar algo que me vincule más personalmente que prometer por mi conciencia y honor. Para respetar el “pacta sunt servanda” no se necesitan arrebatos místicos. Si nunca he renunciado a jurar, es convencido de que viene bien recordar que Dios existe y aprecia el cumplimiento de los pactos.

Otra muestra de irracionalidad política es pretender descalificar al que piense de modo diverso, atribuyéndole ideas “pre-constitucionales”. El asunto se pone difícil para los de determinada generación, que votaron la Constitución cuando ya tenían treinta cumplidos y desde años ejercían como profesores universitarios. Lógicamente, no podían permitirse el lujo de esperar decenios para tener alguna idea; como viene siendo costumbre, tenían alguna desde los ocho años más o menos. Si algún raro ejemplar ha esperado espartanamente seis lustros para pensar algo, no extrañará su falta de entrenamiento.

Todo esto son obviedades que, como ciudadano y profesor universitario, me consideraré siempre con derecho irrenunciable a exponer. Es bien conocida mi reciente elección como Magistrado del Tribunal Constitucional, con la que me han honrado doscientos sesenta miembros del Congreso de los Diputados. Como tal, he jurado dedicarme a la función propia de tal alta institución, respetando una estricta metodología jurídico-constitucional, diversa de la propia de polémicas morales o debates políticos. Esto no implica relativismo ni teoría de la doble verdad, sino admitir que la racionalidad exige deslindar la metodología y la argumentación aceptable en un ámbito u otro del discurso.

No vendrá mal un ejemplo. El voto del hoy Magistrado Emérito Vicente Conde resultó decisivo para que no se suspendiera la entrada en vigor de la última ley despenalizadora del aborto. Nadie tuvo el mal gusto de deducir de ello que no era católico. Tampoco tendría sentido entender que es decidido partidario del aborto. Simplemente consideró, por razones jurídico-constitucionales, que sólo sería admisible la suspensión solicitada por el Gobierno y no por una parte recurrente, por legitimados que jurídica y políticamente cupiera considerar a sus integrantes. No sé si yo hubiera actuado de igual modo, porque no he estudiado con la profundidad y conocimiento de causa exigible los argumentos esgrimidos en la citada deliberación. La racionalidad con que deslindó exigencias jurídicas de las orden moral o político me pareció ejemplar.

Lo que transmiten algunos medios de comunicación, y quienes oportunistamente los secundan, puede desorientar a los ciudadanos respecto a la función del Tribunal Constitucional y de sus Magistrados. No es su función pronunciar la última palabra que cierre un debate político o moral, sino garantizar que se han respetado los límites (que no dictados) constitucionales. No tiene pues sentido imaginar que los magistrados llegamos al Tribunal con recetas precocinadas; no es lo mismo expresar con libertad lo que a uno le parece moralmente más valioso o políticamente más deseable, que dictaminar con objetiva imparcialidad si se han respetado las mínimas exigencias constitucionales en una determinada resolución, sea cual sea el grado en que se la pueda subjetivamente considerar valiosa o deseable.

Es lógico que sobre un nuevo magistrado gravite la responsabilidad que conlleva su función. Le tranquilizará no poco comprobar que antes de definir su actitud contará con los argumentos de los recurrentes, las alegaciones del Abogado del Estado, el dictamen -en más de una ocasión- del Ministerio Fiscal, y siempre la opinión de cinco o incluso once compañeros de envidiable formación y experiencia. Así resulta mucho más fácil acertar.

Falta por precisar un último elemento, que más de un ciudadano puede desconocer como fruto de algún inocente olvido informativo. El ponente de la sentencia cuenta con un solo voto y, según se recuerda en todas ellas, “expone el parecer del Tribunal”. Si no convence de la validez de sus planteamientos a la mayoría deberá elegir: o rectifica expresando los predominantes o renuncia a la ponencia, que pasará a otro de los magistrados sin mayores problemas...

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