LA REFORMA LABORAL NECESARIA
En la actual situación -cuando el paro afecta al 23% de la población activa española, el número de desempleados supera largamente los cinco millones y nuestra tasa de desempleo es la más elevada de la UE-, la necesidad de aportar remedios a ese gravísimo problema social y económico resulta indiscutible. En la búsqueda de soluciones no era procedente continuar avanzando por caminos que se han demostrado ineficaces, sino que urgía abrir nuevas perspectivas reformadoras. Eso es justamente lo que acaba de hacer el Real Decreto que lleva a cabo una nueva, profunda en más de un aspecto y necesaria reforma laboral. Una reforma que, no lo olvidemos, se ha articulado desde el poder público tras haber fracasado los intentos de las organizaciones sindicales y empresariales de alcanzar un pacto social, y que, para mayor garantía de consenso, se ha acordado que se tramite ulteriormente como proyecto de ley.
Esta reforma del mercado de trabajo, tan insistentemente reclamada desde instancias internacionales y también nacionales, tiene un claro objetivo global -volver a crear empleo-, coincidente con el mandato constitucional a los poderes públicos para que realicen una política orientada al pleno empleo. Esa finalidad central de la reforma es atendida por el Decreto-ley mediante un amplio conjunto de medidas que aúnan, con clara inspiración en el ideario social de la Unión Europea, las propuestas de flexibilización en la gestión de las relaciones laborales y el respeto a los derechos de los trabajadores.
Dichas medidas reformadoras alcanzan a numerosas instituciones básicas de nuestro Derecho del Trabajo: desde la intermediación laboral, ampliando las funciones de las empresas de trabajo temporal, hasta el régimen de los despidos y las modificaciones de condiciones de trabajo; desde la clasificación profesional, centrada ahora exclusivamente en la figura del grupo profesional, hasta la creación de nuevas modalidades contractuales como el contrato de trabajo a distancia y el contrato indefinido para apoyar a los emprendedores; desde las múltiples innovaciones en materia de formación profesional, como son la ampliación de la edad para celebrar contratos para la formación y el aprendizaje y el reconocimiento de nuevos permisos formativos, hasta el fomento y bonificación de los contratos de personas con dificultades de inserción laboral.
Uno de esos cambios históricos es, sin duda, la supresión de la autorización administrativa de los expedientes de regulación de empleo (para llevar a cabo despidos colectivos y suspensiones y reducciones temporales de jornada por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción; causas que el Decreto-ley ha precisado). Tal supresión ha supuesto, lisa y llanamente, la desaparición de los correspondientes procedimientos administrativos, los famosos y ya añosos EREs. Verdadera rareza jurídica, esa intervención de la autoridad administrativa venía exigiéndose ininterrumpidamente nada menos que desde 1944, sin que la Ley de Relaciones Laborales (1976), el Decreto-ley de Relaciones de Trabajo (1977), la Constitución de 1978, el Estatuto de los Trabajadores (en sus versiones de 1980 y 1995) y las numerosas reformas que han afectado a éste hubieran osado cuestionarla.
Pues bien; esa figura jurídica, fuente de una conflictiva dualidad jurisdiccional y de graves problemas de aplicación, y objeto por ello de fundadas críticas, ha sido eliminada de nuestro ordenamiento, dentro del máximo respeto a la Directiva comunitaria sobre despidos colectivos, por el Real Decreto-ley del pasado 10 de febrero. En su lugar, se instituye un procedimiento que combina el reconocimiento de la autonomía negociadora de los representantes de los trabajadores y los empresarios, las facultades de gestión de éstos y el poder revisor de los jueces ejercido a través de una nueva modalidad procesal.
Otro ámbito en el que la reforma ha dado un paso decisivo es el relativo a la negociación colectiva. Primero, facultando a empresarios y representantes de los trabajadores, cuando existan causas económicas, técnicas, etcétera, para que pacten la inaplicación en la empresa de una larga serie de materias (no sólo, como hasta ahora, la relativa al régimen salarial) reguladas en el convenio colectivo, sea éste de sector o de empresa. Y en segundo lugar, permitiendo que el convenio de empresa prevalezca, en una también larga serie de materias, sobre lo dispuesto en el convenio de sector (estatal, autonómico, provincial). La reforma potencia de este modo el papel de instrumento de gestión empresarial del convenio de empresa, ampliando las facultades negociadoras de trabajadores y empresarios en ese ámbito sobre el que tienen, lógicamente, un conocimiento privilegiado. En fin, el Real Decreto-ley permite a las partes del convenio negociar su revisión y pone un límite temporal (dos años), quizá demasiado generoso, a la llamada ultraactividad, técnica en cuya virtud los convenios vencidos y denunciados se prolongaban indefinidamente en tanto no se hubiera acordado uno nuevo o se hubiera dictado laudo en su lugar.
Respecto de esta última medida, debe recordarse que opera sin perjuicio del mantenimiento de los derechos indemnizatorios adquiridos hasta la entrada en vigor del Decreto-ley, y que ya existía desde hace una década un contrato (el dedicado al fomento de la contratación indefinida) cuya extinción derivaba en una indemnización de 33 días de salario por año de trabajo; contrato cuyo ámbito de aplicación fue creciendo hasta desvirtuarse su originaria función, y que por ello ha sido suprimido por la reforma.
Concluyendo ya: la reforma laboral era necesaria, ha discurrido en su conjunto por cauces adecuados, y seguramente se perfeccionará en su tramitación como proyecto de ley. Huelga decir que la reforma de la legislación laboral, aun siendo un factor del que no se puede prescindir, no bastará por sí sola para alcanzar la recuperación de la economía y el empleo.