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Una hoja de papel; por Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

28/04/2010
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El día 28 de abril de 2010, se publicó, en el diario El Imparcial, un artículo del Profesor Santiago Muñoz Machado en el cual el autor opina que, en la medida en que los instrumentos esenciales de defensa y garantía de la Constitución decaen en eficacia, la Norma Fundamental, que asegura la convivencia en términos estables y la formación entera del ordenamiento jurídico de manera razonable e inteligible, queda progresivamente reducida a una referencia retórica, a un programa de buenas intenciones. Trascribimos íntegramente dicho artículo.

UNA HOJA DE PAPEL

Cuando se produjo el maravilloso hallazgo (o invención, como ha preferido llamarlo Michel Proper) de la Constitución como norma superior a todas las normas, los fundadores del nuevo orden, tanto en América con ocasión de la Constitución de 1787, como en Europa, a partir de la francesa de 1791, se preocuparon de buscar fórmulas que aseguraran su supremacía sobre la ley y sus aplicadores. Encontraron dos herramientas fundamentales: evitar que pudiera modificarse fácilmente, y atribuir a un garante de la norma constitucional la responsabilidad de anular todas las normas legales que la contradijeran.

La preservación de la Constitución frente a modificaciones que no siguieran el procedimiento establecido para la reforma, fue un expediente que aplicaron tanto los primeros constituyentes norteamericanos como los europeos, pero con resultados dispares. La primera Constitución francesa de 1791, al igual que haría después la española de 1812, estableció un procedimiento muy rígido para la reforma. Decía el artículo 1 del Título VII que “la nación tiene el derecho imprescriptible a cambiar su Constitución”; pero para hacerlo tenían que aprobar el cambio tres legislaturas seguidas; en la última la legislatura se ampliaría con 249 miembros elegidos por los departamentos, que jurarían junto a los demás “vivre libres ou mourir” y debatirían estrictamente sobre la propuesta de reforma. Considerando la extrema rigidez del procedimiento, tanto en Francia como en España ha sido más fácil cambiar las Constituciones que reformarlas. En ambos países el cambio constitucional ha sido más bien un hecho revolucionario o, al menos, una acción de crisis. Contrasta esta filosofía con la opción seguida en Estados Unidos para la reforma constitucional. Allí se concibió desde el principio el amendment power como una facultad más de raíz jurídica que política, de modo que los americanos ejercieron ese poder para enriquecerla con nuevos contenidos relativos a los derechos de los ciudadanos. La Primera Enmienda se aprobó enseguida, el 15 de diciembre de 1791.

El segundo instrumento de protección del texto constitucional ha sido, como he indicado antes, la atribución a un garante de la facultad de anular las leyes que la contraríen. Ni la Constitución americana ni ninguna de las europeas del siglo XIX contuvieron previsiones al respecto. Sin embargo, el Tribunal Supremo norteamericano, siguiendo una tradición que se remonta al common law británico (desde el Bonham case, resuelto por el juez E. Coke en 1610), acertó enseguida a establecer, en el asunto Marbury v. Madison de 1803, con ponencia del Presidente del Tribunal Supremo, el juez Marshall, que cuando los tribunales se enfrenten a la alternativa de aplicar la Constitución o una ley que la contradice, deben aplicar inequívocamente y con firmeza el texto constitucional que contiene el Derecho más elevado. A una conclusión semejante no se llegó en Europa hasta la aprobación de las Constituciones alemana de Weimar (1919), austríaca (1920), y en España, efímeramente, con la Constitución de 1931. La solución europea consistió en privar a los jueces y tribunales de la facultad de decidir sobre la inconstitucionalidad de las leyes, atribuyendo exclusivamente la responsabilidad a un Tribunal Constitucional. Definitivamente esta fórmula se consolidó en las Constituciones posteriores a la II Guerra Mundial y, en España, con la Constitución de 1978.

Si se hace balance, en un país como el nuestro, de la eficacia de los mecanismos que se han formado a lo largo de dos siglos para preservar la Norma Fundamental de los ataques del legislador ordinario, deberá concluirse lo siguiente:

- En primer lugar, mientras no ha existido un Tribunal Constitucional competente para decidir sobre la inconstitucionalidad de las leyes, el legislador ordinario ha podido dictar normas de cualquier clase, aún contradiciendo la Constitución, y produciendo de hecho una modificación de la misma. Sólo cuando se ha acumulado un volumen excesivo de normas contrarias, o era imprescindible el cambio, se ha producido una explosión revolucionaria sustituyéndose por completo el anterior texto constitucional.

- En segundo lugar, después de instituirse el Tribunal Constitucional, la eficacia de su función garantizadora ha dependido de que efectivamente llegue a conocer y enjuiciar las normas que transgreden la Constitución. Sin embargo, esto no ha ocurrido sino en mínima medida, ya que las instituciones legitimadas para llevar adelante la impugnación de las leyes, no lo hacen cuando las conveniencias políticas del momento así lo aconsejan. O retiran los recursos planteados en el marco de pactos ocasionales. Lo cual permite la supervivencia en el ordenamiento jurídico de leyes contrarias a la Constitución que, al serlo, la reforman.

En la medida en que los instrumentos esenciales de defensa y garantía de la Constitución decaen en eficacia (a lo cual, obvio será decirlo, contribuyen decisivamente las campañas de desprestigio contra el Tribunal Constitucional, y la banalización de sus funciones), la Norma Fundamental, que asegura la convivencia en términos estables y la formación entera del ordenamiento jurídico de manera razonable e inteligible, queda progresivamente reducida a una referencia retórica, a un programa de buenas intenciones. El poder real no funciona ni se articula de la manera que en ella se establece, sino que depende de otros juegos de fuerzas económicas, políticas y sociales. Podría repetirse ahora, como dijo F. Lassalle, en una famosa conferencia pronunciada en 1862 en Berlín, que la Constitución no es nada más que una simple “hoja de papel”.

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